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Muchos años antes de que Scarlett Johansson y Bill Murray se perdieran en la traducción del japonés, Gustavo Resines ya se perdió sin
remedio en la traducción del inglés. Él, como ellos, también se quedó
extraviado en la traducción de sus propios sentimientos, y desamparado en
tierra extraña. Y perplejo, muy perplejo, ante su propia estupidez. Quizá por
eso siempre me ha gustado tanto esta película, porque yo me identifico mucho con
el personaje, con su cara de panoli, también incapaz para los idiomas, y torpe
para el amor, y merluzo para el arte, y gilipollas para la vida en general.
Gustavo, en la película, es un fotógrafo de éxito que trata
de conquistar la línea del cielo al otro lado del Atlántico, vendiendo su trabajo
para la revista Life. El primer día que aterriza en Nueva York, la
visión del skyline le llena de optimismo y le dibuja una sonrisa: allí arriba,
en la terraza, sólo tiene que estirar el brazo para tocar las nubes algodonadas
y sonrosadas que se enredan, juguetonas, justo por encima de las Torres
Gemelas. Gustavo, además, ha venido a Nueva York a ligar, porque le han dicho -o
lo ha deducido por las películas- que las americanas son más liberales, y están
más predispuestas a meterse en la cama con un veinteañero que ya sufre la
emigración del cabello hacia su bigote. Pero su entusiasmo se diluirá en apenas
unas semanas: sus fotografías no despiertan gran entusiasmo en el mundo anglosajón;
la única mujer que le hace caso es otra española exiliada, también perdida en
sus propias avenidas; y lo de aprender inglés se convierte en una tortura
diaria, y absurda, en la que cada vez entiende menos diálogos, y no más.
Quizá por eso, también, me siento muy identificado con su
personaje, porque su generación, como la mía, aprendió un inglés de chichinabo,
torrefacto, tan sucedáneo y bajo en calorías, que cuarenta años después de
versiones subtituladas todavía no hay manera de entender un carajo, cuando los
actores aceleran el verbo. Más que una tara, ya es un complejo, una
autosugestión. Quizá una psicosomatización de aquellas clases de inglés en el
colegio. Y sin el inglés, hoy en día, como
sucedía en 1983, es imposible tocar el cielo: ligar en la playa con una mujer
extranjera queda descartado; emigrar a los países civilizados, también; y disfrutar
del buen cine sin tener que leer los rotulicos, una tarea imposible.
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