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Corazón salvaje

🌟🌟🌟🌟🌟


El mes pasado, en la revista de cine, los críticos hicieron una votación sobre David Lynch y eligieron “Mulholland Drive” como su película más incontestable. Somos muchos los que opinamos que así es. Nada que objetar. 

Sin embargo, mi película preferida de David Lynch es “Corazón salvaje”. Parece contradictorio, pero no lo es. En mi cabeza ambas ideas coexisten con normalidad. Ante “Mulholland Drive” yo me quedo boquiabierto, perturbado, desafiado por enésima vez a interpretarla. Me fascina. Pero ante “Corazón salvaje” se me asalvaja el corazón y eso es un sentimiento que me eleva sobre la butaca. Me transforma y me pervierte. Y me divierto como un enano.

“Corazón salvaje” es imperfecta, desmadrada, pero yo camino feliz sobre el camino de baldosas amarillas. Viendo a Sailor y a Lula me convierto durante dos horas en el otro yo, el que nunca fui y ya nunca seré: el chulo insufrible que recorre las carreteras con la chica más cañón del ecosistema. Bajo estas gafas de empollón y este aire de jesuita involuntario siempre hubo alguien que quiso ser un gamberro admirado y un guaperas irresistible. Es mucho mejor sentirse deseado que respetado. Envidiado que saludado. Amado que querido. Parece una canción de Serrat, ya lo sé.

“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo dice Lula en un descanso poscoital y es la definición más exacta que he oído nunca sobre cómo somos los humanos. Todos defendemos lo nuestro con uñas y dientes y además somos raros de cojones... No hay nadie que se salve a poco que mires con atención o el tiempo suficiente. “Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”: lo tengo puesto como carta de presentación en mis mundos virtuales. Es al mismo tiempo un aviso y una constatación. 

“Corazón salvaje” es una metáfora muy loca sobre la vida. Viene a decir que vivimos rodeados de perturbados y que conviene fugarse muy lejos con la chica de nuestros sueños. Poner tierra de por medio y disfrutar al máximo de una locura compartida. Y cuando ya estemos muy lejos, pararse a comprar, en una tienda del camino, una chaqueta molona que nos defina como individuos.





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Longlegs

🌟🌟🌟


La gente que dice escuchar la voz de Dios siempre me ha dado mucho miedo. Lo mismo los curas del colegio que los tronados que aún sigo topando por la vida. Son imprevisibles y torticeros. Hace años parecían una especie en vías de extinción, pero han resurgido en el ecosistema como si hubieran hibernado para coger fuerzas renovadas.

La suya es una esquizofrenia como cualquier otra, pero sin diagnóstico clínico, tolerada por el Estado y protegida por el Concordato. Si dices que Napoleón vive dentro de tu cabeza y que te susurra estrategias de batalla o versos guarros para Josefina, te meten directamente en el manicomio. En cambio, si dices que eres un intérprete de la Verdad Revelada te toman por un hombre de fe y te dejan ir libre por la calle. Y si además aprendes latín y te cuelgas un crucifijo del cuello, puedes llegar a obispo y pegarte la vida padre sin renunciar a los placeres carnales que denuncias en los demás. 

Hay otra minoría de esquizofrénicos también protegidos por la psiquiatría que dicen escuchar no la voz de Dios, sino la de Satanás, que es su rival radiofónico en las madrugadas. Si Dios dice que ha sido penalti, ellos prefieren escuchar que el árbitro se equivocó. Es un poco así. Después de todo, el Bien y el Mal sólo son dos interpretaciones del reglamento. Existe una guía básica para que no nos matemos a garrotazos y el resto es interpretable y muy rico en tonos de gris. 

“Longlegs” es una película de terror que protagoniza un psicópata satánico sacado del manual. Todo esto ya lo hemos visto mil veces, pero esta vez, no sé cómo, he conseguido centrarme en sus andanzas. La psicogénesis peculiar de Longlegs se debe a que él prefería sintonizar Radio Belcebú, que es mucho más beligerante que Onda Satanás con la vida terrenal.  Un psicópata belcebúquico siempre da mucho jugo en la ficción porque despliega histrionismos y verborreas que acojonan a cualquiera, pero a este lado de la tele me provocan más terror -porque son muchos más, y además más sibilinos- los asesinos que dicen hablar por boca de los dioses benevolentes.





