Shogun

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1. Para entender los enredos históricos que se plantean en los primeros episodios hay que acudir a la Wikipedia. No queda otra. Lo del Tratado de Tordesillas y la piratería de la Pérfida Albión más o menos lo conocíamos, pero las relaciones de los japoneses con el mundo exterior requieren una lectura muy atenta de los artículos. Simplemente lo señalo. No me quejo. Está bien usar el teléfono para profundizar en la trama y no para ausentarse de ella con cualquier gilipollez.

2. Pero luego, ay, el sol naciente se va apagando entre las nieblas y las nubes, que diría cualquiera de estos japoneses arrebatado en un trance poético. “Shogun”, como el 99% de las ficciones televisivas, dura demasiado, y recorta mucho el presupuesto hacia el final. Aquí tiene que haber una razón comercial que se me escapa. ¿Por qué hacen x series con diez episodios en lugar de 2x con cinco? 

3. Corren malos tiempos para los nostálgicos de aquellas primeras temporadas de “Juego de Tronos”. Times are changing. No se ve ni una teta. Y pollas tampoco. “Shogun” es puro mainstream. Yo pensaba que la modernidad iba a traernos una polla por cada par de tetas para igualar la cuenta de excitaciones. La igualdad  Pero no: la revolución del #Metoo nos ha traído un nuevo puritanismo. Las monjas es posible que se reproduzcan por esporas.

4. En Japón, los hombres, cuando rematan una declaración altisonante, no dicen “mecagüendiós” como aquí: dicen “jum”, con un sonido muy gutural, tirando de garganta. Lo que no sé es si “jum” también significa “mecagüendios” o si es una simple interjección carente de obscenidad.

5. Viendo “Shogun” me acordaba todo el rato de Paco Calavera cuando expresaba su perplejidad ante los subtítulos de las películas japonesas. Una frase interminable en japonés suele resumirse con apenas un “te quiero” o un “cariño, está lloviendo”, mientras que un monosílabo a veces desencadena toda una explicación en castellano sobre la toma de Osaka, la organización de los ejércitos  y las negociaciones que vendrán tras la victoria. 

6. Anna Sawai, por votación unánime del jurado, ha sido designada como la Mujer más Guapa del Año. La decimoquinta,  en lo que llevamos de año.




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José Luis López Vázquez: ¡Qué disparate!

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Los actores españoles del siglo XXI ya se parecen muy poco a José Luis López Vázquez. Tanto que ya puedes confundirlos con europeos de verdad, tan altos como son, y tan estilizados, ligando con extranjeras tirando del inglés. Las nuevas generaciones se crían con muesli y con yogur desnatado y eso se nota mucho en los fenotipos.


Pero eso es en las pantallas de cine, claro, donde escogen al ganado: en la vida real, en La Pedanía misma, los paisanos de los bares siguen siendo más o menos como don José Luis: bajitos, calvetes, feotes, histriónicos, celtibéricos de pura cepa. Fuera de la televisión, la mezcla genética resiste los asaltos multiculturales como atrincherada en un cromosoma numantino.

José Luis López Vázquez era un actor genial y un trabajador incansable. Pero es que además, en los años 60 y 70, era uno de los nuestros. Él encarnaba como nadie al español medio, reconocible en cualquier lugar. Y la gente, cuando le veía en las películas, se identificaba con sus sueños y con sus manías. Sus personajes solían pertenecer a la clase media aspiracional, y en aquellos tiempos, la aspiración de cualquier españolito era forrarse sin dar golpe y tirarse a las suecorras en la playa. O sea, como ahora, pero sin apenas armamento, a pecho lobo descubierto, poniéndose de puntillas para disimular el 1’60 y tirando de retóricas imperiales y machirulas que siempre conducían al fracaso.

Lo cuentan en el documental, pero yo ya lo había leído: que cuando George Cukor trabajó con López Vázquez en “Viajes con mi tía” se quedó de piedra y le dijo a un periodista que ese tipo, si hubiera trabajado en Hollywood, habría ganado cuatro Oscars como cuatro catedrales de la Almudena. Cuentan que Cukor le invitó a su mansión de California para ver si le seducía con las palmeras y con los dólares, pero José Luis estaba demasiado apegado a Madrid, y a su público, y además le costaba mucho manejar lo del inglés.


El puto inglés... Aquí, en la época de López Vázquez, lo llamaban “el idioma de los bárbaros”, como un parloteo muy alejado de la cristiandad. Ahora todos presumimos de un nivel medio en su manejo. Ja. 





