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El prado

🌟🌟🌟


En el gaélico de Asturias la tradujeron como “El prau”; en nuestro gaélico de León, “El prao”. Es más o menos lo mismo. Porque todo esto también es gaélico, imperio celta, según nos explicó nuestro guía en el viaje por Irlanda. Uno de los viajeros -¡maldito sea por Odín!- se atrevió a decir que qué pintaba León dentro de esta antiquísima comunidad. Que por aquí todo eran secarrales, y campos infinitos de lúpulo, y que el verde de los praderíos sólo se daba más allá de la cordillera. El guía, que además era compatriota mío, cazurro de pura cepa, prefirió no responderle...

Antes de viajar a Irlanda un amigo asturiano me dijo: “Bah, aquello es como Asturias, pero más grande”. Y no andaba desencaminado: desde el autocar vimos prados como éste de la película a miles, innumerables, tapizando las laderas y las llanuras, y no eran muy distintos de los que se ven en las tierras de los astures y los cántabros. Los irlandeses tienen el agua por castigo y con la que les sobra elaboran la cerveza. 

Todo en Irlanda era, en efecto, más o menos parecido, pero al llegar a Connemara, que es donde Jim Sheridan rodó “El prado”, se acabaron de pronto las similitudes. Connemara es un paisaje extraterrestre. De pronto tomas una curva y ya no estás en los verdes de los celtas, sino en otros verdes más suaves y desafiantes. Menos fértiles. Lunares. Un paraje de ensueño. Brigadoon sin fantamas ni bailarines. Pero también un paisaje donde te imaginas los años del hambre, los de la ausencia de patatas, y comprendes que tú en verdad jamás has pasado necesidad ni has luchado por sobrevivir. 

“El prado” no es sólo la historia de un cabestro obsesionado con su terreno -que encima no es suyo. Es también una historia sobre la eterna desafección del apellido. Ningún hijo sale como una espera. Nuestro ejemplo sirve de poco y nuestro ADN ya se encuentra diluido. La mezcla genética, por mucho que nos esforcemos, es única y protestona. Sigue su propio derrotero. La mayor desgracia de Toro McCabe es no saber aceptar esta verdad palmaria. Lo del prado y el americano es un asunto casi secundario.




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Mi pie izquierdo

🌟🌟🌟🌟

Lo primero que dijimos cuando anunciaron "the winner is... Daniel Day-Lewis" fue: 
- Verás que lío subir a este hombre al escenario con la silla de ruedas, y a ver luego quién le entiende el discurso con la parálisis cerebral.

 Pero solo un segundo después vimos al tal Daniel levantarse de su butaca y caminar con paso firme hacia el estrado y comprendimos que el hijo puta nos la había metido hasta el duodeno. Llevábamos meses pensando que era una injusticia que hubieran nominado a un actor paralítico para hacer de... actor paralítico, y el tío, lejos de eso, era un británico sanote y sonriente que dejaba a las mujeres turulatas y a los hombres acomplejados.

En esos meses de puro desconocimiento, de cinefilia cateta y atrasada, llegamos a decir que aquello era como nominar a un pobre bobo para hacer de bobo. Una broma de mal gusto. A las provincias aún no habían llegado “La insoportable levedad del ser” o “Mi hermosa lavandería”, así que Daniel, para nosotros, era un auténtico desconocido. Un año antes no nos creímos del todo a Dustin Hoffman haciendo de autista porque incluso aquí, en los secarrales periféricos, ya sabíamos que Dustin Hoffman era el tipo que se había travestido de mujer en “Tootsie”. Y aun así, alguno llegó a pensar que algo grave le había pasado antes de rodar “Rain Man”: un ictus, una sobredosis, una hostia de campeonato en la cabeza. 

Aquella noche de los Oscar, ya repuesto de la sorpresa, me dediqué por entero a cultivar mi indignación: Daniel Day-Lewis le había robado el premio al profesor Keating, algo así como robárselo a mi padre, y ni siquiera hoy, 34 años después de aquel latrocinio, puedo ver “Mi pie izquierdo” sin tener presente a Robin Williams en mis oraciones. Oh, capitán, mi capitán. 

(Casi nadie se acuerda ya de que la adolescencia de Christy Brown la interpreta un chavaluco que se retuerce y coge la tiza como si también fuera paralítico. Un genio. Es un actor irlandés de nombre Hugh O'Conor. Aprovecho este foro sin transeúntes para hacerle un pequeño homenaje ante la Tumba de los Actores Olvidados).