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Dream Scenario

🌟🌟🌟🌟


¿Hasta qué punto somos responsables de las cosas que soñamos? ¿Si soñamos que le somos infieles a nuestra pareja o que robamos un banco a mano armada estamos reconociendo una tara oculta o una debilidad en nuestro carácter? ¿O simplemente sublimamos una tentación malsana en un producto inocuo y volátil? ¿El sueño nos delata o nos redime? 

Casi dos mil años después de que los griegos del ágora ya se formularan esta pregunta, mi abuelo Sigmund, el de Viena, la convirtió por este orden en un éxito editorial, en un quebradero de cabeza y en una fuente de ingresos para los psicoanalistas. ¿Yo soy el que sueña o el que sueña es el Otro? ¿Hasta qué punto mi yo y mi subconsciente forman parte de la misma persona culpable o inocente? ¿Soñar es continuar el camino o es una fractura esquizofrénica que dura ocho horas sobre un colchón? 

En “Dream Scenario”, el personaje de Nicholas Cage le explica a su hija que los sueños son “pequeñas psicosis”, idas de olla sin delito ni responsabilidad. Yo no estoy tan seguro. Recuerdo que a la mujer que más amé le contaba mis sueños cada mañana precisamente porque la amaba. Mi desnudez era total. Me animaba el hecho de que ella se interesara tanto, de que prestara tanta atención a lo que para mí era un desahogo y un intento de autoexplicarme. Pero tuve que dejar de hacerlo porque ella le sacaba significados torticeros a todo. Es lo que tiene la paranoia y la mala baba...

Aprendí que los sueños es mejor guardárselos para uno mismo y dejar que se escurran en el olvido junto con las escamas y los sudores, en la ducha matinal.

“Dream Scenario” va un paso más allá y se pregunta qué pasaría si un día descubriéramos que nos hemos convertido en objeto de sueño universal. Si de repente todo el mundo, conocidos o no, soñara con nosotros como si se tratara de una locura colectiva. ¿Seríamos responsables de lo que nuestro yo onírico perpetra en las mentes ajenas? Cuando alguien sueña conmigo, ¿se lo inventa todo o yo le influyo de algún modo perverso -o bendito- en la narración? ¿Hasta qué punto el otro yo actúa en mi nombre y usurpa mi firma? 

Si te mueres y siguen soñando contigo, ¿sigues vivo? 



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La roca

🌟🌟🌟


Ya apetecía, la verdad, después de ver tanta película posmoderna, dejarse llevar por una trama prehistórica de hombres empoderados. Recordar los viejos tiempos del patriarcado ahora que todo es demolición del Antiguo Testamento y cruzada cultural contra la testosterona. Menos mal que existen las filmotecas, las videotecas, las plataformas... El emule. Museos arqueológicos para recordar cómo eran aquellos tiempos del cine hecho para hombres muy hombres, y para mujeres a medio concienciar que caían prendadas de sus bodies.

Porque además, en “La roca”, los hombres están empoderados de cojones: uno es presidente de Estados Unidos, otro es asesor presidencial, otro general en el Pentágono y otro general rebelde en Alcatraz. Y luego están los dos héroes, el doctor Cage y el señor Connery, el primero un agente del FBI y el segundo un espía al servicio del MI6. La pera limonera. Lo mejor en versión XY de cada casa. Y el arsenal que manejan, claro, porque en “La roca” el que no tiene un fusil ametrallador amenaza con un misil cargado de veneno o pilota un avión de combate de mil millones de dólares. Es casi una película porno, todo el rato sacándose el símbolo fálico a ver quién la tiene más grande y consigue el primer turno para preñar. 

“La roca”, por supuesto, suspende sobradamente el test de Bechdel. Sólo cumple un ítem de los tres. Un 33% de feminismo. Y me parece mucho para lo visto en pantalla. ¿Personajes femeninos? Pues tres: la hija de Sean Connery -que solo aparece en una escena-, una amiga que la acompaña y que luego no dice ni mu, y, por el otro lado de la trama, la novia de Nicolas Cage, que tras un primer polvo inicial se dedica a esperar que su guerrero vuelva de la batalla para consumar el matrimonio y la crianza del hijo que ya esperan. Ya digo que es cine de antes, y que se disfruta con mucha culpabilidad en el par 23 de los cromosomas. 

Siguiendo el test de Bechdel, no hay mujeres sosteniendo una conversación entre ellas, y sospecho, además, que si hubieran llegado a entablarla, el tema central habrían sido los maridos o los amantes, que con tanto tiro y tanta hostia ya no iban a llegar a tiempo para cenar. 






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El señor de la guerra

🌟🌟🌟 


Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela. 

Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.

Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario. 

La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.