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Mi querida señorita

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No hizo falta que llegara la democracia -este régimen atado y bien atado que supervisa atentamente el IBEX 35- para que Jaime de Armiñán y José Luis Borau se atrevieran a contar la historia de una mujer sin deseo sexual -o más bien con aversión sexual- que tuvo que ir a un médico para descubrir que en realidad era un hombre. Todo son preguntas: ¿Adela Castro, además de afeitarse la barba y de patear el balón como si fuera Pirri en pretemporada, tenía un pene malformado, un clítoris atrofiado...? ¿Tenía una pareja de cromosomas XY que se puso a construir una mujer sin hacer caso de los planos? Nunca lo sabremos. En 1972 no se podía ir mucho más allá. Los Javis, hoy en día, nos contarían pelos y señales sobre el asunto: lo que hubo que cortar, lo que hubo que añadir, lo que se reconstruyó y luego se recosió... Un lujo de detalles que en el fondo nos da igual. Nos quedamos con la copla y seguimos avanzando. 

“Mi querida señorita” es una película muy arriesgada. Tanto que a Mónica Randall se le ve un pezón cuando va a enseñarle a José Luis López Vázquez cómo se hace eso de follar. Es un detalle subrepticio, casi de darle al pause como hicimos con el DVD de “Instinto básico”. Lo dejo apuntado para los nostálgicos del destape y para los enamorados de doña Mónica -que jo, qué mujer. 

Por cierto: entre “Mi querida señorita” e “Instinto básico”, que parecen películas rodadas en dos eras geológicas diferentes, sólo transcurrieron 20 años. Entre “Instinto básico” y cualquier proyecto en marcha de los Javis han pasado más de 30. El paso del tiempo es un bulldozer que va arrasando los años como árboles en la selva.

Sobre la actuación de José Luis Vázquez ya está todo dicho. No quiero ser redundante. La idea de Armiñán era rompedora pero también muy arriesgada. Del drama conmovedor al número de vodevil no hay más distancia que una ceja bien puesta o que una mirada convincente.





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Usted puede ser un asesino

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Si matar saliera gratis nos pasaríamos la vida matándonos unos a otros. Solo los santurrones apelan a un principio moral para no conculcar el quinto mandamiento que nos enseñaron de pequeñitos. Menuda memez. No nos matamos porque no sabemos, porque no nos atrevemos, porque al final nos pillaría la policía, o porque pueden matarnos en el mismo intento de matar, o ser asesinados tiempo después en justa venganza. El ojo por ojo es sin duda lo que más acojona de todo: la espiral que no cesa. Pero son cuestiones de índole práctica, no razones etéreas que viven en las nubes. La ética es humo en el viento y los dioses tres cuartos de lo mismo.

Yo mismo, si tuviera el poder de la telequinesia y pudiera mover objetos con un golpe imperceptible de la ceja, causaría estragos en mi entorno más cercano: no quedaría, por ejemplo, ni un hijoputa de esos que van con el tubo de escape recortado, a todo lo que da, atravesando La Pedanía al triple de la velocidad permitida. Esa gentuza no merece vivir, pero con otro instrumento que no fuese la telequinesia mi crimen justiciero dejaría rastro, huella, pesquisa material para el CSI de Ponferrada. Y al final, claro, desisto del empeño.

“Usted puede ser un asesino”, reza el título de la película, y es una verdad tan grande como un templo. Pero usted, ay, no debe, o no le compensa. Y además, la película es una tontería. No le hagan mucho caso. Es un thriller criminal con música marchosa de Augusto Algueró, y eso no pega ni con cola. Jo, Augusto Algueró, qué recuerdos de la infancia... Ese señor gafapasta salía en todos lo programas de variedades de TVE dirigiendo la orquesta que acompañaba a los cantantes y a las cantantas. Fue el primer compositor musical que yo supe mencionar, mucho antes que Mozart o que Johann Sebastian. No sale en la película, pero le escuchas todo el rato. 

La película es una pura ridiculez, ya digo. Yo venía envalentonado con José María Forqué después de ver “Atraco a las 3” y me estrellé. Ni López Vázquez ha sido capaz de calmar mi irritación y sosegar mi aburrimiento, o viceversa.




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Atraco a las 3

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Hartos de contar billetes que otros roban a mano armada, deniegan a sus trabajadores o evaden al control del Ministerio de Hacienda -que viene a ser todo lo mismo-, los empleados del “Banco de los Previsores del Mañana” deciden atracar su propia oficina disfrazados de gángsters y llenarse los bolsillos con billetes verdes del color de la esperanza.

