No other land

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Enfocados en Gaza se nos había olvidado Cisjordania, que es el otro apartheid que sufren los palestinos. Si Gaza sale en las portadas de los periódicos, Cisjordania, hasta que llegó este documental y su Oscar ganado en Hollywood, sólo aparecía en las esquinas marginales. Comparada con los hospitales bombardeados o con los sueños inmobiliarios de Donald Trump, la tragedia de Cisjordania nos parece de baja intensidad, como más “civilizada” o menos sangrienta. Pero es la gota malaya que no cesa. Y además, al que se queda sin casa o recibe un disparo cuando protesta, vete tú a decirle que sus compatriotas de Gaza están mucho peor.

Gracias a “No other land” hemos recordado que en Cisjordania los israelíes acaparan el agua o siguen construyendo nuevos chalets en las tierras del vecino. Son las imágenes de toda la vida, de bulldozers derribando chabolos y soldados conteniendo a sus inquilinos. Palestinos en camiseta pelada y soldadesca forrada de blindaje hasta las cejas, a 57 grados a la sombra...  Los soldados cagándose en todo y sus jefes en Tel Aviv con el aire acondicionado. En el fondo todo es lucha de clases. Burgueses enviando carne de cañón a los conflictos.

Por esos secarrales dejados de la mano de Dios -y de Jesucristo, que se bañaba en el Jordán los domingos por la tarde y no dejó ningún milagro guardado en el frigorífico- se pasea a veces Netanyahu para provocar al personal, sabiendo que le protegen las armas más sofisticadas y los soldados mejor entrenados. Al final -creo que lo decían en alguna película parafascista de Clint Eastwood- la razón siempre pertenece al que tiene el revólver más gordo o mejor calibrado. No hay más verdad que la potencia de fuego o que la sutileza tecnológica. Esto es mío porque puedo. Es el patio del colegio llevado a la vida real y decisiva: ese balón no es tuyo porque te lo hayan comprado tus padres, sino mío, porque puedo ahostiarte si te pones respondón. De aquellos hijos de puta viene la estirpe que ahora mismo domina el mundo. 




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Adolescencia

🌟🌟🌟🌟

El primer día de 8º de EGB los curas no nos llevaron a las aulas, sino a la capilla del colegio. Pensábamos que nos iban a confesar en hilera, como hacían a veces a traición, para limpiar los muchos pecados del verano adolescente, o que íbamos a cantar himnos para que la Virgen intercediera por nosotros en los exámenes venideros.

Ya sentados en los bancos, el señor director tomó la palabra y nos anunció que nuestro compañero N. había fallecido durante el verano de un problema de corazón. Hubo muchos que murmuraron su sorpresa, o su desazón, sobre todo sus compinches del patio, que eran unos predelincuentes como él. Yo, por mi parte, al oír el notición, sentí un vuelco en el corazón. Pero de alegría. Alegría contenida, claro, como cuando celebras un gol del Madrid en un bar lleno de azulgranas. 

N. era un abusón vocacional que una vez me rajó un balón con su navaja y otra me esperó a la salida con dos matones para darme varias hostias de aguinaldo. Hubo más. Esto del bullying tiene una larga tradición... Lo que pasa es que entonces, si te daban, la devolvías, y si no, esperabas con paciencia a que el curso terminase. O rezabas para que le cayera un rayo divino sobre la cabeza. A nadie se le ocurría zanjarlo a navajazos como hace este tarado de la película. Y menos por un abuso que en la serie es simplemente verbal, o con emojis. El insulto, en 1986, era el pan nuestro de cada día. 

Quiero decir que la problemática adolescente es tan vieja como la civilización, pero leyendo a los exégetas de “Adolescencia” parece que todo esto lo hubieran inventando ayer por la mañana. En mis tiempos ya existía la burla, el miedo, la inseguridad en uno mismo y la incomprensión de los mayores. La pornografía incluso. Las ganas de gustar y la pena de ser rechazado. La conducta sumisa en casa y la conducta salvaje en el colegio. Es de necios echarle la culpa a los maestros, a los padres, a los hombres tóxicos -a los hombres-, al uso abusivo de Instagram... La educación tiránica no servía, la laxa tampoco. Las hostias en casa no impedían nada; las que soltaban los curas tampoco. El buen rollo no ha servido para mucho. Quizá es que somos como somos y nada más.



 


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Killer Joe

🌟🌟🌟


1. Hace unos meses encontré en Movistar + un documental titulado “Friedkin sin censuras”. En él, William Friedkin, ya fallecido a este lado de la pantalla, se paseaba por los festivales de medio mundo y recibía numerosos homenajes gracias a esas dos obras maestras que seguirán viéndose dentro de cien años: “French Connection” y “El exorcista”.