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Los impostores

🌟🌟🌟

Lo bueno de tener una inteligencia menguada como la mía es que las películas de timadores siempre me sorprenden, incapaz de anticipar la desventura del estafado, o la argucia del estafador. Donde otros espectadores lo ven venir todo, y se aburren moderadamente, y sólo el orgullo de quien acierta los pronósticos los mantiene sentados en el sofá, yo soy como un niño simplón, bobalicón, que aplaude cada vez que el timador se sale con la suya, como un crío en el circo, alelado ante el mago. Disfruto el doble que los demás espectadores, eso sí, pero cuando hago reflexión serena de lo que he visto, me invade una desazón muy poco edificante, que me dura lo que tardo en pergeñar estos escritos.



    Quizá por eso, porque soy así de impresionable, he pasado un buen rato viendo Los impostores, que es una película de Ridley Scott que yo no sabía ni que existía hasta ayer por la mañana, cuando repasaba su filmografía. Supongo que en su día leí algo, o me dijeron algo, y me pudo más el desánimo que la intención, y con el tiempo olvidé incluso que existía tal película. Cosa rara, tratándose de mí, porque del mismo modo que podría engañarme cualquiera, con cualquier truco barato, luego no olvidaría jamás su jeta, o las palabras exactas que me dijo.

    Los impostores empieza muy bien, flirtea algo más de media hora con la sensiblería, y finalmente remonta el vuelo para alejarse del culebrón de sobremesa. No esperaba menos, en el maestro Ridley Scott. Los impostores no es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero el andamiaje se sostiene, los timos entretienen, e incluso Nicholas Cage, haciendo de Nicholas Cage, tiene un pase y un encanto. Lo que no me termina de cuadrar es el personaje de la cajera sonriente y guapísima, en la que su personaje va depositando poco a poco la esperanza de un futuro mejor. Creo que en realidad es un ángel que bajó del cielo para hacer una sustitución. No pega. Con lo que suelen cuidar los americanos, estas cosas del casting.



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Hechizo de luna

🌟🌟🌟

“El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, decía Marcial Ruiz Escribano, que era el garrulo al que daba vida Ernesto Sevilla en Muchachada Nui. Marcial era un cateto fetén, manchego, pero extrapolable a cualquier lugar de nuestra geografía, con su boina, y su chaleco, y su palillo entre los dientes. Y aunque algunos se vistan de Armani y se perfumen con lo nuevo de Christian Dior, en el fondo, enfrentados al espejo, desnudicos con nuestros pelos y nuestras foferas, todos somos unos catetos que sonreímos con la chorraduca de Marcial, porque la intuimos muy cierta, y sabemos que el amor no resiste un análisis racional de pros y contras, de ventajas e inconvenientes, sino que uno se enamora, así, pum, en una mirada, en una cita del Tinder, y que el resto ya queda en manos de la diosa Fortuna.



    Me he acordado de Marcial mientras veía Hechizo de luna porque todos sus personajes andan muy preocupados por escoger bien, a su marido, y a su mujer, e incluso quien ya escogió sigue preguntándose si hizo bien, y si hay tiempo todavía para el arrepentimiento, y salen de picos pardos con la luna llena a ver si encuentran un candidato que reúna mejores cualidades. Una película de adúlteros, y de adúlteras, de gente que hace y deshace compromisos porque andan al mejor postor, y juegan con dos barajas, y sudan la gota gorda pensando que llevan la peor baza en la partida. Un no parar. Un angustia existencial. Hechizo de luna es una comedia porque en su día la vendieron así, y porque al final, la verdad sea dicha, todos terminan encontrando su acomodo y su cama acogedora. Y como decía Fernando Trueba que dijo una vez Marcel Pagnol:

    “En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer, y si follan, es una comedia, y si no, ¡es una tragedia!”

    Pero en el resto de la película se masca el nerviosismo, el sufrimiento casi coronario de quien se enamora pero recula, de quien recula pero no se aleja del todo, y es como una gran tragedia griega ambientada en el Nueva York que aún tenía dos Torres Gemelas en la bahía. Que salen justo al principio de la película, enmarcando el hechizo de la Luna, pero que no se beneficiaron mucho de él, la verdad.


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Leaving Las Vegas

🌟🌟🌟🌟

"No puedo recordar si empecé a beber porque me dejó mi mujer, o si mi mujer me dejó porque empecé a beber".