El cabecilla de la operación, Galíndez -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón y de enemigo de la clase obrera. Él ha nacido para ser rico y no puede renunciar a tener un Mercedes último modelo, vivir en el mejor casoplón de La Moraleja y veranear en las playas del Caribe al lado de una suecorra que no le ame por su belleza interior, sino lisa y llanamente por su dinero.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les van escurriendo los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida; ni ellos, además, quieren cambiarla. Son pobres hasta para soñar. Ellos solo quieren hacerse clase media y sobrellevar las penurias con más alegría y desahogo: cenar fuera los sábados por la noche, poner un televisor de 1962 en el salón y comprar un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

“Atraco a las 3” es una película cojonuda, un clásico de la casposidad, pero además ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad que esas gentes pasaron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría por aquí. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado sesenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la estúpida Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y tricolores.





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Mad Men. Temporada 6

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1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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Vida y muertes de Christopher Lee

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Repasar la filmografía de Christopher Lee es como leer el genoma completo de una cebolla o de un “Homo sapiens”: la mayor parte es ADN basura y no codifica nada sustancial. 

La web de Filmaffinity eleva la cifra de sus películas -o lo que sean- a 228. Es inabarcable. Y casi todo, ya digo, es olvidable, o deleznable, o carne de cutreteca. El mismo Cristopher Lee se sentía avergonzado en las entrevistas y quizá por eso nunca dejó de buscar un papel estelar y un reconocimiento dentro del gremio. O quizá, simplemente, es que se aburría en casa, o que sufría un trastorno muy japonésico por trabajar. O que, como les sucede a algunos entrenadores de fútbol que tornan y retornan a los banquillos, acumulaba deudas con una periodicidad fatídica y preocupante. 

Y así, por pura insistencia, en la lista interminable de bases nitrogenadas puestas por el ayuntamiento (casi todo terror cutre y experimentos de fantasía bochornosa), a veces aparecía un codón que codificaba una proteína luminosa o un papel maravilloso. 

El sueño de Cristopher Lee siempre fue participar en una adaptación de “El señor de los anillos”, del que era devoto lector y casi un erudito universitario, y lo logró con ochenta años muy bien llevados en el macuto. Ahí es cuando mi hijo, por poner un ejemplo, conoció a Christopher Lee, que gracias a Saruman ya es un mito del cine transgeneracional. Mi hijo no tiene ni puta idea de quién es Cary Grant o John Wayne, pero del mago malvado te podría contar hasta los pelos de las cejas.

Pero antes de Saruman estuvo Drácula, y Sherlock Holmes, y el hombre de la pistola de oro, que no es una película porno sino una aventura de James Bond. Y después de Saruman, ya en la cresta de la ola, vino el conde Dooku, ahí es nada, para asaltar los cielos definitivos con una espada láser en la mano. Qué hijo de puta, el Christopher Lee, qué suerte después de todo, porque aparecer en la saga galáctica sí que te garantiza la inmortalidad y una hornacina en la catedral. De hecho, ése es justamente el sueño de mi vida: aparecer de extra o de actor terciario en el universo expandido de George Lucas, formando parte de esa familia tan galáctica como entrañable.  




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Werner Herzog: un soñador radical

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Viendo el documental me dieron ganas de repasar la filmografía completa de Werner Herzog: sus imágenes son tan bellas, tan sugerentes, tan impregnadas de bendita locura o de locura desatada... Me dieron ganas de repasar, al menos, los hitos cinematográficos que aquí se subrayan, por artísticos o por singulares, porque después acudí a las páginas de la cinefilia y entre películas, documentales y proyectos muy personales hay como cien obras de don Werner para elegir. Y no hay vida para tanto. O sí la hay, pero con muchas cabras para ordeñar.

Tras las abluciones me fui a la cama, soñé algo relacionado con “Fitzcarraldo” y a la mañana siguiente, mientras hacía el café, una vaharada de cafeína me sacó del sueño y del ensueño. Recordé, estupefacto ante mi propio olvido, que una vez, en la juventud, me dio por acercarme a las películas de Werner Herzog y salí escaldado de la tentativa, como si hubiera asomado la jeta al cráter de un volcán tan fascinante como calenturiento. Recordé que von Werner, en efecto, es un creador de imágenes sin igual, muchas de ellas imborrables y ya patrimonio cultural de nuestra memoria, pero que luego, las películas, tiran más bien a infumables, atrapadas todas en un exceso mental o perdidas en una deriva de mareos. No hay nada redondo en ellas porque puede que a Werner Herzog, en realidad, le importen tres pimientos las redondeces.

