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El cartero (y Pablo Neruda)

🌟🌟🌟🌟

La poesía es el último recurso de los feos. O de los que no tienen ni un duro. El arma definitiva pero blandengue.

Una vez, en Instagram, un escritor de medio pelo entró en mis territorios y me preguntó por mis motivos. Antes de responderle, me aseguro que él escribía para embellecer el mundo y cantarle a la mañana. La verdad es que parecía un poco gilipollas. Pero fuera del mainstream todos somos un poco así: heridos y exagerados.

Yo le respondí que escribía para conquistar a la mujeres y nada más, como el cartero de Pablo Neruda. Pero que luego, ay, por mi torpeza y por mi falta de talento, me salían escrituras muy alejadas del tipo molón y sensible que ahora triunfa en el negocio. Aquel tipo se quedó mudo y se borró al instante como seguidor de mis teorías antropológicas.

Pero yo sé que tengo razón: los hombres guapos no necesitan coger un bolígrafo o emborronar un documento de Word para conquistar, por poner un ejemplo, a María Grazia Cucinotta. Les basta con ser, con estar, con presentarse en sociedad. Con un guiño y un chascarrillo ya las tienen en el bote. Lo del bote es una metáfora, creo. Como esas que le enseñaba Pablo Neruda a su cartero en la isla volcánica.

Porque Mario Ruoppolo, el cartero, también pertenece a mi cofradía: de guapo no tiene nada y parece incluso un poco lerdo. Y de dinero, pues eso, lo justito: la casa, la despensa, los tres vinos en el bar... Una camisa nueva de vez en cuando. Una modestia muy poco sexy. Nada que pueda impresionar a María Grazia Cucinotta, que es la tía más buena del lugar. Una rareza botánica en el país de los cardos. Una mujer destinada a dormir en camas con sábanas más variadas y de mejor calidad. 

Cuando la conoce y se le rompe el corazón, Mario, que es un poco analfabeto, pero tiene el instinto muy certero y afilado, comprende que su último recurso, su disparo a la desesperada, será conquistarla con la poesía. Sin haber leído a Gabriel Celaya, él también sabe que la poesía es un arma cargada de futuro. 

Mario tiene la suerte de vivir al lado de Pablo Neruda para que le aconseje. Yo, en cambio, lo voy aprendiendo todo solito, golpe a golpe, y hostia a hostia.






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1984

🌟🌟🌟

En 1936, cargado de ideales y de cuadernos de escritura, George Orwell desembarcó en Barcelona para combatir al ejército de Franco en la Guerra Civil. Como otros intelectuales, Orwell sabía que nuestro conflicto sólo era el preámbulo de una guerra mayor que asolaría Europa poco después. El fascismo armado que hacía la guerra en España, con sus tanques blindados y sus bombardeos sobre la población civil, sólo estaba dando sus primeros zarpazos.

    Más socialista que comunista, Orwell combatió en las filas del POUM, que era un partido trotskista muy alejado de la órbita de Moscú. Un año después, con la guerra casi perdida, las izquierdas decidieron ajustar cuentas entre ellas y el Partido Comunista sometió a todas las demás por las buenas del mitin o por las malas del disparo. Orwell, desencantado, herido de guerra, amenazado de muerte por quienes habían sido sus compañeros de trinchera, comprendió que el nazismo y el sovietismo sólo eran aplicaciones distintas de un mismo empeño malsano. Es por eso que años después, cuando escribió 1984, imaginó un futuro distópico en el que las democracias occidentales volvían a sucumbir y una suerte de dictaduras nazisoviéticas, o sovienazis, dividían el globo en áreas de influencia para sostener una guerra interminable cuyo único objetivo era la guerra en sí misma.

    Cuando llegó el año real de 1984, mientras Maceda marcaba aquel gol histórico contra la RFA de Harald Schumacher y Carl Lewis volaba sobre la pista de Los Ángeles sin comunistas en lontananza, los politólogos, reunidos en sus ateneos y en sus claustros universitarios, proclamaron que Orwell había triunfado como novelista, pero fallado como futurólogo. Al menos a este lado del Telón de Acero. A diferencia de lo que auguraba la novela, las gentes de 1984 caminaban libres por las calles, follaban alegremente si tenían ocasión y aún no tenían al Gran Hermano en la programación nocturna de Tele 5. Había guerras, sí, pero en selvas muy lejanas, o en montañas muy desérticas, y siempre justificadas en los telediarios independientes. 1984, la película, rodada en el mismo año como homenaje a la novela, parecía una historia muy alejada en el tiempo: a veces del pasado muy remoto; a veces del futuro muy poco probable. Terrorífica pero inane. Una fábula moral como mucho. Nada que pudiera hacernos temer por nuestro modo de vida consolidado.


    Pero estos sabios, por supuesto, se equivocaban. El único pecado de Orwell es que no acertó con el tono de los tiempos, ni con el ladino camuflaje de las dictaduras. 




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El mercader de Venecia

🌟🌟🌟🌟

Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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