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Frente a mi ventana no vive una hermosa mujer que se desnude cada noche y se frote los pechos con limones partidos por la mitad, a la vista de cualquier viejo verde que se aburra con el Cádiz-Osasuna. Esto, ay, es La Pedanía, y no Atlantic City. “Eso, allá en América...”, como decía mi abuela. Lo mismo los avances científicos que las vecinas despechugadas; las casualidades benditas y las bellezas pelirrojas.
Al otro lado de mi refectorio vive un señor mayor al que visitan sus hijos cada día para ayudarle con las tareas del hogar y de la huerta. Mi ventana da justo al segundo piso de su casa, que tiene clausurado para no tener que subir ni bajar las escaleras. Donde debería estar Susan Sarandon quitándose el olor a pescado mientras escucha ópera en el radiocasete, hay una persiana eternamente bajada y algún pajaruelo que de vez en cuando se posa sobre el alféizar. Mi realidad es justamente eso: en vez de una pájara de cuidado, los gorrioncillos de La Pedanía.
De todos modos, aunque viviéramos en Atlantic City y la problemática Susan Sarandon alquilara la casa de mi vecino, yo no podría ayudarla en absoluto. Hay que ser muy hombre para sacar a esta mujer del atolladero: hay que tratar con narcotraficantes, tirar de revólver, entrablar contactos con la mafia... Vestirse de punta en blanco para dar el pego de hombre con renombre. Y yo, ay de mí, soy un triste funcionario que solo puede socorrer a las mujeres descarriadas con buenas palabras e inyecciones modestas de monetario.
Así salvé, por ejemplo, a la última mujer que puso aquí su nido transitorio, antes de que se le curara la patita y volviera a emprender el vuelo buscando horizontes más promisorios y mejor vestidos. La mía fue una ayuda al alcance de cualquier imbécil enamorado. Para casos más complicados que el suyo ya se hubiera requerido la prestancia y el tronío de un Burt Lancaster señorial, aunque en la película ya peine canas en la sesera y en el bigote.
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