Mi reno de peluche

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En el capítulo más controvertido de mi autobiografía –“Confesiones de un gilipollas”, publicada en la Editorial Capullos Integrales- cuento mi propia experiencia con una Martha Scott que me encontré por internet. Mi contraria no estaba tan gorda, pero sí era tan lista, y tan retorcida, y desde luego era mucho más guapa. Que me quiten lo bailado. En ese capítulo de mis memorias -reescrito mil veces por si las moscas- cuento las idas y las venidas, las trapisondas y las tragicomedias. La desigualdad fundamental del hombre y la mujer frente a las leyes de por aquí. Gracias por todo, Irene. 

Y hasta ahí puedo leer, como diría Mayra Gómez Kemp, por recomendación expresa de mi editor. Yo querría contar más cosas, darle más morbillo y más carnaza a estas escrituras siempre tan descafeinadas, pero él insiste en mantener el misterio para que la gente acuda en masa a las librerías. Ahora mismo él está convencido de que Netflix, para exprimir la teta de “Mi reno de peluche” hasta la última gota -quizá no era la metáfora más adecuada- va a comprarnos los derechos de mi vida por un pastonazo de libras o de euros, que a él lo mismo le da. Mi editor es un soñador, un incauto, un hombre cegado por la avaricia. No ha entendido que con mis dos apellidos tan poco aristocráticos no se puede llegar a nada en la vida.

Cuento todo esto por si alguno cree que estas cosas de los renos de peluche sólo pasan en la pérfida Albión. Lo que pasa es que la guerra de cifras que sostienen el Ministerio de Igualdad y las webs de los fascistas -dos ejércitos mentirosos e interesados- ha dejado una tierra de nadie donde es imposible creerse cualquier número, todo minas y trampas, y socavones. Pero repito: estas cosas pasan, vaya que si pasan, por mucho que Irene Montero y sus secuaces quieran convencernos de que al sur de los Pirineos se está librando una guerra maniquea entre orcos con polla y elfas con reflejos luminosos en el cabello. 





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La roca

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Ya apetecía, la verdad, después de ver tanta película posmoderna, dejarse llevar por una trama prehistórica de hombres empoderados. Recordar los viejos tiempos del patriarcado ahora que todo es demolición del Antiguo Testamento y cruzada cultural contra la testosterona. Menos mal que existen las filmotecas, las videotecas, las plataformas... El emule. Museos arqueológicos para recordar cómo eran aquellos tiempos del cine hecho para hombres muy hombres, y para mujeres a medio concienciar que caían prendadas de sus bodies.

Porque además, en “La roca”, los hombres están empoderados de cojones: uno es presidente de Estados Unidos, otro es asesor presidencial, otro general en el Pentágono y otro general rebelde en Alcatraz. Y luego están los dos héroes, el doctor Cage y el señor Connery, el primero un agente del FBI y el segundo un espía al servicio del MI6. La pera limonera. Lo mejor en versión XY de cada casa. Y el arsenal que manejan, claro, porque en “La roca” el que no tiene un fusil ametrallador amenaza con un misil cargado de veneno o pilota un avión de combate de mil millones de dólares. Es casi una película porno, todo el rato sacándose el símbolo fálico a ver quién la tiene más grande y consigue el primer turno para preñar. 

“La roca”, por supuesto, suspende sobradamente el test de Bechdel. Sólo cumple un ítem de los tres. Un 33% de feminismo. Y me parece mucho para lo visto en pantalla. ¿Personajes femeninos? Pues tres: la hija de Sean Connery -que solo aparece en una escena-, una amiga que la acompaña y que luego no dice ni mu, y, por el otro lado de la trama, la novia de Nicolas Cage, que tras un primer polvo inicial se dedica a esperar que su guerrero vuelva de la batalla para consumar el matrimonio y la crianza del hijo que ya esperan. Ya digo que es cine de antes, y que se disfruta con mucha culpabilidad en el par 23 de los cromosomas. 

Siguiendo el test de Bechdel, no hay mujeres sosteniendo una conversación entre ellas, y sospecho, además, que si hubieran llegado a entablarla, el tema central habrían sido los maridos o los amantes, que con tanto tiro y tanta hostia ya no iban a llegar a tiempo para cenar. 