    Es una frase brillante, ambigua, que lo explica todo y no explica nada. Así le responde el personaje de Nicholas Cage a Sera, la prostituta que acaba de conocer en Las Vegas, cuando ella se interesa por la razón de su perpetua borrachera. De su afán por seguir bebiendo hasta caer muerto, literalmente, sin que nada, ni nadie -ni siquiera el amor que ha nacido entre los dos- pueda disuadirle de su intención. Bebo, y punto, viene a decirle Ben Sanderson. El origen del vicio es lo de menos. Si mi destino era ser abandonado, la bebida resultó ser la medicina; y si mi destino era la bebida, el matrimonio estaba condenado de antemano. Así que... qué más da. Se trata de la bebida en cualquier caso. Bebo, y punto. Es todo lo que tienes que saber. Y todo lo que vosotros, espectadores, vais a averiguar.


    Pero dicho esto, la memoria es traicionera, y selectiva, porque Leaving Las Vegas no es en realidad una película sobre el personaje de Nicholas Cage, que una vez presentado, y expuestas sus razones, o sus no-razones, languidece poco a poco en su melopea full time. El personaje que se adueña de la pelicula es Sera, la prostituta que acoge a Ben en su casa, y lo arropa, y lo cuida, y asume sin rechistar su deseo de darse muerte. Sera es la prostituta del corazón de oro, la mujer atrapada en su explotada soledad. 


    - Una joven guapa como Ud. puede conseguir al hombre que quiera. ¿No lo sabe? -le dice el taxista apiadado. 

Y Sera sonríe tímida, incrédula, como diciéndole "te lo agradezco, pero tú qué sabes". Porque su personaje es tan opaco, tan inescrutable, como el del borracho que vive acogido en su hogar. Las razones de Sera también se nos escapan, y de ella sólo conocemos su profundo dolor por la vida, y su profundo cariño por Ben. Lo demás es conjetura, sospecha, y eso hace que el efecto dramático de Leaving Las Vegas se multiplique por dos cuando llega su desenlace. Lejos de enfadarnos por no entender, se nos escapa la lágrima tonta que al final es profundamente comprensiva. Porque todos, al fin y al cabo, nos vamos labrando nuestra propia desgracia, y cuando nos preguntan por el rumbo equivocado que un día tomamos para estrellarnos, tampoco sabríamos muy bien qué responder. Es la vida, que nos lleva. El carácter, que nos condena. La desesperanza, que nos hunde.




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El ladrón de orquídeas (Adaptation)

🌟🌟🌟🌟🌟

"Hay demasiadas ideas, y cosas, y gente... Demasiadas direcciones que tomar. Empiezo a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente, es que reduce el mundo a un tamaño más manejable".

     Esto lo escribe Susan Orlean, que trabaja para el New Yorker, y que acaba de conocer a John Laroche. John es el ladrón de orquídeas, un tipo estrafalario que arranca flores protegidas en los pantanos de Florida fascinado por sus formas, y por sus mecanismos adaptativos. Un fulano inquieto, neurótico, poco aseado en el vestir, pero que habla con tanta pasión sobre el universo de las orquídeas, y de su vínculo íntimo con el resto de la creación, que la escritora, que en principio estaba allí para escribir un reportaje, cae fascinada ante su discurso y decide escribir una novela inspirada en su obsesión. Porque la obsesión -comprende Susan- no es la tontuna de los locos, ni el empeño de los maníacos, sino un modo muy sabio de poner orden en el caos. De encontrar el sendero en la espesura. De no perderse en el viaje errático y ramificado de la vida.


    Años después, Charlie Kaufman, el marciano que un día decidió ganarse la vida escribiendo guiones, recibió el encargo de adaptar El ladrón de orquídeas a la gran pantalla. Pero la novela de Susan Orlean es un relato de acomodo imposible, pues está llena de reflexiones, de apuntes, de filosofías particulares, intraducibles en imágenes. Así que Kaufman, bloqueado ante la máquina de escribir, decide bajar al terreno personal -que puede ser real o ficticio o una tomadura de pelo monumental-, y se coloca a sí mismo como el protagonista principal de la película. El ladrón de orquídeas resulta ser finalmente la historia de tres obsesiones: la de Laroche por las orquídeas, la de Susan Orlean por Laroche, y la de Charlie Kaufman por sacar adelante una adaptación que resuma tanta fascinación sin horizonte. 

¿El resultado?: otra película de Charlie Kaufman imposible de contar, de resumir. Una ida de olla maravillosa. Personajes reales que hacen de ficticios, y personajes ficticios que hacen de reales. Un guión que habla sobre la escritura de un guión. El metaguión. La puta locura. 



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