Aún así, me dio por buscar “Fitzcarraldo” en las alforjas de la mula, y “Aguirre, la cólera de Dios”, y también “Nosferatu”, que aunque no salga en el documental yo sí la recuerdo con mucho cariño gracias al escote níveo y ubérrimo de Isabelle Adjani. Las encontré y las puse a cocer, pero no sé, la verdad, cuando las voy a revisar. De repente me ha entrado una pereza infinita, un arrepentimiento muy tonto. Caerán, pero no sé cuándo. Existen las compras compulsivas y también las descargas compulsivas. Casi estoy por hacerle el homenaje a Werner Herzog repasando la primera temporada de “The Mandalorian”. Solo por eso, por interpretar a un personaje de la galaxia muy lejana, Herzog ya tiene ganado el cielo y el soporte de la Fuerza. 




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Taylor Swift: La voz de una generación

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Juro, ante cualquiera que quiera creerme, que hace tres meses yo no sabía quién era Taylor Swift. Una cantante, sí, de las modernas que llenan estadios, pero nada más. Si me hubieran dicho que era una estrella británica surgida del Got Talent me lo hubiera creído sin dudar. Hace muchos años que no pongo las televisiones generalistas. Es un apagón informativo como de monje en Katmandú. Sólo sintonizo La 1 cuando comienza una guerra de las importantes o se celebra algún acontecimiento deportivo. Para algunas cosas es como si viviera en la caverna de Platón: sólo veo sombras, siluetas, nombres sueltos sin cuerpo.

Cuando supe que Taylor Swift iba a llenar dos estadios Bernabéus consecutivos -y que por tanto nos iba a dejar una pasta gansa para pagar las facturas del estadio y emprender más fichajes de relumbrón- me pudo la curiosidad y la busqué en internet. Y casi me caigo para atrás... Taylor es la anglosajona ideal, el fenotipo soñado. Es el maíz, y el yogur desnatado, y la hamburguesa, y la Coca-Cola, y el pavo trinchado, y el puré de patatas servido con los guisantes, todo ello desmenuzado en aminoácidos esenciales y vuelto a reconstruir como en un milagro de la carne. No voy a hacer anatomía chacinera con Mrs. Taylor porque estoy perdidamente enamorado. Pero soy uno más en la cola, ay, y con escasas posibilidades. Taylor es la chica que siempre se acuesta con el quarterback del equipo universitario, y en eso, cachis la mar, la realidad se parecía dos huevos y medio a la ficción. 

Lo siguiente que hice -el segundo paso en nuestra platónica relación- fue buscar sus grijís en Spotify. Apenas me sonaba una canción: algo de los haters o no sé qué. Ya digo que vivo en la caverna de Platón. Un día, de paseo por el monte, me puse sus grijís en cadena y todos me sonaban igual. ¿Las letras?: incomprensibles. Como de ciencia-ficción. Es imposible que esta mujer llore por los hombres que la dejaron. ¿Qué puto majadero iba a dejar a una mujer como ésta? Porque además, según nos cuentan en el documental, Taylor es compositora, letrista, se lo guisa y se lo come. No es ningún producto artificial. Esa es mi niña.




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Bill Burr: Paper Tiger

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Hace años, cuando el señor Facebook todavía no había entrado en coma profundo, el amigo de una amiga me preguntó allí por la razón de que yo escribiera con tanto ahínco y obcecación, casi un post a diario. Antes de responderle me abrió su corazón y me confesó que él escribía para aportarle belleza al mundo y para hacer terapia del espíritu con sus palabras. El rollo habitual, vamos. El discurso canónico. El clásico autoengaño. Si al menos me hubiera dicho que escribía porque soñaba con la gloria y con los dineros... Porque yo eso lo entiendo.

Juro que iba a contarle una mentira que estuviese a la altura de su impostura –“escribo para entenderme mejor”, “para crear arte  con el pensamiento”, “para aportarle al mundo mi visión particular de las cosas”- pero decidí soltarle la cruda y la pura verdad: que yo sólo escribo para llamar la atención de las mujeres. Que al no ser guapo, ni rico, ni especialmente gracioso ni ocurrente, la escritura es mi último recurso para distinguirme un poco entre la multitud. Mi clavo ardiendo. Mi escritura -le expliqué- es el anzuelo que yo lanzo al río para que pique algún pez despistado. Le recalqué que si yo hubiera nacido con los ojos azules no habría escrito una puñetera palabra en mi vida. ¿Qué sentido tendría entonces este esfuerzo, esta desazón, esta comedura de tarro, si solo con entrar en el bareto las tías ya posarían en mí su mirada?

(El tipo, por supuesto, jamás me respondió. Al día siguiente me retiró su amistad y se disolvió para siempre en el mar de la literatura. Debió de pensar que yo le vacilaba. Ay, criatura mía...).

