La herida
Gente en sitios
🌟🌟🌟🌟
Gente en sitios... Eso es lo que somos: gente en sitios. Y poco más. El título vale para esta película y también para todas las demás. Incluso para la vida real, que también es gente en sitios. Hace un rato yo era gente que estaba en su sitio viendo la película. Y así todo.
Es un resumen de la vida en tres palabras misteriosas: gente en sitios... El devenir de los humanos y la madeja de los destinos. Está todo ahí. Y también la nada. La nada que somos. Despojada de adjetivos y de palabrerías, la vida es tan simple como eso: gente en sitios. Si prescindimos de la literatura y del arrebato, solo somos gente que pulula y luego descansa. O gentuza. Gente que nace y mata, que construye y destruye, que folla los sábados por la noche o reza los domingos por la mañana. Gente en sitios, públicos o privados, haciendo cosas o jodiendo la marrana. Produciendo o molestando. Desproduciendo.
Qué será, dentro de nada, esta pesada Navidad que ya se anuncia en los supermercados, sino gente en sitios, aunque casi toda desubicada y fuera de lugar, en casa de mamá o en casa del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede darse la razón y poner los cojones encima de su mesa.
Gente en sitios... Es una idea enigmática, pura, casi oriental. Un haiku uni-versal de los japoneses
“Gente en sitios”, la película, es una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. Como espectador a veces sonríes y a veces te rascas la cabeza, desubicado. Es difícil saber qué pretendía Juan Cavestany con esta sucesión de surrealismos chanantes. Pero te queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpido e impredecible de la gente. Un desasosiego. Hay algo muy turbio en “Gente en sitios”. Una misantropía soterrada. Una advertencia del peligro que nos acecha en cada esquina. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaban los Golpes Bajos.
Borgen: Reino, poder y gloria
🌟🌟🌟🌟
Algo huele a podrido en Dinamarca. Y esta vez no son
los cadáveres de Hamlet. Ni siquiera las aguas residuales del puerto de
Copenhague, porque allí las depuran cuatro veces al día y pueden comerse huevos
fritos sobre las olas. Lo que huele mal, como en casi todos los sitios, es el
mundo de los políticos y los periodistas, que diez años después de
"Borgen" ya se parece demasiado al trapicheo de los bárbaros
mediterráneos. Y si en Dinamarca huele a podrido, es que aquí estamos de mierda
hasta las cejas cuando pensábamos que simplemente chapoteábamos con los pies.
Nos quedaba una heroína de la honradez, Birgitte
Nyborg, que en esta cuarta temporada aparece en el gobierno danés
como ministra de Asuntos Exteriores. Pero la mirada de Birgitte ya no es la misma. Ni
siquiera su sonrisa. Algo ha cambiado en ella y no ha sido para bien. Birgitte
tiene ahora 53 años y vive sola en su casa de Copenhague. Sus dos polluelos
volaron del nido y su exmarido sexy ya no amenaza con regresar. Y los amantes
casuales, a su edad, ya serían más bien un lastre que una solución de
convivencia. A partir de cierta edad ya no hay polvo comparable a dormir ocho
horas seguidas en una cama sin compartir.
Pero Birgitte, curiosamente, en la flor otoñal de su
vida, está muy lejos de alcanzar la paz del espíritu. Ahora que todo le sonríe
de pronto se ha vuelto mezquina y retorcida. Birgitte ha caído en el lado
oscuro de la Fuerza, que también tiene sucursales en Dinamarca. Si antes le
importaba el bien común -esa especie protegida que sólo vive en latitudes muy
próximas al Polo Norte- Birgitte ahora sólo mira por el bien de su carrera
política. Birgitte se ha vuelto... española, o italiana, y sería capaz de vender
a su madre para que no la quiten de su puesto.
Anonadados por la sorpresa, los espectadores
tardaremos varios episodios en comprender que Birgitte no se ha vuelto mala del
todo y que todavía hay lugar para la esperanza. Sucedía, simplemente, que se
aburría mucho en casa.Ya lo dijo el poeta Heine: todos los males del mundo
empiezan porque la gente no sabe entretenerse dentro de su hogar.
La última reina
🌟🌟🌟
Mi alma de bolchevique me impide sentir lástima por Catalina Parr. O sólo la justa, en un par de escenas tremebundas. Si Enrique VIII era un monarca sanguinario, Catalina era una chupóptera del pueblo. Una garrapata instalada en el lujo de la corte. Otra hija de puta despreciable.
Hay muchas formas de matar cuando ostentas el poder y acaparas la riqueza. Si Enrique VIII era una mala bestia que ordenaba ejecutar a quien ya no le servía para procrear varones o sentirse seguro en sus batallas, Catalina Parr jamás despreció un buen matrimonio para seguir viviendo como una marquesa -o como una reina- a costa del sufrimiento del populacho. No creo que le importara mucho que sus vasallos murieran de inanición mientras ella lucía sus trajes de seda y sus bordados de fantasía.
Los asesinatos de Enrique VIII eran desde luego más salvajes y sanguinarios, de esos que salen muy subrayados en los libros de los historiadores. En cambio, los asesinatos de sus cortesanos, que pocas veces se mancharon con la sangre de sus víctimas, permanecen en la bruma misteriosa de los crímenes jamás resueltos por la policía.
Por ahí me falla la finalidad última de “La última reina”, que es una versión muy libre y muy feminista de lo que sucedía en aquella corte del asesino sin escrúpulos. Catalina Parr, lejos de ser una mujer engañada, ya era una viuda muy rica cuando se casó con Enrique VIII. Y ser rica en aquellos tiempos era casi peor que ser rica en el siglo XXI. La riqueza de ahora no mata tanto como antes. Conlleva, eso sí, que alguien más pobre que tú va a tardar meses en tratarse un tumor o va a tener que comer mierda de supermercado para llegar a fin de mes. Es un matar ladino y silencioso.