2. Mientras veçia el documental, me di cuenta de que el resto de su filmografía -y son la hostia de películas- la tenía cogida con alfileres. Sin consultar el teléfono recordé “Jade” porque era un vehículo erótico de Linda Fiorentino, “A la caza” porque salía Al Pacino en extrañas circunstancias y “El diablo y el padre Amorth” porque llegamos a pensar que William Friedkin había perdido por completo la chaveta.

3. Pero resultó que no, que Friedkin había sobrevivido al exorcismo del padre Amorth y estaba muy lúcido a sus ochenta y pico tacos. En sus charletas descubrí dos películas que quizá merecían una oportunidad en mi televisor: la primera, “Carga maldita“; la segunda, “Killer Joe”. Así es como paso yo las noches del invierno...

4. “Killer Joe” cuenta la historia de una familia disfuncional -disfuncional al estilo red neck, puro “As bestas” de los texanos- que contrata a un asesino para liquidar a la matriarca del clan y cobrar un seguro de vida sustancioso. ¿Qué podía salir mal?: pues todo, si al escaso cociente intelectual le sumamos el índice de alcoholismo y la locura todavía por diagnosticar. 

El único listo de toda la función es justamente el asesino profesional, el tal Joe, un chuleta 100% carne de vacuno que sin embargo, para completar el cuadro, resulta ser un depravado como sacado de una película de David Lynch. Como Bobby Perú, pero más guapo.

5. A la media hora ya estaba arrepentido del experimento, pero no podía dejar de mirar. Es una especie de fascinación inversa, de morbo que siempre pide unos minutos más. No sé hasta qué punto la película estaba planificada o salió así por casualidad. “Killer Joe” hay que verla para creérsela. Contada pierde mucho. Lo que está claro es que a William Friedkin le interesaba mucho la miseria moral de los humanos. Hay muchas formas de ser poseído por el demonio.





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Carga maldita

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Si algún día tuviera que salir por piernas de la Península -cosa que no descarto cuando gobiernen los fascistas- le daría, no sé, 10.000 dólares extra, 15.000 no más, al tipo que me falsificase el pasaporte, para que me enviara a un país donde haga mucho frío, muy al norte de los mapas, y no a un horno selvático como éste de “Carga maldita”, refugio de todos los delincuentes perseguidos por la ley o por la mafia, y que es como un círculo del infierno para los que hemos nacido en León y sentimos que a partir de 20 ºC Yahvé ya se está pasando tres veranos con la tortura.

El problema de los países fríos es que son todos civilizados, de Dinamarca para arriba, y allí es difícil fingir que te llamas Halvar Rodrigursön -pongamos por caso- pero no hablas ni media de sueco o de finlandés. Ni siquiera de inglés chapurreado. En las latitudes nórdicas sería fácil perderse en las regiones de la taiga o de los mil lagos congelados, llevando una vida de eremita en una cabaña de madera, pero al primer contratiempo con la autoridad ya estarías listo de papeles. Allí no vale presentar el pasaporte con un billete de 50 euros o de 50 coronas disimulado en el reverso, porque los funcionarios son íntegros, y están bien pagados por el Estado del Bienestar, y además 50 euros es lo que ellos pagan por un mísero café en la terraza, cuando les llega el solecito. 

Aun así, en Escandinavia, o en Canadá, aunque yo pudiera burlar a los funcionarios, jamás podría ganarme el sustento conduciendo un camión con una carga de dinamita ya caducada e inestable. Primero porque en esos países las cosas siempre están supervisadas y nunca caducan ni se corrompen, y segundo porque yo no tengo carnet de conducir, ni siquiera el de ciclomotor, o el de bicicleta con motorín. Quizá por todo esto, “Carga maldita” me ha parecido una película entretenida -eso sí, cercenada en el montaje- que no me concierne en absoluto. Un mero contemplar sin emoción. Un pasatiempo sobre el que aún no sé muy bien qué voy a escribir.



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El aceite de la vida

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“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones. 

La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte. 

Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo. 

Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.





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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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Colin de cuentas. Temporada 1

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En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe. Quizá por eso nos gusta tanto “Colin de cuentas” a pesar de la distancia. Porque es todo igual y nos vemos reflejados. Y aunque nuestras antípodas estén realmente en Nueva Zelanda y no en Australia -que es donde vive el perrito Colin con sus amos enamorados- tanto monta monta tanto la Commonwealth de los australes. 

La guerra de los sexos es universal y conoce muy pocas variaciones. En Australia también hay mucha desconfianza, mucho recelo a la hora de emparejarse. El mundo -según a quien escuches, claro- está lleno de agresores lunáticos o de locas peligrosas. Las probabilidades de sacar un mal número en la lotería se ha centuplicado en los últimos tiempos. En Australia también son muchos los que ya han optado por la castidad laica o por la masturbación asistida por los chips. No es mal negocio. Lo que pierdes en piel lo ganas en tranquilidad. Un polvo ya no compensa los mil peligros que acechan por ahí. Nueve de cada diez ofertas que reciben las mujeres son de salidos requemados; nueve de cada diez ofertas que recibimos los hombres son de prostitutas más o menos encriptadas. Un amor verdadero se ha vuelto tan raro como un trébol de cuatro hojas. Un prodigio de la naturaleza. Una mutación en el ADN de la vieja normalidad. Es una probabilidad ente 10.000, según dicen las enciclopedias. 