Cuento esto para explicar que he visto “Tiger Paper” y que no quiero meterme en demasiadas profundidades. Conocía a este cómico llamado Bill Burr por referencias impecables y me picaba mucho la curiosidad. Ahora ya me he rascado a gusto. Y joder, con el gachó... Y decíamos que Ricky Gervais se pasaba tres pueblos... Solo voy a decir que... no, mejor no digo nada. No quiero que los peces se asusten o me malinterpreten. Sólo una cosa: Bill Burr no ha votado a Irene Montero en las elecciones europeas de la semana pasada. Además no podría, porque él es norteamericano.





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Altsasu

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Me jode, y mucho, tener que simpatizar con los Indar Gorri mientras veo la serie “Altsasu”. Porque los Indar Gorri son esos desalmados que le tiraban botellas a Michel cuando lanzaba los corners en el viejo campo del Sadar. Ahora el Sadar se llama Reino de Navarra y los Indar Gorri, la verdad, se han vuelto un poco más civilizados. Se limitan a exhibir sus pancartas, sus ikurriñas, a cagarse en el Real Madrid y a cantar el “así, así...” y otros himnos que ellos creen muy antifascistas. Pues bueno: mientras la fuerza se les vaya por la boca vamos todos de puta madre. En los tiempos modernos, con la multicámara en los estadios y la abolición de la impunidad, ya ni al bestiajo más abertxale se le ocurre lanzar un mechero para romper la crisma de un stormtrooper vestido de blanco y reclutado en algún planeta lejano de la galaxia.

Pero mientras veo "Altsasu" no me queda otra. Puesto a elegir una de las dos versiones que aquí se confrontan*, yo me quedo con lo que cuentan los Indar Gorri ante el tribunal: que se toparon con los menetéricos -que iban fuera de servicio- en un bar nocturno, que empezaron a lanzarse las puyas consabidas y que alguien, con el acaloramiento, soltó un empujón para romper la barrera del sonido y dar lugar a una pelea trifulca que terminó con un tobillo roto de la autoridad. ¿Un acto terrorista? Vamos, anda... Yo entiendo que en ese momento, siendo un menetérico destinado en Nafarroa, se te pase de todo por la cabeza. ¿Pero un acto terrorista...? Corrían los tiempos de M. Rajoy en el gobierno y había que seguir dándole leña al mono. Los votantes así lo demandaban. Hoy en día, con el Perro en el gobierno, este abuso legal de los fiscales filofascistas seguramente no hubiera llegado a tanto. O sí...

* Confrontar, lo que se dice confrontar, tampoco... Los responsables de “Altasu” tienen muy clara cuál es su verdad y apuestan hasta la camisa por ella. Editorializan con la banda sonora y con los jetos de los actores, entrañables los euskaldunes y medio nazis los meseteños. Tampoco se me escapa que al final tuvo que haber una mala bestia que le partiera el tobillo al guardia civil. Fuenteovejuna, y tal, aunque sea literatura del invasor.




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Un día de juerga

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Mientras Chaplin rodaba “El chico” y se enredaba con sus perfeccionismos obsesivo-compulsivos, los jefazos de la “First National”, que era la compañía que distribuía sus películas, se impacientaban porque no tenían más mercancía que llevar a las pantallas. Chaplin era un negocio redondo y todo el mundo quería comprarse su chalet con piscina en Beverly Hills o en barrios aledaños. 

(Todo esto, por supuesto, acabo de leerlo en internet).

Chaplin, para cumplir los contratos firmados, rodó este cortometraje que apenas dura 20 minutos y que despachó en apenas una semana usando el mismo elenco de “El chico”: Edna Purviance para interpretar a la esposa y Jackie Coogan para hacer de uno de los chiquillos. Porque “Día de juerga” es un título equívoco que remite a un Charlot borracho o a un Charlot empalmado, la típica comedia del vagabundo rijoso que siembra el caos por California, cuando en realidad se trata de una historieta en la que no aparece ni el personaje Charlot. “Día de juerga” es puro mainstream familiar que podría estrenar perfectamente el Disney Channel si allí le dieran una oportunidad al blanco y negro y a sus mil grises intermedios.

