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Bloody Sunday

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En los títulos de crédito del final suena, cómo no, el “Sunday Bloody Sunday” de U2. De hecho, cuando las letras terminan, la canción sigue sonando con la pantalla en negro dos minutos más. Es el colofón perfecto a una película que no admitía otras músicas ni otras canciones: sólo diálogos, voces, órdenes, disparos... Da igual que conozcas la historia o que ya hayas visto la película: lo que se cuenta, y cómo se cuenta, te golpea directamente en las neuronas más comprometidas.

Este “Sunday Bloody Sunday” es una versión en directo que Bono prologa con un pequeño discurso: “Espero que algún día esta canción ya no sea necesaria...”. Leo en Wikipedia que la canción fue compuesta por “The Edge” en 1982, diez años después de la matanza del Domingo Sangriento. Ha llovido mucho desde entonces. Sangre también, pero ya menos. Las cosas han mejorado mucho en Irlanda del Norte, pero nadie está totalmente convencido de su vigencia. Cualquier tronado con un revólver sería capaz de revertir los logros conseguidos. Viendo la película es imposible no establecer paralelismos con ETA y con el País Vasco. Lo de Irlanda del Norte fue más salvaje, más indiscriminado, pero yo creo que nos entendemos.

Pero ojo: cuando digo “tronado con un revólver” no hablo solo de un potencial terrorista. Hablo también del otro lado de la barricada. En mi entorno, salvo cuatro habas contadas, los jóvenes fascistas quieren pegar tiros entrando en el Ejército o en los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado, que dijo una vez Irene Montero en plena lucha subversiva de los géneros.

Estos chavales no se distinguen mucho de los paracaidistas británicos que dispararon a la muchedumbre en Londonderry. Los paracas no hicieron diferencias entre los manifestantes violentos y los pacíficos: todos eran irlandeses, y católicos, y por tanto objetivos de su videojuego. Aquí, cuando VOX se haga cargo del ministerio del Interior, muchos se van a creer con licencia para matar al enemigo: 007, o 009, o John Wayne en pleno fregado contra los sioux de Cataluña o los apaches del Nervión. Veo mucho patriota, mucho tarado, mucho débil mental... Mucho inquieto con ganas de follón. 



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The Missing

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Hace  años, cuando desapareció de su hotel la niña Madeleine McCann, se desató un tsunami de psicosis colectiva que llegó a inundar, incluso, los parques infantiles de este tranquilo rincón del noroeste. Donde antes había niños jugando alegremente y madres ociosas que charlaban de sus asuntos, y padres aburridos que desarrollaban sus análisis futbolísticos, de pronto se implantó un régimen de campo de concentración en el que los niños se volvieron reos estrictamente vigilados, y los progenitores, guardias apostados en las torretas que iluminaban con los focos. Sólo faltó rodear los recintos con alambres de espino, y acreditar el libro de familia para poder acceder a ellos. Fueron unos años muy raros, neurotizados, que a mí me pillaron en plena faena del parquear, sin creer del todo lo que pasaba a mi alrededor. Una cosa era la responsabilidad y otra, muy distinta, aquella angustia que alteraba los nervios y las conductas. Niños habían desaparecido toda la vida, desde que el mundo es mundo, pero es como si la pobre Madeleine, que sonreía desde los carteles con cara de muñeca, viniera a recordarnos que nadie estaba a salvo de la desgracia, y que si  tal cosa podía sucederle a una niña rubia de sonrisa angelical, qué no podría pasarle a nuestros retoños ibéricos, mucho más feos y prosaicos.


    Alguien que buscaba la publicidad facilona ha tenido la mala idea de anunciar The Missing como una especie de versión encubierta del caso Madeleine. Sí, hay un niño desaparecido, y sí, sus padres son dos británicos pudientes que están de vacaciones. Pero ahí terminan las similitudes. La desaparición de Oliver Hughes no da lugar a un circo mediático, ni a una búsqueda internacional. Ni a un melodrama muy propicio para un telefilm de sobremesa. La ausencia de Oliver Hughes es un terremoto muy localizado que altera o destroza la vida de muy pocas personas: de los padres desconsolados, de los policías atribulados, de los sospechosos perseguidos. Nadie volverá a ser el mismo tras el terrible suceso. En The Missing no existen los colores, ni siquiera el blanco y el negro: todo es gris, sórdido, inquietante. Casi siempre llueve, o está nublado, o sale un sol impropio para la circunstancia. Víctimas y verdugos, amigos y observadores, todo el mundo esconde un pasado, una vergüenza, un acto inconfesable. El paisaje moral es deprimente. Y la serie, que además termina y acaba, para respiro del teleadicto que se agradece mucho, es cojonuda.




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