Casino

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La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista de la vida en los bajos fondos.

En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.

Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.




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Cómo conquistar Hollywood

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Para conquistar Hollywood se me ha pasado el arroz. Dicen las amistades que ahora estoy mejor que nunca, en lo fenotípico, gracias a que no uso Grecian 2000, pero ni aun así. Y luego, en lo que al oficio de actor se refiere, la verdad es que nunca he estado en condiciones. En 2ª de EGB, en la actuación de Navidad, a mí me tocó hacer de pastorcillo retraído, allá por la tercera fila del escenario, e incluso así, sin línea de diálogo, sin cuerpo expuesto a la multitud, yo sentía que me cagaba de miedo. Que me cagaba físicamente, con el esfínter abierto, y las piernas temblando, y un rezo en los labios para obrar el milagro del tiempo acelerado. Aquella tarde de invierno en León -un invierno cojonudo, de los de antes, de los de no quitarte el chaleco de borrego tras la actuación- comprendí que yo no valía para las tablas. Que esa naturalidad que se necesita para conquistar primero el terruño, y luego Madrid, y más tarde el otro lado del charco, como hizo Antonio Banderas, estaba muy lejos de mi repertorio conductual.


Para conquistar Hollywood como lo hace John Travolta en la película hay que ser, eso, John Travolta. Para empezar, tener ese par de ojos azules que son un regalo de la naturaleza. Un ventaja crucial para cualquier empresa de la vida. La laboral, o la reproductiva, o la del mero placer. Hay un monólogo maravilloso de Iggy Rubin en el que primero se queja de haber nacido con los ojos castaños y luego le achaca a su padre, que los tiene azules, que los malgaste a diario en la lectura del Marca, como un ojioscuro cualquiera, pudiendo salir a la calle para triunfar en cualquier cosa que se proponga. 


Luego, por supuesto, hay que caminar como John Travolta. Si en Fiebre del sábado noche sus andares eran demasiado chonis para mi gusto, aquí, en los felices años noventa, su andar ya es directamente materia de estudio, y de envidia, objeto de la biometría de los ligones. Cómo mueve los hombros, y las caderas, el muy jodido, con ese pequeño balanceo que a ellas, las actrices de Hollywood, las deja turulatas, y a ellos, los productores de Hollywood, los deja encandilados con sus propuestas de guion o sus promesas de financiación. Así cualquiera.



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Un efecto óptico

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Hace dos semanas, en Sopa de ganso, en este mismo televisor, Rufus T. Firefly decía de Chicolini: “Es posible que hable como un idiota, y que parezca un idiota. Pero no se llamen a engaño: es un idiota”. Es exactamente lo mismo que pasa con esta película, “Un efecto óptico”, la nueva ocurrencia de Juan Cavestany: que parece una idiotez, y rezuma idioteces, pero en el fondo no nos engaña: es una idiotez.

 Eso lo sabemos todos los espectadores de sofá y mantita, que tardamos unos veinte minutos de media -yo, como soy más lerdo, tardé diez minutos más- en comprender que nos están tomando el pelo. Que esto no es una “narración metafílmica”, ni una “fragmentación del lenguaje cinematográfico”, ni gilipolleces así que nacen del cerebro enfermo de los críticos. “Un efecto óptico” es una memez, una cosa que pretende ser como de David Lynch y no le llega, vamos, ni a la altura del tobillo. No te ríes con los personajes, no te inquietas, no sufres, no empatizas... Básicamente te la sopla lo que les pase a estos dos burgaleses visitando ese Nueva York que a veces es Madrid y a veces Burgos otra vez, en un juego absurdo y gilipollesco. “Es que la película está mal rodada”, dice el personaje de su hija. Ni tanto, querida, ni tanto...