Y ya no te digo nada si el amor tiene que brotar entre un hombre y una mujer separados por una generación y mil películas no compartidas. Entonces el trébol metafórico ya no es de cuatro hojas, sino de siete, o de noventa y seis. Son azares que ya casi pertenecen a la ficción, o a la ciencia-ficción. A las comedias románticas como "Colin de cuentas ".

Cuando Ashley -la chica de treinta años - le pregunta a Gordon -el cuarentón interesante- quién coño son esos Harry y Sally que siempre discuten sobre la amistad entre hombres y mujeres, yo mismo recordé que cuando era usuario de las redes del amor colocaba un margen de esperanza de diez años para abajo, cegado por el orgullo y engañado por Hollywood. Nunca respondió nadie, claro.



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A real pain

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“A real pain” es una road movie en la que ambos personajes, cuando regresan a casa, siguen siendo exactamente las mismas personas, lo que, en puridad, atenta contra las normas del subgénero. Una road movie canónica exigiría que los viajeros regresaran cambiados por dentro y si puede ser para bien: conversos a alguna religión o imbuidos de humanismo. Más amigos de sus amigos o preocupados al fin por el cambio climático.

La vida real, sin embargo, se parece mucho más a esta película, y por eso me gusta mucho “A real pain”. El asombro, el descubrimiento, el golpe de realidad..., mientras viajamos podemos llegar a sentir que la vida queda suspendida y nosotros aplazados; que hemos integrado nuevas certezas sobre la gran miseria o la mísera felicidad. Pero todo eso apenas sobrevive unas horas o unos días al aterrizaje de regreso. Nadie cambia por viajar a Irlanda en vacaciones o por seguir la ruta 66 de las películas. Por visitar, incluso, como hacen estos dos primos de la película, el campo de concentración nazi del que escapó su abuela polaca. La impresión puede ser brutal, causarte un “dolor real”, pero en todo caso servirá para reafirmar lo que ya pensabas sobre la dualidad de las personas. Y si encuentras algo nuevo y transformador es porque ya lo buscabas con ahínco.

Recuerdo que mi madre y yo fuimos una vez a Valderas, a la Tierra de Campos, a ver lo que quedaba de las antiguas posesiones de mi abuelo. Es decir: la casucha y la huerta. Estábamos de paso, en las fiestas de un pueblo cercano, y un amigo nos acercó en su coche como si fuera el taxista de la película. A mi madre y a mí, como a los dos primos de “A real pain”, también nos cambió el destino una guerra devastadora y todo lo que vino después. En nuestro caso no el Holocausto, pero sí las rencillas, el año del hambre, el éxodo rural... Ante la casa -de adobe y ya en ruinas- nosotros también nos quedamos un poco como Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en la película: con cara de tontos, esperando una revelación luminosa que al final no se produjo.




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A complete unknown

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Las canciones de Bob Dylan pertenecen a la generación de nuestros padres. Al menos a los padres que soñaban con cambiar el mundo o con tirarse a Fulanita con la pose de cantautor angloparlante. Y la moto haciendo brum-brum en la madrugada. Es el rollo “poeta maldito”, o “gilipollas interesante”, que sigue triunfando entre el mujerío aunque ya sean otros los trovadores.  

El otro día, por ejemplo, Carlos Boyero decía que “A complete unknown” le había tocado el alma a pesar de que le cae muy gordo -como a todos- Timothée Chalamet, y que en un par de momentos se había emocionado porque recordó los sueños de entonces y los polvos de antaño. En cada éxito de Dylan cantado por Chalamet, Boyero invocaba una mujer amada, una fiesta inolvidable o un ideal frustrado. Un esplendor en la hierba de la Casa de Campo o de las praderas de Newport, en Rhode Island, donde al parecer Bob Dylan perpetró su gran herejía electrificada. Un anatema de la hostia para los musicólogos, y casi el tema central de la película, pero una tragedia de importancia muy relativa para los ignorantes. Es como si un día rodaran un biopic sobre Carlo Ancelotti pervirtiendo el 4-3-3 y yo me indignara mucho en la platea mientras otros se encogen de hombros y se distraen con el teléfono. 

Yo, a diferencia de Carlos Boyero y sus coétaneos, transito por la película como el que asiste a un curso de verano. No vengo a recobrar nada, sino a adquirir un poco de cultura. Y a terminar el día con una distracción de los pesares. En “A complete unknown” me mata por un lado la curiosidad cinéfila y por otro la vergüenza de un desconocimiento casi absoluto. Antes de ver la película, Dylan era para mí lo que Serrat sigue siendo -pongamos por caso- para la generación de mi hijo: un completo desconocido del que ha oído hablar a los vejestorios. Un poeta de canciones cursilonas que parecen todas la misma repetida. 