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En el nombre del padre

🌟🌟🌟🌟


Gracias a que Filmaffinity conserva las fechas de votación compruebo que han pasado 15 años desde que vi la película por última vez. Curiosamente, los Cuatro de Guilford también cumplieron 15 años en la cárcel por un crimen que no habían cometido. Como el Equipo A, sí, ja ja, pero todo muy real y con muchas menos carcajadas. 

Si me dedicara a la numerología buscaría el significado cabalístico de este número 15 que se repite sospechosamente. Y si fuera poeta, diría que también yo he vivido estos últimos 15 años confinado dentro de mí mismo, también inocente de los cargos que enuncia con muy mala baba el ministerio fiscal de mi existencia. 

La primera vez que vimos la película, allá por 1994, los espectadores nos echamos las manos a la cabeza: qué hijos de puta, los policías británicos... “Menos mal que es una ficción de Hollywood”, dijimos nada más salir del cine aunque supiéramos que la película era irlandesa. Luego nos contaron que aquello estaba basado en un caso real y ya no pudimos salir de nuestro asombro: qué rehijos de la reputa... De pronto los servicios de inteligencia británicos ya no eran tan molones como en las pelis de James Bond. Se parecían demasiado a los servicios secretos de los soviéticos en las películas de propaganda. 

“Esta injusticia soberna aquí nunca podría mantenerse", decíamos también. Pensábamos que nuestro aparato de inteligencia apenas estaba más desarrollado que la TIA de Mortadelo y Filemón. Estábamos convencidos de que el CNI no estaba dirigido por los psicópatas requeridos para el puesto, sino por unos merluzos con un bigote muy parecido al del superintendente Vicente. Era la edad de nuestra inocencia.

22 años más tarde, en Alsasua, sucedió algo muy parecido a lo narrado en esta película. A cuatro chavales que pasaban por el pub les metieron un puro antiterrorista para cagarse. De pronto, una trifulca de borrachos merecía la misma pena que un disparo a bocajarro o que una bomba lapa en las bajeras. Está visto que los hijos de puta que gobiernan entre las sombras son iguales en todos los sitios. Los reclutan con los mismos tests y pasan las mismas pruebas de capacitación. 





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The Boxer

🌟🌟🌟🌟


Emily Watson es la versión mejorada de una chica que me gustaba mucho en la juventud. Y es que de Francia para arriba ellas son más pelirrojas, más pecosas, más... llamativas. Será que por aquí, por las provincias sin playa, se ven tan pocas mujeres así que resaltan entre la multitud y me encienden el instinto. ¿Un gusto sexual cocinado entre la escasez y la mirada de paleto? Pudiera ser. Mis cuñados mallorquines, por ejemplo, ven a una pelirroja y ni se inmutan; viven inmunizados desde pequeños. Yo, en cambio, me cruzo con una y me quedo turulato perdido. Cuando vuelvo en mí, siento que debería pintar un cuadro o componer una poesía. 

Emily Watson tiene los mismos ojazos que aquella chica, y su mismo labio superior -tan retraído como sugestivo- y una fisonomía corporal yo diría que intercambiable. Lo que ya no sé es si también está como una puta cabra y si conduce con la misma falta de atención. Sea como sea, cada vez que la veo en una película me viene como una nostalgia al corazón: pero no del amor -que nunca llegó a prosperar- sino del tiempo perdido y de las energías desperdiciadas.

Hoy, mientras veía “The Boxer”, recordé que aquella chica vivía enamorada de Daniel Day-Lewis. Ha sido verlos juntos en pantalla y encenderse una vieja bombilla en mi memoria. He sentido una punzada de envidia que me ha jodido el resto de la película. De repente ya no me importaba nada el IRA ni el conflicto sempiterno. En mi interior sólo bullía un resquemor de eterno adolescente.  

Recordé que mi exnada tenía el cartel de “En el nombre del padre” presidiendo el cabecero de su cama exclusiva, allí donde sólo desembarcaban los tipos más bien musculosos y poco alfabetizados. Cuando la caza nocturna no era satisfactoria, ella se resarcía con el careto asalvajado de Daniel, todo hombría y testosterona. “Mi Daniel...”, decía ella con los mismos labios finísimos de Emily Watson, del mismo modo que otras veces decía “Mi Pep...”, por Guardiola, cuando este suertudo de sus deseos aún era centrocampista del Barça y mantenía el pelo sobre su cabeza privilegiada para la táctica. 





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