Sin embargo, ya digo que la crítica oficial -que son los espectadores de festival, de pase de prensa, de estreno con azafatas y canapés- dicen de “Un efecto óptico” muchas cosas altisonantes y escolásticas, como si esto fuera un producto cultural sólo al alcance de las mentes preclaras e instruidas. La pose de los culturetas... Donde hay un personaje idiota que habla como un idiota y parece un idiota, ellos, sólo por contradecir, por dárselas de no sé qué, te sueltan que han encontrado a un tipo que desestructura la realidad. Pues bueno... Cavestany, cuando hace series para televisión -supongo que rodeado de buenos guionistas- hace joyas del humor como Vergüenza, o como Vota Juan. Geniales. Pero cuando da rienda suelta a sus desestructuraciones le salen cosas así, indefinibles, pedantes, y muy aburridas.




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Uno de los nuestros

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En la saga de El Padrino sólo se habla de las altas esferas de la Mafia. De los grandes capos que invierten en casinos o en inmobiliarias, y tratan directamente con los dictadores bananeros, o con los cardenales del Vaticano. La patronal del sector, podríamos decir. El G-8 de las famiglias. Pero allá, en segundo plano, anónimos y omnipresentes, haciendo bulto en las escenas donde se desviven los Corleone, están los empleados de la empresa, que son los mafiosillos de tres el cuarto. Son los tipos que controlan las apuestas, que recaudan la calderilla, que ejercen de guardaespaldas, que asesinan por encargo... Que desbrozan el terreno de una inversión o de una venganza.

Sin ellos, como en cualquier empresa, todo se vendría abajo, porque los grandes capos ya no están para bajar al fango y jugarse la jeta. Aun así, pasaron casi veinte años antes de que un cineasta viera “El Padrino” y se dijera: “Voy a hacer una película sobre los actores secundarios”. Una sin glamour, sin mansiones, sin palacios de la ópera ni bodas de alto copete. Una cosa de andar por casa, con tipos feos, mujeres urracas, cafeterías cutres, y sólo de vez en cuando, cuando los tipos dan un golpe afortunado, y manejan buenos fajos de billetes, un local chulo, de moda, con artistas del momento, donde quizá coincidan a distancia con el alcalde de la ciudad o el juez del distrito

El cineasta, claro, era Martin Scorsese, que también era, a su modo, uno de los nuestros, uno de los suyos, porque se había criado en el mismo barrio que toda esta tropa, y les había visto delinquir desde pequeño, y se sabía el oficio aunque sólo fuera por aprendizaje vicario. Scorsese encontró en los testimonios de Henry Hill -el mafioso real que traicionó a los Lucchese y a los Gambino- el vehículo perfecto para retratar a sus vecinos de toda la vida, y rodar, de paso, una de las mejores películas de la historia.

En un rincón de mi casa sigue habiendo un cartel de Goodfellas que advierte a los extraños de que esto es territorio cinéfilo, y pedigrí de barrios bajos.





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Michael Corleone

 

En el fondo, la saga de El Padrino cuenta la historia de un hombre que trabaja en algo que no le gusta, y para lo que no tiene vocación.  Y en eso, salvando las distancias, Michael Corleone es como casi todos nosotros, la clase de tropa, los stormtroopers de la vida. De ahí, de esa falta de acomodo, le vienen a Michael Corleone todos sus traumas, y todas sus congojas, y toda esa infelicidad que en El Padrino III le convierte en un viejo prematuro con cargos de conciencia, y diabetes galopante. Una vida torcida sólo puede desembocar en un final trágico: de ópera, en su caso, y de opereta, en el nuestro.

En El Padrino I, Michael era un héroe de guerra que había luchado por Estados Unidos mientras sus hermanos no reconocían más patria que su familia, y que los cuatro barrios de Nueva York donde controlaban los negocios. Del mismo modo que Lisa Simpson nunca aceptó ser una Simpson de apellido, Michael Corleone nunca se sintió un Corleone de verdad: respetaba a su padre, y amaba a su madre, y quería mucho a sus hermanos, pero él hubiera preferido ser Tom Hagen, el hijo adoptado, el que no llevaba la sangre siciliana en las arterias. Michael iba a estudiar leyes, a casarse con una americana, a hacerse un hombre respetable... Tenía el firme propósito de ver a la famiglia sólo en Navidad, y en los funerales que fueran provocando los tiroteos.