En el siglo XVI, en cambio, vivir en un castillo rodeada de lacayas y de lameculos implicaba que un poco más allá, en los arrabales, la gente conociera la miseria verdadera que nosotros no podemos ni imaginar: todo suciedad, y muerte prematura, y dolor sin anestesia, y sopas de piedras y cardos para llenarse la barriga.
Presence
🌟🌟🌟
En esta casa donde yo vivo no hay ningún fantasma. Y si lo hay, es uno la mar de silencioso. Uno que quizá en vida se educó en un colegio de pago y luego se dedicó a una profesión intelectual y meditabunda. En eso he tenido mucha suerte. Y él conmigo creo que también. Porque yo no pongo la música alta ni me levanto a las cinco de la mañana -de momento- a quejarme del insomnio y ponerme un colacao. Yo sé que él también agradece que le haya tocado un ser humano como yo. Lo nuestro, de haberlo, es una convivencia ejemplar entre compañeros de piso que proceden uno de la realidad y otro de la ficción. O de la locura.
Mi fantasma es un primor de conviviente que no tira cosas al suelo ni ulula amenazas en las madrugadas. Tampoco me enciende y me apaga las luces cuando se aburre de pasear. Si yo estoy a lo mío -al fútbol, a la lectura, al trajín por la cocina- él está a lo suyo, a sus cosas de fantasma: flotar por el pasillo, mirar por las ventanas, dejar pasar los días hasta que reabran por fin la autopista A-77 del Más Allá.
Antes de poner dobles ventanas yo aún vivía con la duda del fantasma. El tráfico creciente de La Pedanía quizá enmascaraba sus quejidos o sus susurros. Pero desde que se ha hecho el silencio en las habitaciones -salvo cuando pasa un lugareño con el tractor, o un hijo de puta con la moto- ya tengo por seguro que mi fantasma no existe o existe en otra dimensión.
En “Presence”, sin embargo, porque esto es una película de terror, el fantasma es un ente que no para de dar p’ol culo a los habitantes de la casa. A los miembros de la familia Ghost les molesta mucho que el fantasma les mueva los libros de la estantería o les susurre distorsiones al oído, pero no parece importarles haber pagado un millón de dólares por vivir justo al borde de la carretera por donde transitan los camiones que van a Canadá. Yo, en su caso, me preocuparía más de las ventanas que de los ectoplasmas. Quizá el fantasma sólo les está diciendo que llamen a un cristalero y que pongan fin a los motores en la madrugada.
Misión imposible: Sentencia final
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Siempre hay un momento en las películas de “Misión imposible” en el que me pregunto: ¿y todo esto para qué? Es la mar de entretenido pero no sirve para nada. La humanidad se va a ir al carajo tarde o temprano. Es cuestión de años. De unos pocos siglos a lo sumo. Casi todas las novelas de ciencia-ficción se desarrollaban en futuros milenarios y cada vez nos parecen más utópicas e inocentes. Todas las misiones imposibles de Ethan Hunt no son más que una lucha desesperada contra el destino. Tanta pasión para nada. Tanta operación de jeta y tanta tabla de gimnasia para encarnar a un héroe del todo innecesario.
Cualquier día aparecerá el coronavirus definitivo o se estrellará un meteorito tan grande como Australia. Uno de estos veranos la temperatura se pondrá en 50º C a la sombra y ya no bajará de ahí hasta el día de Navidad. Se secarán las fuentes y nos quedaremos sin resuello. Las guerras por el petróleo serán una broma histórica comparadas con las guerras por el agua. Quizá, quién sabe, ya ha nacido el loco que un día apretará el botón nuclear jaleado por su pueblo. Y luego está la Inteligencia Artificial, claro, que aquí se llama “La Entidad” pero en las películas de Terminator ya era conocida como “Skynet”. Es una vieja conocida de la cinefilia.
Después de todo, ¿qué es la humanidad? Mi humanidad es el puñado de personas a las que quiero y me sobran dedos para contarlas. También está el puñado de las personas a las que admiro -que es mucho más numeroso y variopinto- pero todas ellas viven muy lejos, allá en Madrid o en California. O en Sebastopol. Ellos son los escritores, los artistas, los magos del balón... Les aprecio pero están a muchos grados de separación. Cuando leo sus muertes en el periódico me entristezco pero no lloro. No me joden el día.
Sin embargo, los animales que sufren o que mueren me enternecen el corazón. Los salvajes y los domésticos. Los que pertenecen a alguien y los que un día me pertenecieron. Ethan Hunt tiene la misión imposible de resucitarlos en una nueva entrega que ya nunca se rodará.
Misión Imposible: Sentencia Mortal
🌟🌟🌟🌟
A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza de tanto procesar información. Nuestro software bioquímico no alcanza ni de lejos las prestaciones de la dichosa Entidad de las narices.
En la pausa yo tomé un café solo y mi hijo uno con leche. Galletas para mí y nada para él. Tom Cruise es más que un actor cojonudo para las nuevas generaciones: también es un ejemplo de barriga plana y de actitud positiva ante la vida. Si le mencionas a mi hijo que el tío Tom se ha operado la jeta varias veces se mosquea un poquitín. Dice que son imperativos del guion; arreglos necesarios para que el personaje sea convincente y nos siga regalando películas como ésta.
Nada que objetar.
Para aclararnos con la película nos pusimos a hablar de los giros de la trama, pero luego se nos fue el oremus comentando detalles fisonómicos de Rebecca Ferguson y de Vanessa Kirby. Al final resultó que yo soy más de Rebecca y mi hijo más de Vanessa. De la protagonista principal no dijimos nada y la verdad es que no entiendo nuestro desdén de enamorados.