Gracias a la película, yo ya no soltaría tal blasfemia sobre Bob Dylan, pero habría que ver otras cosas sobre el personaje para profundizar en el misterio "A complete unknown", aun siendo estimable, da exactamente lo que promete en el título. 





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The Brutalist

🌟🌟🌟🌟


1. 

Yo venía predispuesto a que “The Brutalist” no me gustara. Me pasa con algunas películas y a veces también con algunas personas: que prefiero, de entrada, aunque parezca contraintuitivo, que me caigan mal para que no me rompan un prejuicio o no me provoquen un conflicto de intereses. 

Yo no quería que ninguna película nominada a los Oscar me emocionara más que “Anora”, que es mi niña mimada, o la niña de mis ojos. Mi damisela del Toboso. Y con “The Brutalist” me estaba temiendo lo peor: “¿Y si me gusta más que "Anora" y tengo que retractarme de mis juramentos de amor eterno, de la defensa a ultranza de mi Ani sobre el Puente de los Caballeros?”

Al final “The Brutalist” me gustó, cachis la mar, pero no tanto como para dejarme preocupado. La película es rara de cojones, barroca en las formas y arriesgada en los argumentos, y quizá haga falta un nuevo visionado dentro de dos o tres años para valorarla como se merece. Será entonces cuando averigüemos si es una obra maestra adelantada a su tiempo o una rareza que se instalará en nuestras estanterías aguardando un tercer visionado ya en el ocaso de nuestras vidas.


2.

Adrien Brody -al que estos días estaba viendo en “Tiempo de victoria” interpretando a Pat Riley en un universo paralelo- borda su papel de arquitecto judío que sobrevivió al horror del Holocausto. El problema es que es el mismo personaje con el que ganó el Oscar por “El pianista” hace ya más de veinte años. Si hubieran metido al pianista en un barco y lo hubieran llevado a Nueva York en 1945 para ganarse la vida como compositor traumatizado, “The Brutalist” hubiera sido exactamente la misma película. Cambias un edificio raro por una sinfonía dodecafónica y a correr.


3. 

La moraleja de la película, supongo, es que el capitalismo es un régimen más amable que cualquier totalitarismo siempre que estés dispuesto a dejarte sodomizar por el empresario de turno, ya sea metafóricamente -que es lo más habitual- o literalmente -que es donde suele llegar el trauma y el despertar de la conciencia proletaria. Antes de eso, por lo que se ve, ya no.




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Flow

🌟🌟🌟🌟


Al gato callejero que llevo meses alimentando le llamé “Gandolfini” porque es como un gángster de “Los Soprano” que viene a mi puerta para extorsionarme con sus maullidos. Yo creo que le queda de puta madre este homenaje a James Gandolfini, pero si el día de su bautizo yo hubiera visto esta película, el gatito ya no se llamaría así, sino “Flow”, en honor a ese gato tan negro como letón que también las pasa canutas para sobrevivir. 

A mi gatete, al principio, porque era tan chiquitín que no se valía por sí mismo y yo no daba ni dos dólares por su supervivencia, no me atreví a ponerle nombre. No por vagancia, sino por no encariñarme demasiado. Es lo que hacían nuestros antepasados cuando los neonatos tenían sólo una posibilidad entre dos de sobrevivir.  “Gandolfini” también pudo haberse llamado “Don Gato”, como aquel felino de Hanna-Barbera que también vivía en la calle y tenía una jeta kilométrica. Pero “Don Gato”, en los dibujos, era un adulto malandrín, y mi gatete, el pobre, un pequeñín inocentón. 

Apareció un día en el callejón, abandonado, con los párpados todavía pegados por las legañas. Se escondía en el gallinero de mi vecino y sólo asomaba las garras para defenderse, y la boca para alimentarse. Eddie, mi perrete, al principio le ladraba con ganas de camorra, pero luego se acostumbró tanto a su presencia que cuando “Gandolfini” empezó a darse paseos por el callejón, los dos se olisquearon la pipa de la paz y se lanzaron algún que otro zarpazo  de armisticio. 

Después de dos intentos fracasados de adopción y de un invierno casi tan crudo como el de Letonia, “Gandolfini” -o "Flow"- sigue vivo y coleando, bien alimentado y tan listo como el hambre, sorteando los peligros del mundo animal y del mundo de los humanos. Aquí todavía no ha llegado el Diluvio Universal pero tampoco lo descarto. Todas las mañanas me lo encuentro sobre el felpudo del portal, estirándose y haciéndose dueño del cotarro, superviviente de una noche más que sólo los gatos y los fantasmas protagonizan por aquí.




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Muertos S. L. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


A veces, en el colegio, alrededor de la máquina del café, las maestras más veteranas me animan a escribir una novela -o un guion para la tele, ya puestos- que cuente las mil movidas verdaderas pero inverosímiles que aquí, como en “Muertos S. L.”, son el pan nuestro de cada día. 