Pero el destino, digan lo que digan, no lo elegimos nosotros, sino que somos arrastrados por él, y Michael, en aquel restaurante donde Clemenza le escondió la pistola, dio el primer paso por el camino de baldosas ensangrentadas: el del crimen inaplazable, el del guardaespaldas sempiterno, el del miedo aterrador a perder a los suyos. La vida siciliana de la que siempre renegó  en su juventud.

En eso, en el sueño de pertenecer a otra familia, Michael Corleone es como el niño de Léolo, Leo Lauzon, que soñaba con ser Léolo Lauzone porque el apellido Lauzon portaba la locura y el ingreso en el psiquiátrico. Michael Corleone, cuando era niño, soñaba en su habitación con apellidarse, no sé Smith, o Johnson, porque sabía que el apellido Corleone portaba el asesinato y la muerte en cualquier esquina.




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El Padrino III

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En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares, estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como estar fuera de la grey de los cinéfilos.

Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros, incrédulos con la postura de Pumares,  aferrados al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:

-          Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El Padrino III...?

Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares, si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te partes el culo...”.

Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana. Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por los viejos tiempos.



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El Padrino II

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Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a  la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la barriada.

Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa, más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico, con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre,  la avaricia  y el perdón...   Hay temas que nunca pasan de moda, como bien sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.

¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta poleo. 




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El Padrino

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Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.

Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que  dice que la película que se estrena el día de tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas estáticas.

Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico, la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías, están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.



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Las aventuras de Priscilla, reina del desierto

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Hay que tener un par de cojones -o de vaginas reconstruidas- para salir así, al desierto australiano, en 1994, a vestirse de drag y versionar los grandes éxitos de ABBA ante los paletos del interior, que con una cerveza en una mano y el taco de billar en la otra miran incrédulos el escenario, pensando si eso es el arte de la performance, que dicen muy de moda en Sidney, o si esos tres mamarrachos se están riendo del personal. Hay que tenerlo muy bien puesto, lo que sea, para coger el autobús, llamarlo Priscilla, pintarlo de color lavanda  y lanzarse a la carretera a dar rienda suelta a la vocación, al espectáculo, al aquí estoy yo, éste es mi rollo, ¿pasa algo...?

Joder, lo que ha llovido desde 1994 para acá... En el desierto australiano no mucho, y aquí, en La Pedanía, cada vez menos, por culpa del cambio climático, pero en cuanto a la tolerancia de la homosexualidad -que ya es, de por sí, una palabra casi extinta- es como si hubieran caído tres diluvios universales y otro continental. En 1994 todavía triunfaban los chistes de “mariquitas” en la tele. Los casetes de Arévalo se vendían como churros en las gasolineras. La generación de mis padres veía a las drags en los carnavales de Tenerife y llamarles “maricones con gracia” era lo más suave que se les ocurría. En 1994 Boris Izaguirre todavía no se había sacado el ciruelo en “Crónicas Marcianas” para hacer visible al colectivo. Lo que hizo Boris Izaguirre por los gays y lesbianas de este país -así, a lo tonto, paseando su pluma por los platós-  todavía no está suficientemente reconocido.

En la película, al personaje de Hugo Weaving se le saltan las lágrimas cuando su hijo le acepta como es, con su novio, y su trabajo, y su vida alejada del consenso. Weaving le mira como quien contempla a un santo, o a un extraterrestre. Y sin embargo, ahora casi toda la juventud es así: más que tolerante, indiferente. Ser gay o lesbiana ya es como ser del Real Madrid, o haber nacido en Asturias: un accidente que no te define. Una anécdota en el currículum. Sólo los tarados, los católicos, y los homosexuales que se niegan a sí mismos, se oponen todavía al paso de Priscilla, que viene rugiendo como una locaza por la carretera.