Nos dolía la cabeza, sí, pero no en plan mal, de vaya rollo de película, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Érase una vez dos sistemas recalentados. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprender. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón...
Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla. Está la CIA, el FMI -el otro FMI, idiota- el MI6, los rusos del submarino, una IA global desquiciada, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba cosas sin preguntar qué son o para qué valen. Todos mezclan verdades con mentiras y algunos se ponen máscaras de látex. Los hay, incluso, que cambian de bando de repente, y cuando ya crees que has retomado el hilo de la acción te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y ya se te va el oremus otra vez.
O a Vanessa Kirby, que tanto monta monta tanto.
Nathan for you. Temporada 1
🌟🌟🌟🌟
Nathan Fielder también pasó una vez por La Pedanía, aconsejando a los empresarios y a los políticos del lugar. Y dejó, como sucede en la serie de televisión, un par de ideas brillantes y varios negocios arruinados. Así nos luce el pelo desde entonces... Lo que pasa es que todo aquello sucedió en sus tiempos de prácticas en la Universidad del Descojono, así que no ha quedado plasmado en ningún episodio de “Nathan for you”. Pero nosotros lo recordamos.
Nathan ya era por entonces un emprendedor tan idiota como inteligente. Un tiro al aire. Nathan, como Alberto Chicote, es capaz de coger un negocio en ruinas y ponerlo a funcionar, pero también de asesorar a un fulano que ganaba mucho dinero y hundirlo totalmente en la miseria. Por eso “Nathan for you” es una serie de humor y no un documental pro-capitalista de esos que ponen en Discovery Max. Nathan alterna grandes ideas con ocurrencias propias de aquel tipo que asó la manteca en un libro de cocina..
En La Pedanía, por ejemplo, para fomentar el uso del transporte público, Nathan propuso que los autobuses fueran 100% ecológicos y viajaran pintados de amarillo en vez del naranja tradicional. Eso último nunca lo entendimos muy bien. Sea como sea, aquel dispendio dejó las arcas del ayuntamiento como aquellos baúles con telarañas que salían en Mortadelo y Filemón, así que ahora nos han suprimido varias rutas y ya no sabemos ni a qué hora pasan los escasos autobuses -flamantes, eso sí- que todavía sobreviven.
Sin embargo, para compensar el descenso de nuestra calidad de vida, Nathan resucitó uno de los pocos bares que ya nos quedaban en La Pedanía. Su medida fue tan simple como mal vista por nuestras vecinas feministas: poner a una tía buena a servir las mesas de la terraza. En apenas un par de semanas -lo justo para que se corriera la voz y la mirada- aquello reflotó y ya ni siquiera navega, sino que corta el mar y ya vuela, el velero bergantín.
Batman vuelve
🌟🌟🌟
Si me hubieran preguntado ayer mismo por el momento más erótico del cine de los años 90, hubiera respondido sin dudar que el descruce de piernas de Sharon Stone en “Instinto básico”. Otros, los más raritos, habrían mencionado, yo qué sé, una escena tórrida en una película perdida de Abbas Kiarostami, pero en provincias, donde el mainstream forma parte de nuestra cultura ancestral, el potorro jamás visto de Sharon Stone -porque nunca se vio en realidad y se jodieron muchos VHS tratando de capturarlo- ocupa el número 1 en el hit parade de nuestra indecencia.
O mejor dicho, ocupaba, porque hoy, viendo “Batman vuelve”, he recobrado el beso húmedo de Catwoman sobre el Batman derrotado y se ha encendido una bombilla de varios amperios donde hacía muchos días que no se registraba actividad eléctrica por culpa de la caló. Ha sido el primer brote verde del otoño. Michelle Pfeiffer enfundada en cuero negro ha fundido varios plomos de mi memoria desmemoriada. La recordaba, claro que sí, pero no así, y no para tanto.
Su felino personaje es lo más rescatable de una película que tiene pocas cosas que rescatar. ¿He dicho película? Más bien una astracanada tan alejada de los cómics que parece la adaptación grotesca de un cuento para niños. Batman ya no tiene ni la media hostia de la película original y Christopher Walken -que es un santo muy adorado por estas tierras- va haciendo un ridículo espantoso que luego le fue perdonado por nuestro Señor misericordioso.
El único personaje que iguala las prestaciones de Catwoman es el Pingüino. Hace poco vi la serie de Netflix y se me fue el gas de la risa cuando descubrí que era una parodia de nuestro Jesús Gil perdido por Gotham City. Pero este Pingüino al que da vida y mala baba Danny DeVito es otra cosa: es un personaje nauseabundo y entrañable. Un peluchín asqueroso. Un psicópata benefactor que tiene como objetivo político revertir el cambio climático para que empiece una gran glaciación como aquella de nuestra infancia. Es un cabronazo, sí, pero yo le votaría. “¡El hielo es la civilización!”, gritaba Harrison Ford en “La costa de los mosquitos”.
Batman
🌟🌟🌟🌟
Aún recuerdo la matraca que nos dieron con el “Batdance” de Prince para promocionar el “Batman” de Tim Burton. La canción de Prince sonaba a todas horas en “Los 40 Principales” de los chavales, pero yo nunca me cansaba de escucharla. A mí me gustaba la canción, o lo que fuera. Yo era tan rarito que llegué a comprar la banda sonora de la película meses antes del estreno. Mis amigos ya se habían pasado al rockabilly o al pop británico y me habían dejado muy solo con mis gustos frankenstenianos: un amasijo de órganos donde compartían sangre Prince y Javier Krahe, Supertramp y Golpes Bajos, Beethoven y Radio Futura, Ana Belén y su marido Víctor Manuel.
