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Panorama para matar

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Le he puesto cinco estrellas, sí, pero la película es horrorosa. Mucho peor de lo que yo imaginaba. Hay películas que no se quedan viejas, sino ridículas, y por eso, si puedo evitarlo, no las rescato del santoral. “Panorama para matar” es cutre y pitopaúsica. Roger Moore seguía teniendo licencia para matar y para follar, pero ya contaba con 58 abriles bastante anquilosados. Un cincuentón de los de ahora, todo gimnasio y alimentos bajos en calorías, podría dar el pego de agente secreto; pero sir Roger, en aquellos tiempos preolímpicos, corre un poco como la gallina Caponata hasta que cambian de plano y ya es el especialista con peluca el que se desliza esquiando por el talud, o se pega de hostias con Grace Jones entre los hierros pudelados de la torre Eiffel. 

(De hecho, he visto la película porque quería recuperar esa escena en particular: llámenme tonto, o infantil, o incluso garrulo, pero les juro que fue lo primero que pensé cuando me vi ante la torre Eiffel el verano pasado: aquí rodaron aquella escena de “Panorama para matar”. Es muy lamentable y lo sé). 

Por supuesto, no es culpa de nadie que los efectos especiales pertenezcan a la era predigital, pero joder: se pasan todo el rato llamando a Silicon Valley “el Valle de la Silicona”, como si el malvado Zorin quisiera hacerse con el monopolio mundial de las tetas operadas y no de los microchips de alta tecnología. Corría el año 1985 y no era tan difícil -bastaba con abrir el diccionario Collins- traducir silicon por silicio, que es el oro abundantísimo que buscaban los nigromantes. 

¿Por qué, entonces, si “Panorama para matar” sólo merece una estrella -porque una es el premio mínimo por participar- le he calcado cinco como cinco luceros del alba? Pues mira: una porque sale Tanya Roberts en el esplendor máximo de su belleza; otra porque la canción de Durán Durán sigue molando cantidad y me la he puesto varias veces en el Spotify; otra porque “Panorama para matar” es un trozo de mi infancia, de mi padre trabajando en el cine Pasaje con su gorra y su librea; y la quinta, porque me apetecía redondear esta tontería con el esfuerzo último de mi subjetividad. 





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