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Nobody

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Llegan los días sombríos, los últimos de la primavera, y yo sólo tengo ganas de refugiarme en las películas. Quisiera invernar en este salón durante meses, mientras los demás salen al sol como lagartijas evolucionadas. Mitad vampiro mitad fotofóbico, me agazapo en los escondrijos para que la luz no desvele mis miserias, y no me hiera la piel. El verano es una putada para los cinéfilos. Durante el invierno la humanidad se recoge en las cafeterías, o en las casas particulares, y uno puede vivir su aislamiento sin parecer el tipo raro de la función. Las calles barridas de gente crean la ilusión de un mundo civilizado, regulado, donde el atardecer es un toque de queda impuesto por la naturaleza. Pero ahora llegan los mosquitos, y las solanas, y las camisetas resudadas, y el mundo entero se lanza a las aceras a pegar gritos de felicidad, como orates licenciados de un manicomio.

    Más allá de mi ventana todo es deslumbramiento y algarabía. Con el buen tiempo ya nadie ve películas, ni habla sobre las películas. Los allegados quieren que te unas a su cuerda de locos, a bailar la conga, a tomar refrescos, a desnudarse sobre las hierbas. Les entran unas ganas inmensas de vivir, y no reparan en que existe gente a la que el solsticio le da mucho por el culo. Uno sólo vive pendiente de que se renueven las carteleras. Y de la Eurocopa de fútbol... La única mejoría del tiempo que a uno le interesa es la del mar Caribe, donde se pescan las películas que no se pueden o no se deben pagar.  Todo lo demás -las alergias, los picores, las quemaduras, las insolaciones, el mal dormir, el sofoco, el sudor, la sed permanente – se lo dejo a mis congéneres.

    ¡Ah, sí! Nobody... Pues una tarantinada, pero sin diálogos de Tarantino. Una gilipollez muy bien hecha. La manufactura impecable de la nada. Violencia gratuita, y pasotes que te cagas. Tiros y hostias, coches y machos.... Un truño entretenido. Sale Saul Goodman, pero no hace de abogado, sino de matarife profesional. A pesar de todo, te lo crees. Es que es muy bueno, el amigo Bob. De todos modos, esta historia ya nos la había contado -y mucho mejor- David Cronenberg en “Una historia de violencia”.



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Sopa de ganso

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Aquí, en el mundo real, fuera de Sopa de ganso, también hay una tierra legendaria llamada Freedonia que es ¡La tierra de los libres y los valientes!, como reza su himno. Se trata, por supuesto, de la nación de Madrid, que en el plazo de cuarenta años -batiendo seguramente algún récord mundial- pasó de ser provincia rasa a Comunidad Autónoma, y luego ya directamente a nación, anidada en el corazón de la Madre Superiora: la Una, la Grande y la Libre, de la que Freedonia dice ser espejo de virtudes, y resumen de glorias, y faro del porvenir.

La Freedonia no marxista está dirigida -es un decir- por una mujer tan ridícula como el Rufus T. Firefly de la película. Ella, Isabel, a su modo, también es graciosa -a veces de partirte la caja y todo- pero a diferencia de Groucho Marx no se trabaja los chistes: ella simplemente abre la bocaza, suspende el filtro racional, y suelta lo primero que se cruza por el infinito espacio de su vacío: una fascistada, una ofensa, una incultura, una soplapollez, una perogrullada, una mentira, una incoherencia, una puñalada, una sociopatía... Hay muchos asteroides estériles vagando por su mente. Ya digo que te ríes con ella, sí, y sobre todo de ella, pero esta mujer es como un supervillano de la Marvel, invulnerable, y cuanta más energía le arrojas para contrarrestarla, ella más se hace la chula, y más crece y crece hasta ocupar la mayoría de los escaños, y las simpatías de la gente.

Luego, para seguir este paralelismo tonto con Sopa de ganso, resulta que el líder ficticio de Sylvania, la rival de Freedonia, también es un tipo muy alto, algo encorvado, bien parecido, que se pasa toda la película perdonando las ofensas y templando las gaitas, para que su país no se vaya a la mierda. El problema es que Louis Sánchez, o Pedro Calhern, confía demasiado en sus dos ministros de la Inoperancia y la Tontería Supina: Chicolini y Pinky, que a veces, en el summum de sus despropósitos, me recuerdan a algún par de socialistos y socialistas que suelen pasearse por los telediarios. Marxistas de pro, de apellido incluso, que tarde o temprano acabarán pasándose al enemigo. Como sucede en la película.