La sorpresa llegó cuando fuimos al cine y la canción de Prince no sonó por ningún lado. Sonaron otras, pero ésa no. Ni siquiera en los títulos de crédito finales, que yo me tragué por entero ante la impaciencia del acomodador. Porque aún había acomodadores por entonces en los cines de León, Estoy hablando de 1989, que fue aquel año del Cuaternario en el que cayó el Muro de Berlín, la Quinta del Buitre ganó su cuarta liga consecutiva y Kim Basinger cobró mil millones de dólares por hacer de mujer florero en esta gran superproducción. Supongo que una cosa fue por la otra: “Batdance” no sonó pero Kim Basinger salió más guapa que nunca. Entonces no sabíamos que esto se llama “cosificar” y que está muy mal visto dentro de la progresía.
Pero nosotros, en la penúltima inocencia de la infancia, no habíamos ido al cine a ver a Kim Basinger, sino a ver a Batman, que era nuestro ídolo nocturno de los cómics. Esperábamos ver un Batman como aquel que dibujaba Frank Miller y nos encontramos con un señor casi cuarentón que tenía entradas en el pelo y no tenía ni media hostia cuando se peleaba con los malotes. El Joker de Jack Nicholson se lo comía con patatas en todas las escenas. De hecho salía más y quedaba mucho más resultón.
Aquel Batman de Tim Burton fue como el primer beso o como el primer polvo: tan esperado como decepcionante. Yo le juré odio eterno a ese mequetrefe que lo encarnaba, pero luego, con el tiempo, nos hemos ido reconciliando.
Supermán II
🌟🌟🌟
1. Yo estoy con Carlo Padial -que a su modo es otro extraterrestre - cuando dijo que su adolescencia, prorrogada mucho más allá de lo conveniente, terminó justo el día que vio el documental sobre la desgracia y muerte de Christopher Reeve. Ya lo sabíamos, por supuesto, pero verlo en HBO Max fue algo así como un certificado de defunción. Los actores que vinieron después -decía Padial- no son más que unos mindundis para nada creíbles. Unos héroes de pacotilla que fingen haber nacido en el planeta Krypton o en sus cercanías.
La terrible certeza que conmocionó a Carlo Padial es que Supermán ya nunca más vendrá a rescatarnos cuando nos caigamos por las cataratas del Niágara o nos amenacen tres tarados venidos del espacio exterior. Estamos definitivamente solos. Es -ahora ya sí- el tiempo de la adultez.
2. La historia romántica que anima ”Supermán II” no se entiende demasiado bien. ¿Por qué Supermán necesita despojarse de sus poderes para acostarse con Lois Lane? ¿Es por aquello que decían en una película guarra cuyo título ahora no recuerdo: que el esperma de Supermán, eyaculado con la superfuerza de sus contracciones, rasgaría cualquier tejido orgánico dispuesto a recibirlo?
3. “Supermán II”, con su argumento tontorrón, ya nos estaba contando lo que iba a pasar cuarenta y tantos años después con la DANA de Valencia: mientras el mundo entra en caos geológico y se suceden las muertes y las desgracias, el responsable de prevenirlas -en este caso el propio Supermán- se encuentra desaparecido durante las horas más críticas perdido en otros gozosos menesteres.
4. Recuerdo que de niño tuve muchas pesadillas con la Zona Fantasma: ese romboide como de plexiglás donde viven apresados los tres malvados del planeta Krypton. A veces me despertaba con el recuerdo de una claustrofobia insoportable, encerrado en aquella prisión y vagando por el espacio como castigo a mis pecadillos inocentes. Pecadillos de niño normal, del mainstream de los chavales, en el planeta de León.
Superman
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No había vuelto a ver “Supermán” desde que mi hijo era chiquitín y se la puse para iniciarle en los mitos peliculeros. Veinte años después él se habría descojonado con este producto analógico que solo divierte a los carrozas sin princesa.
Viendo otra vez “Supermán”– porque no es una gran película, pero forma parte de mi educación sentimental- también recordé estas cosas:
- Mi boca abierta y mis ojos como ensaladeras. Mis pies de siete años -que no todavía de siete leguas- colgando de una butaca del cine Pasaje la primera vez que Supermán echó a volar con esa fanfarria de John Williams que todavía me pone los pelos -ya canos, ay- de punta.
- Mi amigo del barrio, el muy jeta, que siempre se pedía Supermán en nuestras aventuras callejeras porque era mayor que yo y me relegaba un día sí y otro también a ser Batman, un superhéroe terrenal que peleaba con gadgets y mierdas que podían fallar en cualquier momento.
- Lex Luthor, el malo por antonomasia, que después de todo no era más que un especulador inmobiliario. No un lunático, ni un fanático, ni siquiera un loco como el Joker que sólo quiere ver el mundo arder. No: un simple especulador como estos de nuestra patria. Un personaje que podría haber sido el dueño de las grúas en la novela "Crematorio"
- Recordé también a Jerry Seinfeld en el “Monk’s Café”, explicándole a George Costanza que si Supermán es superfuerte y superrápido, no había ninguna razón biológica para que no sea también supergracioso. ¿Por qué -insistía Jerry, ante la negación tozuda de su amigo- esa parte de su cerebro no tendría que verse afectada por el sol de la Tierra?
- Recordé a Carlos Pumares en la madrugada de Antena 3 radio, riéndose de “Supermán” porque no acababa de entender que Clark Kent llevara siempre puesto el esquijama. ¿Pero es que los poderes dependen del esquijama o qué?- se quejaba Pumares con su inquina habitual-. ¿No puede volar desnudo? ¿No puede dejar el traje en una mochila y cambiarse a hipervelocidad? ¿Y si un día le da un vahído y le aflojan el primer botón de la camisa y descubren quién es?