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Philadelphia

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Hace 30 años, en la sociedad biempensante, eran muchos los que aplaudían que el Vaticano y la CIA se hubieran conchabado para crear un virus que castigara con la muerte a los maricones. "Se lo tienen bien merecido", recuerdo que decían en los púlpitos y susurraban en los bares, acusándoles por andar por ahí, besándose a la vista de los niños, y desperdiciando su semen en concavidades no aptas para la vida. Por ofender al niño Jesús cada vez que guiñaban un ojo en el bar de ambiente de su pueblo. 

Jamás hubo, por supuesto, pruebas de semejante alianza, como nunca las hubo de que los chinos esparcieran el coronavirus para trastocar las redes del comercio internacional, pero la verdad es que si Woodward y Bernstein hubieran destapado un acuerdo estratégico entre el poder terrenal y el poder de los cazabombarderos a nadie le hubiera sorprendido la mandanga (aunque en el empeño vírico hubieran caído unos cuantos solados del propio bando, entre ellos cantidades no desdeñables de servidores nefandos del Señor).

Porque “Philadelphia” –y no “Piladelpia”, tonto, como decía aquel anuncio de la tele- no va de un trabajador al que discriminan por estar enfermo de SIDA, sino por ser lisa y llanamente un invertido. O sea: un bujarrón, un sarasa, un afeminado, un mariquita, un julandrón, un julay, uno de la acera de enfrente, un mariposón... Había decenas y decenas de sinónimos para elegir en el habla coloquial allá por 1993. Tantos como ahora, me imagino, aunque ya apenas las usemos porque la sociedad civil ha adelantado casi tanto como las ciencias de don Hilarión, y todo este escándalo de hombres que prefieren hombres y de mujeres que prefieren mujeres ya nos da un poco como la risa. “Philadelphia” es una película que se ha quedado muy moderna en las formas pero muy viejuna en los fondos. Aunque si hablamos de respeto y de tolerancia, esas cosas conviene repasarlas de vez en cuando.

(Pero claro: estoy hablando de la sociedad civil, no de la incivil, que creíamos casi exterminada, reducida a cuatro guetos de anormales y de cuñados fascistas, y ahora fíjate: cada vez tienen más diputados en los parlamentos y más voceros en los bares. Vuelven los bárbaros y amenazan con cruzar las orillas del Delaware). 





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Ricky Gervais: Armageddon

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Dice Ricky Gervais en "Armageddon":

“Si ser woke significa lo que significaba antes, que eres consciente de tus privilegios, que abogas por la igualdad y por minimizar la opresión, ser antirracista, antisexista, antihomofóbico... Sí, soy woke. Si ahora woke significa ser un matón autoritario y puritano que despide a la gente por dar su opinión, entonces no soy woke. Que le den a eso”.

Yo mismo, ateniéndome a la definición, tampoco soy woke. Me definiría como un comunista que se preocupa a ratos por el medio ambiente, que lee los libros malditos que los pijo-progres ni siquiera huelen por el forro y que piensa que Irene e Ione son dos estúpidas petardas que se han equivocado de enemigo. Y además me gusta demasiado Woody Allen... 

Hace meses, en una conversación ineludible, me rodearon dos wokes -¿wokas?- que se quedaban cortas defendiendo las políticas de cancelación. Según ellas, no es solo que hubiera que prohibir las películas de Woody Allen en las salas: es que había que erradicarlo de las filmotecas, de los videoclubs, de los catálogos de las plataformas. Y luego, ya consumada la venganza cultural por haberle metido los dedos a aquella pobre niña (sic), formar un comando guerrillero, cortarle los cojones con una podadora y exhibirlos colgados en un árbol de Central Park.

- ¿Verdad, Faroni, que todos los que idolatran a Woody Allen son unos cerdos asquerosos que merecen la misma suerte capadora?

- Eh... Sí, claro... Bueno, yo ya me iba, que tengo quema de libros de Michel Houellebecq a las cuatro en punto. 

Es solo una anécdota personal, pero ilustra el fondo de la cuestión. A esta gente se refiere Ricky Gervais en su monólogo. Y no son dos jovenzuelas anecdóticas: los wokes, sin reproducirse demasiado, como en el milagro de los panes y los peces, van camino de convertirse en una legión arrolladora.

Hay que ser Ricky Gervais -descarado, valiente, ya muy millonario para que le afecten las soplapolleces- para atreverse a colocar monólogos que son torpedos en la línea de flotación de la corrección política y la izquierda autosatisfecha. A un puto facha nunca se lo permitiríamos, pero a Ricky, que es uno de los nuestros, y que sabemos que todo lo dice por nuestro bien, sí. Of course.