- Esto es un filón -me dicen para convencerme.

Y tienen razón. Por este colegio de educación especial pululan los funcionarios más excéntricos, los abraza-árboles más singulares, los católicos más ultramontanos de la comarca... Lo pongo todo en masculino para que nadie se ofenda. Es como si un extraño magnetismo atrajera al profesorado más descarriado de nuestro mundillo: el que se quedó con las teorías más locas de la psicología y las curaciones más milagrosas de Santa Toribia de la Sobarriba. 

Si rascas un poco, no hay nadie normal en esta plantilla. Ni yo mismo, para empezar. El mero hecho de trabajar aquí ya te señala  como un elemento sospechoso. La gente sana, cuando viene trasladada por azares del destino o por desconocimiento de la causa, apenas tarda un curso o dos en levantar el vuelo para emigrar a tierras donde la locura es más rara y no se vuelve contagiosa.

Aunque yo fuera un escritor de verdad, capaz de reunir todo esto en un todo coherente y descojonante, el tema de nuestros alumnos -no de ellos exactamente, pobrecitos, sino de lo que se mueve a su alrededor- es prácticamente inabordable. Se pueden hacer chistes sobre el negocio de los muertos pero no sobre el negocio de las minusvalías que ahora se llaman “capacidades diferentes”. La película “Campeones” es la frontera exacta de lo permitido. En este asunto tan delicado sólo cabe la comedia amable, la historia de superación, la dedicación sacrosanta de los profesionales. El buen rollo y el mensaje optimista. La taza de Mr. Wonderful y la cara amable de la realidad. La poesía cargada de futuro. La ñoñería y el autoengaño. La voluntad que lo puede todo y el "coaching" como mantra para desnortados.

Una comedia que nos dejara desnudos a los emperadores sólo nos haría gracia a los veteranos que conocemos el percal. El contraste con la realidad nos mataría de la risa, pero fuera de aquí sería muy difícil de digerir. Es un proyecto inviable. Carne de cancelación.  




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Carretera perdida

🌟🌟🌟


Al terminar la película, mientras los títulos de crédito escapaban del infierno, yo, tirado en el sofá, en la postura fetal del espectador indefenso, buscaba en internet las mil respuestas a las mil preguntas que planteaba mi estupor. Era la tercera vez que veía “Carretera perdida” y la tercera vez que acababa sin enterarme de nada.

¿El orgullo?: herido. ¿La inteligencia?: mancillada. ¿La  paciencia?: desbordada. ¿El sueño?: de pronto arrinconado, de la mala hostia que me entró. El “Homo sapiens” llamado Augusto Faroni  -que encima va por la vida alabando a David Lynch y pegándose con cualquiera por salir a defenderle- de nuevo convertido en un “Homo rascacogotensis”. Un lerdo no muy distinto a Homer Simpson si un día, en la televisión por cable de Springfield, se topara con esta película que desafía toda lógica y parece más bien una broma del ya difunto maestro pelopincho.

Por suerte, la exégesis más leída en internet contiene un spoiler que contribuye a calmar las aguas del espíritu. Vuelves a quedar como un imbécil -un reimbécil- al descubrir la brillantez de esos argumentos explicativos, pero al menos las imágenes de la película dejan de flotar en una dolorosa anarquía para empezar a ensamblarse y a formar grumos de razón. Donde antes había mil piezas sueltas, ahora, gracias a la perspicacia de ese usuario, ya sólo quedan diez o veinte bloques chocando entre sí o golpeando las paredes internas de mi cráneo. 

El problema es que si lees otras explicaciones alternativas terminas más perdido que como empezaste. De la carretera perdida pasas a transitar por el puro campo a través... Si la primera explicación te deja satisfecho, la segunda, que dice justo lo contrario, también lo hace, y lo mismo la tercera, y así hasta el absurdo infinito, y como todas parecen brillantes pero se contradicen, la única conclusión posible es que aquí todos andan igual de perdidos y que la única diferencia es que ellos han tenido el valor -o los santos cojones- de publicar su opinión sobre qué es en “Carretera perdida” el sueño, la realidad o la locura. O el puto cachondeo.




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Terciopelo azul

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“Terciopelo azul”  ya es un clásico de nuestras videotecas pecadoras. Es oscura, sucia, incómoda... turbia como el fango. Cancelable por la izquierda y condenada por los curas. Los biempensantes y los meapilas se escandalizan mucho con ella, y nosotros, de toda la vida, lo celebramos sonrientes.

“Terciopelo azul” es el recordatorio de que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva el gusano escondido por dentro. En las primeras etapas del desarrollo, el embrión de los seres humanos no es muy distinto del reptil o del dromedario. Tienen que transcurrir varias semanas para que los nuevos tejidos disimulen el pecado original, la animalidad de nuestros ancestros. Capas orgánicas que son como manos de pintura, o como baños de barniz. Pero por debajo, por mucho que nos disimulen, y que disimulemos, subsiste un ser inhumano que palpita y que transpira. 