El fin de la comedia. Temporada 1
Up in the air
🌟🌟🌟🌟
El personaje de George Clooney vivía tan feliz -up in the air, y down on the earth- hasta que el demonio del amor se instaló en su corazón. El romanticismo es un virus incorpóreo que altera la función hepática y el latido del corazón. Basta que un contagiado te susurre palabras al oído para caer enfermo y coger una fiebre de campeonato.
El amor, según san Heriberto de Antioquía, se inventó para que los feos tuvieran una oportunidad de reproducirse. Y George Clooney vive en las antípodas de la fealdad. El amor, según aquel padre de la Iglesia, es una ficción literaria que establece un contrato vinculante entre los desheredados. Un seguro de vida para las inclemencias del tiempo y para las travesías en el desierto... Para los demás, para los que recibieron el don divino de la belleza, sólo existe el sexo libre y armonioso. Los hombres como George Clooney -en el siglo IV de san Heriberto, y también en el siglo XXI de los vuelos oceánicos- no tienen por qué conocer el lado amargo de las relaciones. Ellos pueden elegir y eligen siempre la belleza y la sonrisa. Los días buenos y los perfiles luminosos.
Yo, desde mi sofá, viendo “Up in the air”, le gritaba a George Clooney que no le hiciera caso a esa hermana que le estaba metiendo el demonio a través de los oídos. La carga viral apenas necesita un par de rapapolvos para anidar en el tímpano y reproducirse a velocidades inauditas: que si eres un egoísta, que si tienes miedo al compromiso, que si vas a morirte solo y bla, bla, bla...
En otras circunstancias, George Clooney hubiera sonreído con ese cinismo suyo tan particular, pero en “Up in the air” él está al borde de la crisis de los 40 -tiene 50, pero los guapos pasan estas crisis con diez años de retraso- y le han pillado con las defensas muy bajas porque vive colgado de una compañera que es la correspondencia exacta de su sex-appeal. En el fondo yo le entiendo: cuando una mujer como Vera Farmiga te sigue el rollo es muy fácil desear que ese rollo dure para siempre.
Juno
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La madurez no se adquiere con el tiempo. O viene de serie o ya no viene. Ni se puede sintetizar en los ribosomas ni se puede adquirir en la farmacia de la esquina. La madurez tiene que ver más con el ADN que con las experiencias. De hecho, todo tiene que ver más con el ADN que con las experiencias...
Juno, por ejemplo, con solo dieciséis años, demuestra ser más madura que muchos adultos que la rodean. Una vez soltada la bomba de su embarazo, conocerá a gente comprensiva y dialogante, pero también a varios hombres superados y a unas cuantas mujeres gilipollas. Y viceversa. Juno es una irresponsable que no tomó medidas anticonceptivas en el momento de la fiesta, pero luego, si hablamos de enfrentar el destino con responsabilidad, no hay muchos que la ganen en ese villorrio americano donde la vida transcurre a una velocidad muy confortable.
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Recuerdo que en los maristas de León jamás nos dieron una charla sobre educación sexual. Hablar de sexo era pecado y además no hacía ninguna falta. El riesgo de dejar embarazada a una alumna era exactamente del 0% porque no había alumnas en nuestra cárcel de la cristiandad. Nuestro experimento pedagógico fue el último coletazo del medievo.
En nuestra grey sólo había un par de elegidos para la gloria que tenían novia desde los catorce años, allá extramuros, y que iban pasando trabajosamente de las palabras a los hechos. Conquistando el sexo milímetro a milímetro. Dos héroes, sí, dos referentes, a los que teníamos más admiración que envidia cochina. Los demás llevábamos en la frente la marca de Jesucristo. Éramos medio bobos y además lo parecíamos. Ninguna chica de los institutos circundantes hubiera querido tocarnos el cilindrín. Y mucho menos introducírselo en la vagina aunque solo fuera por curiosidad, como hizo Juno con su novio. Fue entonces cuando los chulos y los imbéciles nos cogieron la delantera y ya jamás les hemos alcanzado.
Gracias por fumar
El candidato
Tierra de mafiosos
🌟🌟
Los Soprano, como los Corleone, son unos profesionales que sólo sacan la pipa cuando no queda otro remedio. Son unos psicópatas, sí, pero unos psicópatas con raciocinio. Lo primero que aprenden en las calles es que el aleteo de una bala en Nueva York puede provocar un terremoto en el prostíbulo más exclusivo de Las Vegas. Ellos evitan las muertes gratuitas o excesivas para que el equilibrio inestable no se vuelva tormenta devastadora.
Los Harrigan, en cambio, o los Stevenson, que son los clanes enfrentados en "Tierra de mafiosos", son dos familias cuyos miembros lo mismo entran y salen de la cárcel que entran y salen del frenopático. Están locos de atar. A lo que más se parece “Tierra de mafiosos” es a un tebeo de Mortadelo y Filemón. O a un episodio animado de los Looney Tunes. Aqui todo el mundo es como Bigotes Sam, el pistolero loco que la emprendía a tiros con el primero que le miraba de soslayo.
- Me cargué a ese fulano –y luego me comí sus ojos y le puse la polla sobre la cabeza- porque se llamaba Michael y a mí los Michael siempre me han dado mala suerte en los negocios.
Me lo invento, sí, pero en “Tierra de mafiosos” es todo un poco así. A lo Tarantino, pero mal. Bochornoso. Pierce Brosnan no para de hacer el ridículo y Helen Mirren -que va de gran dama del cine y lo subraya imponiendo su nombre durante muchos segundos en los títulos de crédito- está tan pasada de rosca que casi mueve más a la risa que a la tensión.