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¡Vivan los novios!

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¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.

A finales de los años 60, hartos de hacer películas que triunfaban en los festivales, pero jamás en las taquillas, Azcona y Berlanga decidieron apuntarse a la moda de filmar españoles bicheando extranjeras, y rodaron la desventura sexual de Leo Pozas, un empleado de banca que  en vísperas de su matrimonio descubre el universo de las guiris en bikini, y comprende que ya es demasiado tarde para él. Que se ha equivocado de edad, de religión, de país de nacimiento... Que ha tenido que llegar al borde del barranco para comprender que su matrimonio, efectivamente, es un abismo por el que caerá nada más poner el pie. Que tras el primer polvo nupcial, y los muy escasos que esa arpía que borda Lali Soldevilla le concederá en la luna de hiel, le espera una vida de hombre enjaulado, de pajillero clandestino, de soñador entristecido de mujeres europeas.

    ¡Vivan los novios!, como no podía ser de otro modo, fue un fracaso en taquilla. A Azcona y Berlanga, incapaces de traicionarse a sí mismos, les salió una película derrumbada, negra, alimentada con la misma sangre que corría por las venas del xenomorfo de Alien: corrosiva y amarilla. Los que iban a reírse con las desventuras del pobre Pozas se quedaron con la sonrisa congelada. Porque José Luis López Vázquez, en efecto, con su calvicie y con su corta estatura, caminaba con los ojos desorbitados, y casi dislocados, por la playa de Sitges, persiguiendo escotes y nalgas como manzanas en un sueño. Pero su infortunio sexual movía más a la pena que a la carcajada, más a la piedad que al aplauso. Más al reflejo vergonzoso que a la alteridad catártica, que escribiría el pedante de la revista.... Los espectadores querían reírse de sí mismos, pero no contemplarse a sí mismos, que es una cosa diferente

    En ¡Vivan los novios! aparece una de las actrices más hermosas que uno ha visto jamás. Su nombre es Jane Fellner, e interpreta a la pintora irlandesa que engalanaba las aceras con sus tizas, y con su mera presencia. El sueño sexual de la noche veraniega de Pozas, y de cualquiera... La he buscado en internet con suma curiosidad, para saber qué fue de ella, pero sólo consta como actriz en esta película. El resto es silencio. En YouTube, en un corte de cuatro minutos, otro hombre enamorado le ha rendido un sentido homenaje: Sexy and attractive Jane Fellner. El tal Josep, el amigo Pozas, y el que esto suscribe, hemos caído bajo el mismo embrujo de su belleza, y de su misterio. Ya somos el Club de Sus Admiradores. 

                                   


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Manual de cine para pervertidos

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La primera vez que vi “Manual de cine para pervertidos” piqué, pues eso... como un pervertido. Yo esperaba la guía definitiva sobre desnudos y escenas subidas de tono: quién, y en qué película, y dónde encontrarlo por internet. Joder, ahí ponía “Manual de cine...”, y los manuales son libros prácticos, no teóricos, que te enseñan a hacer cosas de provecho. Guías, y no especulaciones. Hombres en acción, y mujeres a la aventura, y no filósofos hablando de la metafísica de los rábanos.

La sorpresa -y la decepción- vino a los cinco minutos, cuando comprendí que aquí no se hablaba de la carne, sino del subconsciente, y que la estrella de la función era un filósofo esloveno -mitad cinéfilo y mitad psicoanalista- que hablaba un inglés tan macarrónico y tan lento, tan arrastrado de erres en sus sesudas dubitaciones, que hasta yo, que ya me pierdo en el “¿Ja guar yú?”. podía seguirle el discurso sin casi mirar los subtítulos. Mi primera reacción fue, por supuesto, pasar del documental, y emplear el tiempo libre en otra película, o en otra sabiduría. Pero tengo, para mi suerte, un Yo que aún no ha perdido las riendas del todo, y que a veces se impone al Ello caprichoso. Incluso al Superyó judeo-cristiano, tan gruñón y tan pesado.