Las gentes de bien construyeron los derechos humanos y las leyes fundamentales. Ellos son los que sonríen al vecino y pagan sus impuestos. Pero en el tejido social, más o menos disimulados, siempre han medrado los sociópatas y los tarados de distinto pelaje. El cableado de nuestro cerebro es tan denso que muchas veces se producen chisporroteos inevitables. Y de esa línea genealógica procede el Frank Booth de “Terciopelo azul”, que es un tipo tan devorado por su propio bicho que ya es casi todo gusano, o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

La pareja de pipiolos de “Terciopelo azul” no termina de creerse al personaje de Frank. Ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, quizá más allá del Mississippi. Como mucho, en los bajos fondos de las ciudades, o en las películas rodadas por los pesimistas. Para ellos era inconcebible que el instinto criminal pudiera vivir en la casa de al lado, en la cola de la panadería, en el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían buenos e impolutos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos del alma, llevaran la larva agazapada en su interior.




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Dune (1984)

🌟🌟

Solamente he recorrido la mitad del desierto. No he podido más. Para mí, el oasis prometido será un sueño inalcanzado. Me tumbaré aquí, ebrio de especia, hasta que el sol de Arrakis me extraiga la última gota y el último vapor. Es el fin. Mi amor confuso por David Lynch esta vez no ha sido suficiente. He... desfallecido.  Su “Dune” es insoportable, cutre hasta el extremo. Inentendible si no fuera porque hemos visto las películas de Denis Villeneuve y más o menos sabemos de qué va la movida interplanetaria. He dicho "más o menos".

Las novelas no las he leído y creo que ya nunca las leeré. La verdad es que estoy un poco hasta los harkonens de los atreides. O viceversa: hasta los atreides de los harkonens. Estoy hasta el gorro de consultar si la especia que te pinta los ojos de azul y te pone en ventaja para conquistar a las mujeres se escribe melange, mélange o mèlange, con el dichoso acento bailando sobre vocales... ¿Se supone que el planeta Arrakis fue primero colonizado por los franchutes? ¿En esa segunda mitad de “Dune” que ya nunca veré aparece una colonia de franceses en el desierto, olvidada y anacrónica, como aquella que sobrevivía en las junglas de Indochina en "Apocalypse Now"? ¿O también habrán cercenado sus escenas en el montaje? ¿Existe una versión redux del “Dune” de David Lynch? Que Dios nos pille confesados...

La Teoría de la Fascinación por lo Cutre (TFC) que enunció el catedrático Pepe Colubi de la Universidad de Oviedo a veces funciona y a veces no. Hay cutreces entrañables y cutreces que echan para atrás. Existe una fascinación positiva y atractiva, sí, como cuando vemos “En busca del arca perdida” y nos importan un pimiento las cabeza de caucho y los rayajos en los fotogramas. Pero también existe una fascinación negativa, paralizante, a la que llamamos repulsión. El “Dune” de 1984 se ha quedado para los muy frikis, para los muy cafeteros. Para los entregados a la causa. Para los arqueólogos de la ciencia-ficción. No hay cinefilia provinciana que pueda con estos esfuerzos de la voluntad. La mía desde luego que no.



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El hombre elefante

🌟🌟🌟🌟🌟

1. IMDB sostiene que yo tenía nueve años cuando descubrí los afiches de “El hombre elefante” en el cine Pasaje, en León, donde trabajaba mi padre. Recuerdo que estaban en el pasillo transversal, camino del ambigú, en aquella pared donde se exponían los anuncios de los próximos estrenos, y que yo me cagaba de miedo cada vez que pasaba por allí. Creo que llegué a tener pesadillas con aquel hombre-engendro de la capucha de un solo ojo... La película, por suerte, era de las no autorizadas para menores y daba igual que yo tuviera la morbosa tentación de asomarme a la película.

2. Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Llegado el momento se retiraron a su cunita y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, unos gamberros entrañables. Pero cuando llegó el adiós prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos y los quejidos lastimeros. Aprovecharon una distracción mía para irse como llegaron: un buen día y sin avisar.

Así es como muere también John Merrick en “El hombre elefante”: arropado en su cama y ahogado por el peso de su propia deformidad. Merrick se deja morir sin dar a viso a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso hacerse el interesante ni el melodramático: ni grandes palabras ni barrocas despedidas. Tras su fiesta homenaje, Merrick se descubrió reconciliado con el mundo y agradecido de haber existido, y con ese sentimiento aún caliente decidió que iba a poner el punto final. Todo un caballero.