Todos los personajes de “Tierra de mafiosos” son morralla moral. No hay ninguno que te dé pena cuando muere ejecutado. Lo mismo los psicópatas vengativos que sus esposas enamoradas. Sicarios zumbados y putas amorales: en “Tierra de mafiosos” no hay cabida para ninguna flor de la primavera.
Además, cada generación de los Harrigan y los Stevenson parece más perturbada que las anteriores, así que ya amenazan con el estreno de una segunda temporada. Conmigo que no cuenten. Estoy cansado de perder el tiempo con estas series de "tíos con cojones” que recomienda Arturo Pérez Reverte en la fachosfera.
Bodegón con fantasmas
🌟🌟🌟
El fantasma más interesante de la película apenas sale unos segundos. Es un ectoplasma desperdiciado. Los demás no tienen gracia o se dedican a dar po’l culo con afanes tontorrones: escapar del limbo, o rematar una manualidad que dejaron sin terminar. O anhelos muy del mainstream, muy del agrado de los suscriptores urbanos, como el de ese señor que siempre se sintió mujer bajo la boina y ahora se aparece ante su hija para que le cambie el nombre de la lápida y le ponga Bernarda en vez de Romualdo.
El fantasma que yo digo es un paisano que se ha levantado de su tumba para decirle a su hijo que el vecino de finca está moviendo las lindes y comiéndole el terreno. Me troncho con él. Es igualito que el 90% de mis vecinos de La Pedanía. Hay mil motivos para pasear el ectoplasma por el mundo, desde los más sublimes hasta los más retorcidos, pero este hombre del agro eligió el que aquí hace furor desde tiempos inmemoriales.
Hay quien resucitaría un día al año sólo para navegar en la Flotilla de la Libertad y echar una mano -aunque sea incorpórea- a los refugiados de la barbarie. Yo, en cambio, haría un poco lo que dejó escrito Luis Buñuel en sus memorias: me levantaría la noche en que se proclama el campeón de la Champions para satisfacer mi curiosidad y ya de paso echar una ojeada a los periódicos. No me interesaría por mis allegados -que a fin de cuentas irían muriendo y desapareciendo- sino por la marcha general del mundo.
Pero aquí, en La Pedanía, aislados de los demás valles noticiables, la gente está a lo suyo incluso cuando se muere: al viñedo, a la huerta, al campo de las vacas. Más allá todo es ruido o son cosas de Madrid. Cuando están vivos les coges un higo de la higuera al pasar por el camino y te asesinan con la mirada aunque haya otros doscientos estampados contra el suelo. Lo suyo es lo suyo y lo defienden con uñas y dientes, cuando los tienen. Y cuando no, se levantan a supervisar las haciendas bajo una sábana a la que practican dos agujeros.
Diamantes en bruto
Prince of Broadway
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Estoy casi seguro -al 99’99 %, porque más es imposible- que no tengo un hijo mío perdido por ahí. Un vástago desconocido que lleve el apellido Rodríguez entretejido en sus cromosomas. Entre las medidas drásticas y las travesías por el desierto, duermo bastante tranquilo en ese sentido. Por las mañanas, como todo hijo de vecino, me levanto esperando una desgracia del destino, pero jamás he temido que aparezca una mujer en la puerta para dejarme en custodia el fruto desconocido de un amor. Sería una sorpresa de la hostia. Un alumbramiento tan improbable que hasta podría compararse con el nacimiento de Jesús. Una cosa entre milagrosa y alienígena. Bíblica. El hito primigenio de una nueva religión.
Lucky, en cambio, el hermano negro que trabaja en Broadway trapicheando con zapatillas de contrabando y copias ilegales de bolsos de Prada, es un pichabrava con mucho éxito entre las mujeres, lo que eleva el riesgo de crear vida humana de manera involuntaria. Parece mentira, la verdad, en estos tiempos tan alejados de los curas y tan informados de los métodos, pero siempre hay imperfecciones de la materia y momentos de pura irreflexión. Y quizá, sólo quizá, intervenciones malignas del Diablo.
Si echas un polvo de Pascuas a Ramos el riesgo se reduce a un cero con escuálidos decimales, pero si eres el príncipe de Broadway al que pocas princesas deniegan la intimidad de sus dormitorios, entonces no hay que clamar al cielo cuando te dejan el pastel con una bolsa de potitos y cuatro pañales desparramados. Es el karma de los grandes folladores: se lo pasan en grande, pero corren ese peligro desconocido para otros.
Y aun así, los hambrientos, y los desheredados, nos cambiaríamos por ellos sin dudarlo ni un segundo.
Sirat
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La música electrónica es perjudicial para la salud. Quizá ése sea, después de todo, el mensaje muy poco esotérico de la película. El evangelio de andar por casa que se esconde entre las energías telúricas y las metáforas redentoras. Quizá los críticos y los adeptos han sobreinterpretado a Oliver Laxe. Quizá -aunque ciertamente se le parezca, por el flipe sideral, por el aspecto de dios buenorro- Oliver Laxe no sea la segunda reencarnación de Jesucristo.
Aparte de quedarte sordo, en “Sirat” se nos advierte que la música electrónica puede dejarte tocado de la cabeza, e incluso tullido de un brazo, o de una pierna, como atestiguan esta banda de cojos y mancos que cruzan el desierto de Marruecos saltando de rave en rave como la abeja Maya saltaba de flor en flor.
La música electrónica - pero eso ya no lo cuentan en “Sirat”- también es muy perjudicial para el amor. Lo fue, al menos, para uno que yo tuve, y que se desmoronó como se desmoronan los grandes imperios que parecían destinados a durar: de sopetón, en un fin de semana tan extraño como estroboscópico.