Mientras veía a la familia Chaplin pasar su día de fiesta entre atascos de tráfico y mareos en el mar, yo pensaba en esas mujeres que tienen más o menos mi edad y que también buscan el amor en las redes sociales de Cupido y Asociados. Divorciadas que tuvieron sus críos cuando cumplieron 40 años, o incluso después, y que ahora, ya superados los 50, todavía los sacan a los parques y les aguantan las jatas y los caprichos de preadolescentes. Me admiran, pero al mismo tiempo las veo algo superadas. Me fatigo ante el espectáculo. Ya estoy más para abuelo que para padre. Mis “días de juerga” familiares quedan tan lejos que ya pertenecen a otra vida. Mi hijo es un adulto que ve conmigo los partidos del Madrid y analiza las circunstancias del juego como los comentaristas de la tele. Ya son, desde luego, unas juergas muy distintas a las de este cortometraje.





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Al sol

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En 1919, los empleados de la hostelería recibían patadas en el culo para que cumplieran con su trabajo. En algo hemos avanzado. Mil elecciones democráticas después, la lucha obrera alcanzó al menos uno de sus objetivos. El abuelo Karl sonríe satisfecho desde su tumba y yo estoy por sacar la bandera roja a pasear.

Hay un fulano en internet que se ha puesto a contar las patadas que recibe Charlot en el culo y le salen 22. Casi una por minuto de metraje. Insisto en que el empresario moderno, el emprendedor del siglo XXI, ya no trata así a sus empleados. Y solo por eso ya cree merecer un monumento en cada plaza y en cada centro comercial. Y sin embargo ahí están, vilipendiados por los rojos, y despreciados por la misma gente que vive gracias a ellos. Morder la mano que da de comer y todo eso.

Eso sí: Charlot, a pesar de ser un trabajador explotado en aras del turismo, vive en una habitación dentro del hotel que no está nada mal, dada su condición subalterna. Su apartamento tiene una cama, una cómoda y un pequeño baño para asearse. Es verdad que carece de una mesa decente para comer, pero como vive en el mismo hotel aprovecha las dependencias para freírse los huevos y prepararse los cafés. Su habitación, quiero decir, no es un zulo al estilo del siglo XXI anunciado en Idealista: ahora ya no recibes patadas en el culo como él, pero te vas dando coscorrones contra los techos y deshollándote los codos contra las paredes.

“Al sol” es un Chaplin venido a menos. Un desayuno muy proletario de café descafeinado y churros sin azúcar. Leo en internet que su rodaje le pilló en mitad de un divorcio y que además estaba en litigios con la empresa que distribuía sus películas. Chaplin, en eso, era como los futbolistas geniales que salen al césped desganados porque discutieron con la top-model o porque no les pagan lo que quieren por llevar las botas de tal marca. En “Al sol” apenas hay un ramillete de detalles, de ocurrencias que queden para el recuerdo. Un pase filtrado y un control espectacular. Poco más. La ley del mínimo esfuerzo. 




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Armas al hombro

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A Chaplin, en 1914, siendo británico y en edad de merecer, le llovieron las críticas por no alistarse en el ejército en la I Guerra Mundial. Mientras sus compañeros de quinta caían como moscas en las trincheras de Francia, él rodaba sus películas para la Keystone o para la Essanay entre los naranjales de Hollywood. Interpelado por los periodistas, Chaplin adujo compromisos contractuales y añadió: “Soy más útil para mi país rodando películas que arrancan carcajadas y levantan la moral”. 

(No voy a ser yo quien denuncie el cinismo o el oportunismo de tales palabras porque hubiera hecho exactamente lo mismo. ¿Ir a pegar tiros para defender los privilegios de la infanta Leonor o las inversiones en Moldavia del Banco Sabadell?).

Sin embargo, en 1917, cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra europea, Chaplin ya no pudo escaquearse. No alistarse suponía traicionar a dos países a la vez, el natural y el de adopción, así que hizo de tripas corazón y se presentó en las oficinas de reclutamiento. Cuentan que al verle tan canijo y tan poquita cosa, los médicos del ejército se echaron unas carcajadas y le devolvieron a Hollywood con unas palmaditas en la espalda. “Hala, don Charles, a rodar comedias, que buena falta nos hacen, y a triscar con las actrices,..”

Y así, a medio camino entre el alivio y la frustración, Chaplin decidió rodar un largometraje sobre la Gran Guerra que luego, por aquello de los productores y de sus manías de perfeccionista, se quedó en este cortometraje titulado “Armas al hombro”. Te ríes mucho porque hay ocurrencias geniales, pura mitomanía de Charlot, pero también se te hiela la sonrisa cuando recuerdas que en la Gran Guerra combatió su doppelganger nacido en Austria, otro canijo moreno que llevaba el mismo bigotito ridiculón. 

Noventa años después de todo esto, Quentin Tarantino rodó una fantasía bélica en la que Adolf Hitler moría antes de tiempo achicharrado en un cine. Pero esto de “Malditos Bastardos” ya lo había inventado Chaplin en “Armas al hombro” haciendo prisionero al káiser de sombrero puntiagudo. Al final era un sueño, sí, pero los sueños cine son, como cantaba Luis Eduardo Aute. 