3. La maldición de mi memoria -tan nula para todo pero tan parecida a la de un elefante para la cinefilia- me ha obligado a recordar que la última vez que vi “El hombre elefante” fue al lado de la mujer-víbora. Acabábamos de sabernos enamorados y nos besábamos después de cada escena. Al final lloramos como dos magdalenas con la muerte de John Merrick... Luego nos fuimos a la cama a celebrar el amor y la cinefilia. Entonces yo no vi -porque el amor es ciego- los dos dientes afilados y las bolsas de veneno. 




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1917

🌟🌟🌟🌟

Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, un acto patriótico sin apenas consecuencias para la vida, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. 

Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, los pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o a caer desplomados por las explosiones democráticas. Ningún soldado sangraba al morir. Nadie moría despedazado o destripado, o con media cara volada de un disparo. Nadie moría entre convulsiones o llorando como un bebé. Eran muertos de paja. Aquellos alemanes de nuestra infancia -siempre desprovistos de personalidad, apenas entrevistos en las trincheras o en las torres de las iglesias -caían como los indios que se caían de los caballos o como los vietnamitas que saltaban por los aires. U-ese-á, U-ese-á...

Nuestros héroes anglosajones siempre eran hombres maduros y varoniles que quedaban muy fotogénicos metidos en el barro y soltando un chiste con mucha testosterona antes de entrar en combate. Todos eran invulnerables y guapos, veteranos de cien batallas en el frente y de cien polvazos en la retaguardia. La guerra -nos querían decir- era para tíos de verdad como John Wayne y Robert Mitchum. O como Alfredo Mayo en “Raza”. 

Quizá la primera ficción que nos sacó del equívoco -a los chavales más bien idiotas y crédulos de mi generación- fue la serie "M.A.S.H." que pasaban por la tele. Allí descubrimos que los soldados que mueren en las guerras (gritando y sangrando) son casi todos chavales secuestrados por los gobiernos de los burgueses. Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación era no haber participado jamás en el asalto a una trinchera o en el desembarco sobre una playa barrida por las balas. 

“1917”, tantos años después de habernos caído del caballo, es un espectacular recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, por ejemplo, que se la den a la primera gaviota que la reclame.



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Somebody Somewhere. Temporada 2

🌟🌟🌟

Estamos tan acostumbrados a ver gente guapa por la tele que cuando salimos a la vida y descubrimos a una mujer bellísima, o a un hombre muy atractivo, creemos, durante un segundo de confusión, que estamos ante otra ficción de las plataformas. Atrapados en un universo sin salida. En una serie dentro de otra serie, como en esa metáfora tan manida de las muñecas rusas.  Descubrir la belleza en la vida cotidiana es como viajar a otra dimensión sin necesidad de usar el mando a distancia. Y sin pagar, además, otra cuota mensual a las ya muchas que se acumulan.

Del mismo modo, cuando en las ficciones nos encontramos con gente tan fea como nosotros –y los personajes de “Somebody Somewhere” son feos de cojones- pensamos por un instante que hemos vuelto a esa vida cotidiana donde los infortunados genéticos somos mayoría en el ecosistema y deslucimos bastante la nota media del Paraíso. En mi caso heterosexual y heteronormativo, una mujer bellísima pero real es como una película en movimiento; en cambio, una mujer sin atractivos pero ficticia es como mirar por la ventana en lugar de asomarme al televisor. Son -con perdón, entiéndaseme bien- las gallinas que entran por las que salen. 

“Somebody Somewhere” produce en los espectadores menos sofisticados como yo ese efecto pernicioso de no estar viendo una serie de la tele, sino de haberte teletransportado a las llanuras de Kansas para vivir entre personas reales, tangibles, tan parecidas a uno que casi te da grima hasta mirarlas. Los personajes de la serie son vulnerables, simplones, escasos de belleza, se sienten fuera de contexto pero no tienen más remedio que vivir muy lejos de los epicentros. Es una sensación muy contradictoria, porque habla muy bien de la serie pero al mismo tiempo te entran muchas ganas de abandonarla. Para eso, insisto, ya tengo la ventana. 





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Slow Horses. Temporada 2

🌟🌟🌟

Me interesaba mucho el personaje de Jackson Lamb. Pero no tanto los demás, y por ahí se me ha ido el interés. Con dos temporadas ya he tenido suficiente. Cuando el capitán sale a comer, los marineros toman el barco y el rumbo se vuelve rutinario: músicas trepidantes, carreras por aquí, disparos por allá, bombas que no explotan y malos al final siempre chapuceros... Algún personaje interesante y mil estorbos secundarios metidos con calzador. “Slow Horses” llena la barriga pero no alimenta. Es más de lo mismo: puro algoritmo en la fábrica de chorizos.

Si no fuera por Jackson Lamb -cuya presencia era tan estimulante como cicatera- “Slow Horses” sería de una mediocridad risible y de unas aspiraciones alicortas. Un relleno para las plataformas. Acabo de ver en IMDB que van a rodar una sexta temporada y he decidido bajarme del caballo ahora mismo, en plena marcha. Pero como es un caballo lento, no corro demasiado peligro. La vida es corta y miserable, y las series inocuas y sempiternas acrecientan esa sensación de tiempo desperdiciado. Si no te enganchan, te matan poco a poco y acentúan la depresión. Killing me softly...

