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La batalla del domingo

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Cuando se estrenó “La batalla del domingo”, en 1963, solo faltaba una temporada para que Alfredo Di Stéfano abandonara las filas del Real Madrid y se despidiera del viejo Bernabéu -ahora el Taylor Swift Arena- como hace al final de la película.

Supongo que la marcha de don Alfredo ya era un runrún que recorría la prensa deportiva, pero también la prensa muy seria del Movimiento, siempre pendiente de "La Saeta". Porque Di Stéfano -jamás sabremos si a su pesar o si encantado de la vida- era una de las cuatro patas que sostenían la credibilidad del régimen junto a las hostias de la Guardia Civil, los milagros de Jesucristo y la construcción compulsiva de pantanos. 

Las copas de Europa del Real Madrid no las consiguió Franco satisfaciendo sexualmente a los dirigentes de la UEFA -como aseguran maliciosamente en la prensa catalana- pero sí le vinieron de puta madre para que en el extranjero se nos conociera por algo más que torturar a los toros y a los rojos. 

Un año después del estreno, en el verano de 1964, don Alfredo discutió con Bernabéu por una cuestión de dineros  y se fue a jugar al RCD Español. Dos años después, ya con cuarenta años de los entonces, que son casi como los sesenta de ahora, con barrigón y varias distrofias musculares, Di Stéfano se retiró de los campos de juego para sentarse en los banquillos y seguir demostrando allí su carácter hosco, atravesado, muy poco dado a la simpatía espontánea, aunque en la película se esfuerce mucho en sonreír por el bien de la taquilla.

La película es -con perdón- una mierda pinchada en un palo. No sirve ni como documento de la época, más allá del repaso muy madridista a las imágenes del NODO. En “La batalla del domingo” se cuenta que el Madrid perdía a veces contra rivales de tronío, pero la verdad es que sólo ves los goles marcados por nuestros muchachos. Es lo mismo que sucede ahora mismo en Real Madrid TV, esa emisora de Corea del Norte donde sólo se ven los triunfos de nuestro ejército. En una derrota por 6-1 sólo veras nuestro gol repetido quinientas veces. Entonces era la propaganda; ahora es la ley del mercado.





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Patrimonio Nacional

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Como vivo en provincias, la primera vez que oí hablar del Palacio de Linares fue cuando el asunto aquel de las psicofonías, que la verdad es que acojonaban. Todos los ateos sabíamos que era un fraude colosal -como luego se demostró-, pero nos reímos mucho con la movida, y recordamos nuestras propias psicofonías de la adolescencia, cuando íbamos con el radiocasete al parque que antes fue fosa común y cementerio de represaliados, a las doce de la noche, en el verano sin deberes ni obligaciones, a ver si captábamos el susurro de un alma en pena que nos hiciera cagar en los pantalones, pero nos catapultara a la fama, y nos convirtiera en héroes de acción ante las chicas del barrio, que siempre fue el objeto primordial de todo lo que hacíamos (casi como ahora).

    Yo no sabía entonces que Berlanga había rodado “Patrimonio Nacional” justo en el palacio maldito, donde al parecer vagaba el espíritu de una niña concebida en incesto y luego asesinada. Donde además dicen que se fusiló a mansalva en tiempos de Napoleón o de la Guerra Civil. Un palacio que cambiaba de dueño cada vez que se oía el chirriar de una puerta o el crujir de una madera. Azcona y Berlanga, en 1981, aprovecharon un interregno del palacio cerrado, a la espera de una venta, para meter allí a toda la troupe del marqués de Leguineche, que venía del exilio rural para instalarse en la Villa y Corte a hacerle zalamerías a Juan Carlos I de Borbón, el rey pre-emérito.

    La familia del marqués de Leguineche produce rechazo moral en el espectador, angustia de bolchevique, pero no puedes evitar la carcajada porque en el fondo son listos, atravesados, pesados, rijosos, tunantes, vividores, sólo imbéciles a medias. Yo, al menos, me descojono con sus trapisondas. Pero luego, al terminar la película, me dio por pensar que todos ellos – José Luis López Vázquez, Mary Santpere, Luis Escobar, Agustín González, Luis Ciges, Berlanga, Azcona...- ya son fantasmas que habitan otra planta del palacio. Que ya están todos muertos, y nunca volverán. No sé si sus apariciones en mi televisor podrían llamarse “videofonías”, o “psicovidencias”.  




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