Mi Yo, cuando vio que Slavoj empezaba a diseccionar los simbolismos de “Terciopelo azul” se dijo: “¡Tate!, que esto puede ser interesante...”, y allí nos quedamos los tres, en el sofá: el Yo curioso, y el Ello cabreado, y el Superyó tomando notas, por si había que arrepentirse de algo después. Durante dos y horas y media -que son como una charla magistral en la Universidad- Slavoj Zizek se pierde en germanías, en literaturas del género. En verborreas inaprensibles para el lego. Porque uno, más allá de la estructura básica de la mente, y de cuatro conceptos aprendidos del abuelo Sigmund, sólo tantea tinieblas y aguas cenagosas. Pero de vez en cuando, entre el perifollo, Zizek macarronea reflexiones que son como perlas para el intelecto. Claves insospechadas de películas inmortales. Introspecciones muy válidas que te golpean la conciencia.




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La vaquilla

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La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



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Cuando Harry encontró a Sally

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El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes de morir.

(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella, claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).

Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente, me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca, de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg, como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego, en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.




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Memento

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Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



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El sabor de las cerezas

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Recuerdo haber visto El sabor de las cerezas hace muchos años, en un ciclo de cine iraní que organizaba la Universidad de Invernalia. Eran los tiempos de mi juventud aventurera, de mi primer contacto con filmografías alejadas de la española o la jolivudiense... Yo soñaba con ser ciudadano del mundo no a través de los viajes, sino a través de las películas. Volverme culto y universal. Educar mi gusto y mi sensibilidad. Volverme atractivo a las miradas femeninas menos superficiales. Yo, en aquel cineclub universitario, soñaba con conocer a una belleza solitaria y accesible, de andar por casa, coqueta y sensual, con la que seguir viendo cine en otros contextos, en la intimidad de otros respaldos. Luego, la verdad sea dicha, ninguna estudiante se presentó jamás sin un novio de la mano, protegiéndola del peligro...

En El sabor de las cerezas conocí a un fulano llamado Abbas Kiarostami que se llevaba los grandes premios en los festivales. Juraría que entonces me gustó la película, pero hoy he intentado verla otra vez y me he quedado dormido. Muchas cosas han cambiado desde los tiempos universitarios... Se ve que he perdido el apetito por la aventura intelectual. Que me he hecho mayor volviéndome otra vez niño, como en un curioso y lamentable caso de Benjamin Button. He pasado veinte años viajando por las películas de aquí y de allá: he visto cine de casi todos los sitios, de casi todas las sensibilidades, afamado y de culto, estafador y fallido, y al final, en un viaje circular alrededor de mí mismo, he regresado a los gustos de mi adolescencia. Cosas digeribles, entretenidas, americanas a ser posible, de eso que los críticos llaman con desprecio artesanía, y no arte.

Es en películas como El sabor de las cerezas donde me descubro rendido a la evidencia: ya nunca seré el cinéfilo que siempre quise ser. El hombre que encara con entusiasmo ecuménico la última novedad procedente de Tailandia o de Paraguay. Lo vengo sospechando desde hace años, y hay películas como ésta que ya me golpean con una certeza ineludible. Veo -o intento ver- El sabor de las cerezas, y cada bostezo pantagruélico divide por dos los restos de mi autoestima.  Estoy incapacitado para ver la poesía en una cosa así. En un pestiño así. Me acepto -qué remedio-, y me odio un poquito.




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Insomnio

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Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio: que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes televisados.

Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia. Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay, media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse... Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.

Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño.  Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno. 

Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos, pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a hablar aquí.





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Origen

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Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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Los europeos

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Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada, rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente, con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche. Pero me puede la impaciencia: tengo que verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...

Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes, sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni eso...

No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.

Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.




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Quo Vadis, Aida?