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Vida de perro

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Yo, con los perretes, soy igual que Isabel I de Inglaterra: si sale uno en la función, ¡obra maestra! Las obras de Shakespeare las podría haber escrito Perico de los Palotes y a ella le hubiera dado lo mismo. Lo importante eran los perretes y sus gracietas. Creo que es la única monarca de la historia a la que respeto de verdad. Bueno, a ella, y a Letizia Ortiz, pero por otras razones más inconfesables. 

Recuerdo que al padre de un amigo mío le pasaba lo mismo con los caballos: si salía uno cabalgando por las praderas de Wyoming para él ya no había discusión: la película era cojonuda. Cualquier western de serie B le parecía mejor que “Ciudadano Kane” o que “Casablanca”, que no eran más que mariconadas con  llantos y  amoríos. Cine para mujeres y para hombres a medio cocinar.

En mi cinefilia, si el perrete no tiene pedigrí y además se comporta como un vivales de los callejones, pues mira: un clásico de la historia del cine. “Scraps”, el perrete de Charlot en "Vida de perro", se parece un huevo a mi Eddie, que dormía a mi lado en el sofá, y eso, quieras o no, crea un vínculo instantáneo con los personajes. Scraps y Eddie son bicolores e inquietos, muy atrevidos cuando no conviene y muy tímidos cuando la situación no lo requiere. Unos tontuelos entrañables... Yo, por mi parte, no soy un vagabundo de lo económico, pero sí un poco trashumante de lo romántico, y eso, la verdad, es un poco la antítesis del personaje de Charlot, que con sus bolsillos vacíos y su peste de varios días sin duchar siempre se camela a la guapa de la película. 

“Vida de perro”, en los tiempos modernos, no hubiera pasado el filtro de la ley Mordaza porque Charlot patea el culo de varios policías de barrio que lo vigilaban. Los maderos de entonces, como los de ahora, siempre están más preocupados en perseguir al pobre que en encarcelar a los causantes de la pobreza. Ya decía  el personaje de Jennifer Jason Leigh en “Fargo” que los agentes de la ley están para defender los muros de la clase dominante y no para otros menesteres que casi rayan con la subversión y con el comunismo. 




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Larry David. Temporada 6

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Es verdad que hay episodios de “Larry David” que lo fían todo a unas casualidades prácticamente inverosímiles. A encuentros con Fulano o a tropezones con Mengana que tienen una probabilidad ínfima de suceder. Si Larry David viviera en La Pedanía sería todo más verosímil. De hecho, estas cosas a veces pasan por aquí... Pero él vive en Los Ángeles, que tiene como cuatro millones y pico de habitantes, y sin embargo, en la serie, parece un vecindario de aldea donde todo el mundo coincide con todo quisqui en los restaurantes o en las colas de las lavanderías.

También es verdad que hay algunos episodios mal rematados, que terminan porque el reloj de la HBO marca 29 minutos y ya es hora de ir cerrando el chiringuito. A veces se nota mucho que los diálogos se improvisan: aunque el actor o la actriz sepan de qué va la vaina de la trama, no encuentran las palabras justas para arrancar y se produce un silencio que ellos rompen con sonrisas de amiguetes. A veces se atrancan en la misma línea de diálogo y se producen conversaciones como de besugos de cómics de Bruguera, del estilo: 

- Tienes que salir de casa, tío.

- Sí, lo haré.

- Salir de casa es la decisión correcta, colega.

- Estoy decidido: sí.

- Vamos, Larry, tienes que salir de casa.

Quiero decir que “Larry David” no es una serie perfecta. No es un diamante sin defectos. En realidad ninguna serie lo es. “Seinfeld” tenía episodios para olvidar, “Los Soprano” concedía mucho tiempo a los secundarios, “The Wire” tenía una temporada que se podrían haber ahorrado y “Breaking Bad”... bueno, algo malo también tendría "Breaking Bad". Incluso “Mad Men” se cargó a January Jones convirtiéndola en una arpía con 20 kilos de sobrepeso y mil maldades en la cabeza. 

Las mejores series de nuestra vida lo son porque hacemos un balance general, porque nos llegan al alma, porque hablan de nosotros mismos o de alguien que nos gustaría ser en un mundo ideal. Porque ratifican una filosofía personal y nos las creemos a pesar de las incongruencias y los vaivenes. Porque siendo disparatadas poseen un poso de verdad que es casi como una revelación divina, amén de ser un puro descojone.




