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Decía Jerry Seinfeld que los hombres somos capaces de
inventar cualquier cosa para llamar la atención de las mujeres. A los guapos
les basta con presentarse en la fiesta y sonreír con naturalidad, pero los
demás tenemos que hacer mucho el gilipollas para destacar entre la multitud:
escalar montañas, diseñar máquinas, escribir libros, viajar al espacio, presentarnos
a los Juegos Olímpicos de Moscú…
En el Salvaje Oeste de los americanos, hubo una vez un John
enamorado de una Mary que para demostrar su hombría se subió a un caballo
desbocado, lo montó durante ocho segundos interminables y terminó pegándose una
hostia tremenda contra el suelo. La estrategia tuvo que ser, por fuerza,
exitosa, porque rápidamente se multiplicaron los valientes que se subían a los
equinos majaretos. Y aunque muchos murieron en el intento, o se quedaron
tontos, o parapléjicos, los mecanismos evolutivos favorecieron a estos centauros
que se jugaban el tipo para que sus genes tuvieran una oportunidad de
propagarse.
Cuando a Brady Blackburn, en The Rider, le
comunican que nunca más podrá subirse a un caballo si no quiere quedar lisiado
para siempre, es como si los cielos de Dakota, abiertos y bellísimos, se le
cayeran encima aplastándole los pulmones. Casi dos siglos después de que el John
primigenio se subiera a un caballo que corcoveaba,
Brady llora en silencio la desgracia de su retiro. Brady ya montaba caballos
diabólicos mucho antes de saber que existían las chicas, y ahora tiene que renunciar
a ellos como el niño que nació con una pelota bajo el brazo y ya no puede seguir
jugando en los campos verdes del fútbol. Esa percepción
angustiosa e intolerable de que el mundo se termina de repente. De que uno se
queda sin propósito en la vida, a merced de las horas muertas. Condenado a
reinventarse en otra labor para la que ya nunca reunirá el mismo talento, ni el
mismo entusiasmo. Es una película muy triste, y muy hermosa, The Rider.
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