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The Neon Demon

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“The Neon Demon" habla del efecto que produce la belleza femenina en el resto de las mujeres. Un tema muy poco tratado en el cine y también en la vida de los espectadores. Quizá por eso, aunque resulte fallida y a veces estúpida, “The Neon Demon” resulta muy original y adictiva. Tiene mil defectos, pero Nicolas Widing Refn le echa una imaginación desbordante muy propia de su ego. (NWR es un gafapasta que no puede dormir tranquilo si no rueda algo más original que el resto de sus vecinos. Es como ese tipo que adorna su casa por Navidad con tantas luces y simbolismos que al final ya no sabes muy bien qué coño se estaba celebrando).

Yo estaría por decir que el 98% de las películas van del efecto que produce la belleza femenina en los hombres que las miran. Decía Marcel Pagnol que en el cine solo existe un argumento: un hombre desea a una mujer; si se la tira, es una comedia, y si no, es una tragedia. Yo no diría tanto -porque también hay películas de hombres que desean hombres, y de mujeres que desean mujeres, e incluso de mujeres que desean hombres, aunque éstas sean las más raras en la cartelera- pero vamos, que entiendo por dónde iba el bueno de Marcel.

En concreto, “The Neon Demon” analiza el efecto que produce la belleza de una tía-buena en el gremio de las tías-buenas que compiten por los trabajos de modelo. Es por eso que la película, aunque sea una ida de olla, contiene al menos una exhibición de bellezones que entretiene mucho la tarde de primavera.

Según la teoría de NWR, la belleza hipnótica de una mujer produce en las demás el deseo de arañarle la cara o de hacerle cosas aún peores. Una envidia cochina, vamos. Un afán de destrucción de la obra de arte. Los hombres, en cambio, con los hombres más guapos que nos roban a las mujeres, no sentimos ese fuego agresivo en las entrañas. Nos limitamos a murmurar por lo bajo: “Joder, hay tíos con suerte..”. Es como un reconocimiento deportivo de la derrota. Una sumisión simiesca al macho alfa. Una resignación pacífica, aunque muy triste, de los mandriles secundarios.




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El caso Asunta

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La he visto casi de un tirón, pero eso no quiere decir nada. No me creo a ningún personaje. Aquí todo el mundo chirría, o sobreactúa, o imposta un acento gallego que da un poco de vergüenza. Hay gente que también habla en castellano o en andaluz y no se le entiende nada de nada. La Rosario Porto de las imágenes reales aún tenía un pase (mínimo) como mujer devorahombres. Pero su recreación... Jodó. 

Solo me creo a Tristán Ulloa haciendo del señor Basterra, quizá porque le miro de lejos y me veo un poco a mí mismo (en lo físico, digo, no jodamos): un tipo alto, desgarbado, con gafas de concha y pelo medio canoso. Parco en palabras y contenido en las emociones. Es el único que no ha hecho caso de los consejos y por eso construye el personaje más verosímil. Lo demás es una feria de histriones.

También me molesta mucho la banda sonora, esa cosa horrísona y machacona de gaitas y tamboriles. Ese subrayado melodramático para algo tan morboso que podía defenderse por sí mismo. Deduzco que la audiencia de Netflix necesita el redoble de emociones para creerse que hay gente mala por el mundo. La gente es estúpida del culo.

Por lo demás, todos conocemos a parejas que también están hasta los cojones de sus hijos. Gente que se dio el caprichito, que cedió a las presiones familiares, que se apuntó a la última moda entre el coro de amistades. Gente, incluso, que los tuvo de buena fe o que los adoptó en un arrebato de bonhomía, pero que luego se vio desbordada por la responsabilidad o porque tuvo que vérselas con un diablo de esos que te hacen la vida imposible. También los hay. 

A estos niños no deseados les salva que existen los abuelitos y que las parejas aberrantes como los Basterra-Porto son más bien infrecuentes. Si es verdad que fueron ellos, se tienen bien merecida la condena. Pero ojo: nunca seremos una sociedad madura hasta que esos hijos de puta que también adoptan perros y luego los abandonan en la carretera o los cuelgan de un árbol sufran las mismas penas de cárcel. Merecen la misma saña mediática en las televisiones. Nombres y apellidos, por favor. Yo nunca he visto la diferencia entre una niña china -o de cualquier lado- y un perrete que era todo amor y fidelidad.




