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Hartos ya de que sus alumnos no les hagan ni puñetero caso -o
sólo el caso necesario para aprobar la asignatura, distantes y pasotas- cuatro
profesores del instituto, que además son amigos y residentes en Copenhague,
deciden tomar la medida pedagógica más extrema. Una que no consta en los manuales
de Magisterio, ni en los cursos de reciclaje: que es, siguiendo las teorías
locas de un gurú de internet, y a riesgo de perder sus empleos, presentarse en
las clases bebidos, pero no borrachos del todo, sino “con el puntito”, con el
“yo controlo, tío”, que es esa cosa que uno creía tan española y al parecer es
patrimonio etílico de la humanidad.
La cuestión para estos intrépidos exploradores es encontrar
el justo equilibrio entre la euforia y el trastabille, entre el despertar de la
mente y el revoltijo de las neuronas. Re-encontrar el baricentro pedagógico que
los transforme en los profesores que eran hace veinte años, cuando empezaron a
enseñar recién salidos de la universidad, audaces y ocurrentes, flexibles y
joviales, y no los muermos que son ahora, repetitivos y cansinos, mal afeitados
incluso, que miran el reloj de continuo para que terminen las clases cuanto
antes.
El alcohol, sin embargo, ya sabemos cómo es. Se parece mucho
al sexo, o a los ansiolíticos, o a las máquinas tragaperras. El alcohol siempre
pide un poco más, un poco más, hasta que el hígado ya no procesa con rapidez y los
vinos de la tierra se suben al lóbulo frontal, a trabar la lengua, a joder la
marrana de una vida familiar que antes discurría por los cauces pacíficos de la
gente guapa: una casa cojonuda, y unos hijos ejemplares, y una mujer de bandera -de
bandera danesa, además- que no entiende ni jota de lo que está pasando con su
marido. Es ahí cuando la película desbarra, y se pierde en tremendismos muy propios
de Soren Kierkegaard, porque uno, la verdad, desde su humildad peninsular,
desde su poquita cosa como hombre, no entiende que estos tíos se jueguen por
una botella lo que otros estarían dispuestos a conseguir vendiendo a sus madres
o pactando con el diablo. Un puro desparrame que atenta contra la lógica
evolutiva.
Pero luego, al final de la película, viene el baile del que
ya todo el mundo habla en el Planeta Cinefilia: la celebración de la vida, la
reconciliación, la constatación de que aún quedan años para dar guerra
si los amigos siguen ahí, y la salud nos respeta, y luce el sol sobre Copenhague. Y sobre todo, si una mujer hermosa como la mañana nos acoge -o nos reacoge- en su seno.
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