Un sábado malhadado, N. me llevó a bailar música electrónica a una discoteca de por aquí. Ella ya sabía de mi reticencia, pero insistió. Me dijo que le daba igual, que sólo quería desmelenarse durante un rato. Que conmigo mirándola se sentía segura y no sé qué... A la hora y media empecé a bostezar en mi taburete. Le hice un gesto para marcharnos. Se lo tomó mal. Muy mal. A la salida me dijo que le había cortado el rollo y que nunca me lo perdonaría. Que la música electrónica era su chute y su enchufe con la vida, y que si estos eran los sábados que yo la regalaba ella prefería volverse a su tierra... Eran las tres de la madrugada y yo tenía 51 años. Ella 50. No hay que irse al desierto de Marruecos para encontrar gente que lleva toda la vida instalada en una rave.
De hecho, mientras Sergi López buscaba a su hija, yo, ya más curioso que nostálgico, buscaba a N. entre la multitud, a ver si por fin había encontrado un novio madurito - tullido o zumbado- que compartiera sus energías.
(@64scaquespasmatriz_: ya tienes la no-crítica que me pediste hace unos meses. Seas mujer o bot, lo prometido es deuda).
The New Pope
La buena letra
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En “La buena letra” no hay banda sonora: sólo silencios, suspiros, deseos reprimidos... Y un cerdo que sorbe la sopa como si nunca hubiera salido de la aldea. La primera vez piensas: bueno, es un recurso dramático como cualquier otro: el tipo tiene hambre, y vive en la España del hambre, y carece de modales refinados. Etcétera. Pero a la tercera vez ya no sabes qué pensar. Ese hozar cerduno rompe la atmósfera insonorizada y se eleva a la categoría de metáfora ininteligible. Es una conducta repulsiva y estomagante, sí, pero seguramente esconde un sentido narrativo que se me escapa. Una cosa ya de culturetas, de exégesis profunda del alma de los personajes.
En los tiempos de la masculinidad tóxica se decía que estas películas eran “cine de tacitas”. De mujeres que se contaban sus cosas íntimas en las sobremesas del té o del café: las frustraciones sexuales, los devaneos del marido, los logros inigualables de los hijos... Pero ya no vivimos en esos tiempos de expresiones incorrectas. Ni siquiera hay tazas de té o de café en “La buena letra”, porque recuerdo que estamos en la posguerra de los perdedores y que aquí todas las infusiones se hacen con achicoria. Las tazas del matrimonio Casamajor son de latón o de una loza ya muy desconchada. Tazas de pobres, de parias del pueblo, que viven con lo justo porque el marido es un rojo de mierda y la mujer apenas gana cuatro pesetas deslomándose en la máquina de coser.
Su casa, además, carece de valor inmobiliario en 1940. Hoy, sin embargo, costaría un millón de euros por estar tan cerca del mar y guardar las esencias del mundo mediterráneo. Es lo que tienen los pobres: que siempre nacen en la familia inadecuada, y en el sitio inadecuado, y en la época inadecuada. La diferencia entre la riqueza y la pobreza reside apenas en un puñado de genes, en unos pocos kilómetros, en unos años de desfase en los calendarios.
Una quinta portuguesa
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Me paso la vida soñando con retiros asturianos o escandinavos, pero también me valdría, por qué no, un casoplón colonial en Portugal. Una quinta portuguesa en el norte del pais. Un sitio donde llueva con frecuencia y no te ases de calor; que sea barrido por el anticiclón de las Azores -ese hijo de puta- pero también por las borrascas benditas que llegan del Atlántico. Un lugar donde nadie del pasado pueda encontrarme, y si me encuentra, que tenga que pensárselo dos veces antes de coger el coche y luego el burro que sube por los senderos.
Sería ideal, sí, para decirle adiós a todo eso, una quinta sólida y señorial, construida por una familia de cabrones que explotaron mucho a sus esclavos. No pasa nada: se iza una bandera roja en lo más alto del torreón y ya queda limpia de pecado. ¿No bendicen los curas las propiedades de los ladrones? Pero eso sería, claro, si yo fuera el dueño de la hacienda. En la vida real nunca podría comprarla con mi sueldo de funcionario, así que habría que echarle la misma jeta que le echa el protagonista de la película: plantarme delante de la dueña y decirle, ni siquiera en portugués, que soy un jardinero cualificado y simular un dominio vergonzoso de la azada. Y que salga el sol por Antequera. O por el Alto Miño.
Una habitación tranquila con vistas al monte o al mar: no pido más. Si no puedo ser el dueño, ser, al menos, un huésped con privilegios. Silencio. Sobre todo silencio. Con eso me vale. Que la carretera y la fiesta del pueblo queden a tomar por el culo. Para o inferno com isso. Y a ser posible, una conexión por cable, o por satélite, para seguir viendo la liga manipulada de Negreira y al menos indignarme muy lejos de la cueva de Alí Babá.
No sentir saudade por lo que quedó atrás. Por nada ni por nadie. O sólo por los vips. Ya tengo bastante con las pesadillas. Renacer en un país vecino pero distinto. Y sobre todo: no tener que hablar en inglés nunca jamás. No volver a ponerme en evidencia. Portuñol para todo. Para el amor y para el supermercado. Para dar los buenos días a los lugareños y también para alejar a los turistas con indicaciones equivocadas.
Mi ùnica familia
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Incluso los incultos que nunca la hemos leído sabemos que “Ana Karenina” comienza con una frase celebérrima que dice -gracias, Google- así:
"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada".