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El último tango en París

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Todos hemos vivido con el título de alguna película suspendido sobre la cabeza: quién no ha sufrido un atraco perfecto, quién no ha cometido delitos y faltas, quién no se ha subido a un tranvía llamado deseo... La lista puede ser infinita. Es verdad que a veces son conceptos muy amplios, metáforas muy abiertas, pero luego hay títulos específicos que te dejan la piel de gallina, como si la vida ficticia y la vida real encontraran un punto de tangencia y se abriera un pasadizo para comunicarlas. Un agujero de gusano.

Yo, por ejemplo, también viví un último tango en París. Uno de los de verdad, con sus taconazos y sus faldas abiertas, y sus maromos engominados. En las orillas del Sena se ejecutaron los últimos pasos de nuestra extraña aventura en común. Mientras ella bailaba con los parisinos y yo la grababa con su consentimiento para luego repasar las técnicas y los alardes, tuve la corazonada de que iban a ser los últimos tangos de esa gran milonga que nos envolvió. Dos años antes ella bailaba para que yo la viera bailar, pero ahora solo bailaba para que yo la grabara con el móvil. De amante a cameraman; de hombre de su vida a candidato descartado.

Fuimos a París para reflotar un amor sin remedio. La Ciudad del Amor no nos podía fallar porque allí todo el mundo se enamora paseando por sus puentes o afianza su amor ya veterano. París es a los amantes como Lourdes a los paralíticos: existe un pacto tácito entre la ciudad y sus turistas. Tú pagas por un sueño y por una terapia. Por un milagro. A París se va a lo que se va, y el arte y la historia sólo son excusas para pasar las horas del día con la ropa puesta y la sonrisa repintada. Cuando el gran falo de la torre Eiffel se excita y se ilumina, las excusas caen al suelo con el sigilo de un camisón o de un calzoncillo de los caros. Pero no funcionó. Nuestro último tango en París fue tan confuso y tan descalabrado como el primer tango en La Pedanía.

¿La película?: pues pasada de rosca, insufrible, demodé. Incomprensible a ratos. Infumable. Demasiados in-... ¿La famosa escena de la mantequilla?: un charco de lodo.




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París visto por...

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París, para los parisinos, es como Palencia para los palentinos: la ciudad donde viven y nada más. La torre Eiffel no les impresiona porque la han visto desde pequeñajos y ya la dan por descontada en el paisaje. El turista en París acaba cogiendo una tortícolis porque todo es magnífico, o histórico, o le suena de alguna película. Cuando no es un palacio es un palacio de la hostia, o un parque divino, o un rincón espectacular. O una zagala inencontrable en otro lugar. Pero el parisino camina por sus calles pensando solo en lo suyo, que suele ser la lucha por la vida: el amor y el dinero, el deseo y la felicidad, aspiraciones universales que no distinguen entre el viajero y el oriundo. 

(En Palencia, en cambio, son los parisinos los que miran con curiosidad al Cristo del Otero mientras piensan que un huracán se ha traído en volandas al Cristo -¿pero no era más grande?- que perdió el mechero en Río de Janeiro).

En “París visto por...”, seis directores de la Nouvelle Vague aportaron su granito de arena para contar una historia que llevase lo parisino en su médula espinal. Una visión inexportable. Pero luego, ay, París casi no se ve, apenas un poco al principio, y un poco al final, lo justo para que entendamos que es una ciudad eterna que ha cambiado muy poco en casi sesenta años, más allá de los coches viejunos y de los rótulos de las tiendas.

Las historias de “París visto por...” podrían suceder en cualquier lugar del mundo que tuviera edificios altos, tráfico intenso y estaciones de ferrocarril. Son historias de urbanitas estresados e insatisfechos. Las podrían haber rodado en la misma Palencia, ya que me ha dado por ahí. En Palencia también hay desamor, socavones, burgueses cornamentados... Pero hay un cortometraje, “Gare du Nord”, el firmado por Jean Rouch, que lleva días rebotando por mi cabeza. ¿Qué harías si un día apareciera en tu vida el amor que siempre esperaste: exacto, calcado, como extraído de tus sueños? Y además en París, mientras paseabas distraído. ¿Tendrías el valor supremo de cambiar un sueño perfecto por una realidad la mar de sospechosa?





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