Y me jode, insisto, porque Jackson Lamb era un personaje que tenía secuestrada mi atención. Pero no por su inteligencia -que yo no llego a tanto- sino porque su facha, y su verbo, y su cinismo depravado, eran el aviso andante de mi propia tormenta. Jackson Lamb soy yo, pero ya extraviado del todo, ya perdido para la causa. Un Faroni con diez años más de uso repetido del mismo abrigo, de la misma maquinilla de afeitar inoperante. Un fantasma de las navidades futuras que venía a advertirme sobre el descuido personal que acompaña a la vida del misántropo. Y viceversa.




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La franquicia

🌟🌟🌟


No sé si habrá sucedido alguna vez en la Iglesia Católica , pero en la Iglesia Laica -que es la nuestra, la única verdadera- se trata de un procedimiento habitual: rebajar un santo a categoría de beato cuando sospechamos que sus milagros fueron más bien producto de la casualidad, o de la inspiración involuntaria de un día irrepetible. 

Siendo verdad lo que predicaba san Chiquito de la Calzada -que una mala tarde la tiene cualquiera- no es menos cierto que un buen día también lo tiene cualquiera, y eso no significa tener hilo directo con los dioses. Hasta el más tonto del barrio ha perpetrado alguna vez un milagro alcohólico o sexual digno de no ser tomado por verdadero y sin embargo tan cierto como que existimos y que la certeza anticlerical nos ilumina. 

Digo todo esto porque Armando Ianucci -Padre de nuestra iglesia y Evangelista de los descojonos- ahora mismo es un santo que está siendo cuestionado por el Alto Comisionado de la Fe. San Armando subió a los altares al obrar dos milagros consecutivos llamados "The thick of it" y “Veep” que todavía nos dejan perplejos a los creyentes. Algunos teólogos un poco exagerados -entre los que yo me encuentro- sostienen que "Veep", con permiso de Larry David, puede ser la mejor comedia de todos los tiempos, tan corrosiva que cuando abres la carcasa del DVD o pinchas su visionado en el televisor temes que te salte un chorro de ácido a la cara. 

Pero ahora, diez años después, san Armando tiembla angustioso en su peana. “La franquicia” es una serie con la que te ríes a ratitos y poco más. No hay tránsitos místicos ni espíritus elevados. A lo sumo, es una ocurrencia. Graciosa. Poco inspirada por el Altísimo. No es mejor ni peor que “Avenue 5”, que ya nos había dejado un poco consternados a los creyentes. Aún no sabemos si san Armando ha perdido sus poderes o se ha juntado con las malas compañías. Seguimos aquí, en el cónclave, discutiéndolo acaloradamente.




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The night of

🌟🌟🌟🌟

Cada segundo que vivimos es uno de los muchos probables que se ofrecen. La carretera está plagada de alternativas y de sugerencias, a veces para tomar atajos y a veces para despeñarte por un barranco. Casi siempre para marear la perdiz y terminar más o menos donde estabas. Si acaso, para ir de mal en peor perdiendo una batallita cada vez o la guerra en un único bofetón. Casi nunca, ay, para tachar un sueño pendiente de la agenda.

Si nos ponemos en plan mecánico-cuánticos, los futuros alternativos son infinitos y resultan agobiantes si los piensas. Lo que pasa es que no solemos hacerlo porque conducimos distraídos y no prestamos atención a los millones de señales que marcan los desvíos. Sólo de vez en cuando nos vemos obligados a abandonar la ruta prevista para internarnos por otra carretera. Es entonces cuando decimos que me mudé, o me enamoré, o cambié de trabajo, o lo encontré, o me han diagnosticado una cosa muy jodida... Creemos que somos nosotros, pero siempre es el destino, disfrazado de libre albedrío.

La vida decide por nosotros y siempre vamos a remolque. La fortuna hace el trabajo y la voluntad se atribuye todo el mérito. Es el manual de los tontos. La vida es imprevisible y te acecha en cualquier esquina. Que se lo cuenten al bueno de Nasir Khan, el muchacho de "The night of", que un día tomó prestado el taxi para irse de parranda por Nueva York y acabó en comisaría acusado de violación y asesinato en primer grado. Nasir aparcó el taxi en el lugar equivocado y dejó subir en él a la chica equivocada. Si te ofrecen droga y además eres un buen muchacho, tienes que decir que no, como recomendaba Maradona en el spot.

Pero si te ofrecen droga y sexo al mismo tiempo -y quien te lo ofrece se parece mucho a la chica de tus sueños- estás jodido de verdad. En la selva en la que vivimos, el polvo del siglo no puede traerte nada bueno si te lo regalan por la jeta. O te están liando o te estás dejando liar. La ficción, como la realidad, está llena de ejemplos pedagógicos.




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