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La gran desgracia de los bosnios en guerra fue que en su patria no había petróleo, ni prospecciones halagüeñas. Así que cuando empezaron los disparos, los marines no se lanzaron en paracaídas sobre su territorio. Iba a decir que jamás desembarcaron en sus playas, como en Normandía, pero he recordado que los bosnios se quedaron incluso sin mar, en la contienda.

Otra suerte les hubiera sonreído si allí, en los montes, hubiera brotado un chorro de crudo al cavar otra tumba. Entonces sí: alguien en el Pentágono habría dicho que los serbios guardaban armas bacteriológicas, o que experimentaban con uranio enriquecido. Un avión espía -pilotado por Tom Cruise, seguramente- habría detectado cabezas nucleares apuntando hacia Berlín. Cualquier excusa hubiera valido para lanzarse en picado sobre los manantiales. Y, aquí, por supuesto, hubiéramos aplaudido con las orejas, y hasta hubiéramos enviado una fragata, a la Bosnia sin mar, con un par de cojones.

Pero a lo que íba: en Bosnia, en los años 90, sólo había pobreza, y bosnios, y bosnias, y equipos de baloncesto, así que cuando empezaron las matanzas -porque una cosa es una guerra y otra las matanzas de civiles-, la OTAN, y la ONU, y el Sursum Corda, enviaron a unos pobres holandeses a interponerse entre los paramilitares serbios y los civiles de Srbrenica. A los holandeses les encasquetaron un casco azul  para que no les disparasen, pero no para imponer ninguna autoridad. Mladic, el carnicero, se reía de los paísesbajeños a la puta cara, como nos cuentan en la película. Él sabía que los americanos pasaban de todo, y que los rusos se lavaban las manos, hermanados en lo eslavo. Todavía hoy se sigue riendo de todo el mundo, en su celda VIP de La Haya.




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War horse

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Las enciclopedias hablan de un cineasta llamado Steven Spielberg que nació él solito en 1946. No quiero gracias al Espíritu Santo, ni por generación espontánea, sino que nació -ay, madre, cómo escribir esto ahora -sin une hermane gemele o mellice. Cuentan que Spielberg era un chaval muy precoz que ya filmaba sus juegos infantiles con una cámara Super 8, como -ay, Jesús- les niñes de aquella película. Pero uno está convencido de que aquel día, en Cincinnati, nacieron dos niños a la vez, y que por alguna razón que algún día desclasificará su gobierno, el hermano gemelo, al que yo llamo Spielberg Steven, permanece protegido en el de anonimato.

No hay otra explicación para entender esta serie binaria de grandes películas y películas decepcionantes. Se ve que cuando Steven Spielberg está en enfermo, o no le apetece dirigir, llaman a su hermano Spielberg Steven para que le sustituya. Le ponen la misma gorra, las mismas gafas, la misma barbita de nerd, y arreando... O quizá suceda al revés, que el talentoso sea el ignoto, y el torpe el conocido. 

Sea como sea, estos dos gemelos son como el yin y el yang, como la cal y la arena. Uno es el artífice de Indiana Jones, el visionario de Minority Report o de Inteligencia Artificial. El genio que nos montó en las barcazas para desembarcar en Salvar al soldado Ryan, o  nos hizo soñar con los extraterrestres en ET o en Encuentros en la tercera fase. El tipo que una vez se pasó al blanco y negro para rodar la película definitiva sobre el Holocausto... El dios de los cinéfilos provincianos que nunca creímos en Dreyer, ni en Godard, ni en Manoel de Oliveira.  El dios de los sindiós.

El otro es el que utiliza los golpes bajos del melodrama. El que cuenta el final de sus películas con dos horas de antelación. El que dice hacer clasicismo cuando se entrega con gusto a la cursilería. El que da la brasa con los hijos de los padres divorciados. El que usurpa el nombre de su hermano para endilgarnos, cada cierto tiempo, una película de impecable factura, de actores cojonudos, de fotografía bellísima, intenciones irreprochables, pero que al final te deja aburrido en el sofá, reprimiendo los bostezos. Confundido una vez más sobre la identidad aleatoria y enigmática de estos dos fulanos.




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