Ya que este blog no deja de ser un diario en marcha, podría hablar de las infelicidades familiares que rodean mis dos rancios apellidos, pero esos detalles escabrosos -lo recuerdo una vez más- sólo están disponibles en la versión de pago, así que me viene de perlas esta película de Mike Leigh para ilustrar la cuestión. Porque si es verdad que la historia del cine podría resumirse en el argumento de chico busca chica, no es menos verdad que también podríamos interpretarla bajo la frase lapidaria de León Tolstoi. Qué son los Corleone, o los Skywalker, la familia de Cassen en “Plácido” o la de Antonio en “Ladrón de bicicletas”, sino familias infelices que se han ido trabajando la desgracia o se la han encontrado sin merecerla. Las familias que no terminan con un loco dentro terminan arruinándose o diezmándose en trágicos accidentes. En realidad, por mucho que sonrían, no hay ninguna familia que no esté podrida por dentro. El cúmulo de agravios y decepciones es un poderoso oxidante celular.
La familia de “Mi única familia” se viene abajo porque uno de sus miembros -en concreto la esposa y madre- ya se vuelto insoportable del todo. Un auténtico cáncer de la convivencia que no recibe tratamiento farmacológico ni ayuda psicológica. Y sin embargo, nadie tiene el valor de mandarla a tomar por el culo o de avisar a los loqueros para que vengan con la camisa de fuerza. A veces lo llaman cariño, o aguante, pero en realidad sólo es miedo a la soledad, o incapacidad de sobrellevar las tareas del hogar. Hay gente como estos hombres de la película que prefiere aguantar a una loca sin remedio a tener que prepararse ellos mismos la cena o hacer la colada los sábados por la mañana.
Becoming Madonna
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Madonna fue el mito erótico de mi adolescencia. Quedé hipnotizado por sus ojos, y por todo lo demás, desde que la vi gateando en aquella góndola de Venecia. Fue justamente eso: una aparición de la Virgen. Like a virgin... No la conocía de nada y de pronto me pareció la mujer más guapa del mundo. Luego vino el vídeo de “Material Girl” y la fascinación ya se tornó en enamoramiento aristotélico, que es un poco más sucio que el enamoramiento platónico de los inocentes.
Durante años viví secuestrado por ese ideal de belleza, un poco retaco pero de rostro perverso Mi reino por unos ojazos como los suyos... Mi imperio por ese lunar de su cara que yo siempre preferí a la pinacoteca nacional. Y luego ya ves: ahora son las pelirrojas estilizadas las que pueblan mi imaginación en decadencia.
Cada vez que un compañero del instituto se metía con ella -que si vaya piernas de ciclista, o que si vaya pandero de paisana- yo me convertía en el paladín medieval que la defendía lanza en ristre sobre mi puente. Yo cosificaba mucho a Madonna, es verdad, pero es que tampoco me quedaba otro remedio. Yo hubiera querido viajar a Nueva York para conocerla mejor: apreciar su belleza interior además de la belleza más evidente que a mí me sulibeyaba. O mejor aún: que ella, que disponía de mucho dinero, viniera a León para conocer al más rendido de sus admiradores; para que viera que yo en el fondo era un buen chaval y que bastaba una palabra suya para convertirme en esclavo arrodillado.
Pero luego, con los años, Madonna tiró por un camino y yo tiré por el otro. Divergimos. Ella se fue haciendo cada vez más rica y planetaria y yo cada vez más pobre y provinciano. Nunca la olvidé, pero ya no la tuve presente en mis oraciones. Y así hemos vivido, culo con culo, hasta que el otro día, mientras husmeaba en el menú de Movistar, descubrí este documental que relata sus comienzos en el mundo de la música: la vida de Madonna antes de que descendiera de un rascacielos para anunciarse entre los muchachos. Y entre las muchachas. Reconozco que en mi estómago aún sobrevivían un par de mariposas que se pusieron a revolotear.
Borgen. Temporada 3
Lazos ardientes
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Las nuevas masculinidades ya no se inmutan cuando dos amantes lesbianas se pegan el lote en una pantalla. Lo que hemos ganado en mansedumbre lo hemos perdido en alborozo y en capacidad de sorpresa. Los jóvenes han crecido en un mundo donde cualquier preferencia sexual ya no tiene más chicha ni más morbo que cualquiera; y los viejos, que han sido reeducados en clínicas muy caras de las montañas suizas, ya presumen en su mayoría de no excitarse con las mismas cosas de antaño.
Las viejas masculinidades, en cambio -al menos las que todavía no hemos entrado en la pitopausia demoledora- aún tenemos alegres erecciones cuando dos mujeres como Gina Gerson y Jennifer Tilly comienzan a acariciarse los pechos y a besarse con las lenguas juguetonas. Esta erección involuntaria -pero muy potente- que me ha sobrevenido en el momento más caliente de “Lazos ardientes” posee un 70% de orgullo -porque a mi edad ya no son todos los que pueden sostenerla- y un 30% de culpabilidad, por seguir, sí, excitándome con un amorío que ya no tiene nada de excepcional ni de morboso. Esta erección ha sido, como todas la erecciones, un acto casi reflejo, enraizado en capas muy profundas del subsuelo. Una reacción bioquímica irremediable. Una vergüenza, quizá, en un hombre decente del siglo XXI.
Hoy, en la piscina, en ese trance mental que llega cuando ya has perdido la cuenta de los largos y de los cortos, he ido elaborando un pódium de escenas para rebozarme todavía más en el barro primordial. En el número 1, por supuesto, está Adèle Exarchopoulos enamorada de Léa Seydoux en “La vida de Adèle”; en el número 2, Naomi Watts aferrándose a la última esperanza en el cuerpo de Laura Helena Harríng, en “Mulholland Drive”; y en el número 3, quizá por reciente, quizá porque mi memoria no es tan fértil como yo creía, estas dos mujeres de “Lazos ardientes” que lograron salir de una trama mafiosa de mil pares de cojones metafóricos pero también muy reales y agresivos.