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Yo capitán

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Para desempeñar los trabajos que los europeos ya no queremos desempeñar -eso que los fascistas llaman “robarnos el empleo”- los subsaharianos, que como su mismo nombre indica viven por debajo del desierto del Sáhara según la orientación eurocentrista de los mapas- tienen que atravesar dicho desierto y luego el mar Mediterráneo para desembarcar en nuestras playas y exigir ser tratados como señoritos. Es decir: nada de pelotas de goma en la jeta y asistencia sanitaria a los enfermos. Unos caraduras.

Para venir a restregar grasa, limpiar culos, fregar platos y barrer las calles (y eso cuando hay suerte), los subsaharianos -que yo me empeño todo el rato en describir como “sudsaharianos” a pesar de lo que recomienda la Fundéu- tienen que atravesar no sólo el gran desierto y el ancho mar, sino vérselas también con muchos hijos de puta que les sangran el dinero o se lo roban directamente. En el Sáhara, por lo visto, aprovechando que no hay leyes promulgadas por los rojos, el empresariado se ha quitado las caretas y dispone a su antojo de las haciendas y de las vidas. La Escuela de Chicago en la Universidad Desértica de Las Arenas...

El touroperador que se encarga de organizar estos viajes desde Senegal hasta las costas de Sicilia no tiene oficina de reclamaciones ni ofrece un servicio de acompañamiento diplomado. Nada de resorts en los oasis ni de camellos engalanados. No hay todoterrenos último modelo ni servicio de ferry para cruzar el Mediterráneo. El viaje se hace en autobuses destartalados y en zapatillas deportivas. No se espera por nadie. Maricón el último, que dirían los barones del PP. Y las baronesas. Y luego, llegados a la orilla del mar, después de haber pasado las de Caín, todos a la mar y a rezar al dios Poseidón a bordo de un barco que tiene más planchas con herrumbre que planchas sin herrumbrar. 

Para venir a quitarnos el pan y a colapsar las citas en la Seguridad Social, esta gente arriesga su vida como no lo haríamos ningunos de nosotros si algún día, los dioses no lo quieran, tuviéramos que coger la maleta para regresar a Cuba, o a Alemania, donde vivía Pepe el de la otra película. 





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Codón es un máquina

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Ya no recuerdo cómo conocí a estos dos tipos tan peculiares. A estos dos merluzos que parecen sacados de un cómic de Bruguera. Porque Paco Fox y Ángel Codón, cuando se ponen en plan caricatura para reírse de las beatas y de los idiotas, podrían ser dos vecinos cinéfilos en el número 13 de la Rúe del Percebe.

Llevo cuatro años escuchándoles en sus podcasts del underground -"Tiempo de Culto" y "Foxverso"- y me parto el culo de la risa. Y aprendo cosas de cinéfilo ramplón. Y rescato, gracias a ellos, películas olvidadas o que en su día desdeñé. No siempre estoy de acuerdo con sus opiniones, pero eso le añade más salsa a la relación. Ellos, y sus adláteres del micrófono, que también son unos frikis del copón, me hacen compañía cuando paseo por el monte o me acerco a la Gran Ciudad a cumplir con las burocracias. Fox y Codón son, además, unos rojos de campeonato, y se ciscan en la corrección política, y si tienen que cagarse en Isabel Natividad -por poner un ejemplo- pues se bajan los calzoncillos y se defecan. Fortuna y gloria, que dijo el doctor Jones. 

Pero no recuerdo, ya digo, como di con ellos en la selva de los podcasts. Los podcasts tejen una red de interconexiones que hace imposible recordar quién me los mencionó por primera vez, quién me los recomendó justo ahora que Pumares ya andaba moribundo –y de hecho se nos murió, el pobre- y que el otro Carlos, el Boyero, amenaza cualquier día con desaparecer. Justo cuando me iba a quedar huérfano de críticos cáusticos y sinvergonzones aparecieron Hernández y Fernández y me adoptaron.

(“Codón es un máquina” es una broma, una boutade, una gansada. Fox y Codón son como Jesús Puente y Adolfo Marsillach en “Sesión continua”: dos entusiastas del cine que hablan todo el rato de cómo hacer una película, de cómo venderla, de cómo disfrutar viendo otras películas... Es pasión por el cine pero en plan cutre, gilipollesco adrede, haciendo guiños a la audiencia que los persigue. Codón y Fox se ríen de sí mismos y de paso nos reímos los demás. Es imposible recomendársela a los gentiles. No iban a entender nada. Es un universo autorreferencial. Misterios para iniciados). 





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Dune: Parte Dos

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Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

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“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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