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Una historia verdadera

🌟🌟🌟🌟🌟

Supongo que no soy el primero en buscar la ruta de Alvin Straight en Google Maps. Tampoco el único en quedar decepcionado al constatar que los programadores de Google, tan ajenos a la cinefilia y al sentido del humor, no han incluido el tiempo que se tardaría en llegar desde Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, conduciendo un cortacésped con un remolque lleno de salchichas de hígado y de bidones de gasolina.
 
(En España, por cierto, nadie diría que ha ido conduciendo de La Pedanía, León, a Orihuela, Alicante. Diríamos, simplificando, que hemos ido de La Pedanía a Orihuela, dando por supuesto que nuestro interlocutor sabe situar ambos puntos en su provincia correspondiente. Y lo cierto es que muchas veces no sucede así: yo mismo he estado a punto, ahora mismo, de escribir Orihuela, Murcia... Es una diferencia cultural con los norteamericanos que puede parecer nimia, pero que a mí siempre me ha resultado inquietante, plena de significados).

Para ir de Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, los programadores de Silicon Valley han estimado un tiempo de 4 horas y 44 minutos si conduces un coche, de 5 días si prefieres caminar y de 21 horas si has decidido llegar a casa de tu hermano en bicicleta. Todo esto, suponemos, si hablamos de una persona joven que conduce con los cinco sentidos afinados, o que camina a buen ritmo sin dos bastones y una cadera a punto de descoyuntarse, o que es capaz de mantener un pedaleo más o menos constante al cruzar los campos azotados por el viento y luego los repechos morrocotudos que rodean el curso alto del Mississippi. 

La odisea de Alvin Straight con su cortacésped -6 semanas que incluyen dos paradas obligatorias por avería- hay que buscarla en la Wikipedia, en la historia real que sirvió de inspiración para esta obra maestra de David Lynch. No costaría nada, digo yo, incluirla en las indicaciones de Google Maps a modo de guiño y de homenaje. Sobre todo ahora, que David Lynch se nos ha ido a las praderas de los Campos Elíseos, donde también puedes desplazarte de un sitio a otro con alas en los pies, y con un cortacésped que nunca se estropea.






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Misery

🌟🌟🌟🌟


Las mujeres no sé, porque no soy tal, pero prometo averiguarlo en una próxima reencarnación. Pero los hombres, eso puedo asegurarlo, escribimos para ligar. Para dar la nota. Para que se nos vea por encima de las demás cabezas. Para que el foco de la fiesta, durante unos segundos mágicos, nos señale a nosotros y nos proponga como candidatos. No lo digo yo: lo escribe, y lo explica por internet, Geoffrey Miller, que es un psicólogo muy sabio que trata estos asuntos de la selección sexual, y de la evolución de las jodiendas. 

Miller sostiene que al final todo es menear la cola del pavo, solo que los hombres, tan variopintos, tan distintos unos de otros, tenemos muchas colas de pavo que menear. Están los que se musculan, los que cantan en la tele, los que meten goles en los estadios... Los que envían ingenios a la Luna, o cuentan chistes como nadie, o tienen unos ojos azules que sólo hay que exponerlos y nada más... Y luego, en el margen de los ecosistemas, siempre en un tris de extinguirse, están los que nos asfixiamos con el ejercicio, los que tenemos careto en internet, los que no sabemos componer una sinfonía o dirigir una película, y entonces, en la desesperación de la tarde aburrida, nos ponemos a escribir, que es lo que está más a mano de cualquiera, para que las mujeres se detengan un momento, y lean las cuatro primeras líneas del texto, o los cuatro primeros versos de la poesía, y les entre la duda de si tras esa escritura hay verdaderamente un hombre inteligente, culto, subyugador, que podría amenizarles los ratos junto al mar, o en la terraza, o en la cama tras el coito.

Si, amigos, y amigas: yo estoy con Geoffrey Miller, aunque suene superficial, y evolucionista que te cagas. ¿Reduccionista? No creo. Se escribe para despertar el interés de las mujeres, y la envidia de los rivales, y para, con un poco de suerte, si un editor pica, subir en el escalafón del oficio, y dar un salto en el mercado bursátil del amor. El peligro del triunfo -y yo ya estoy dudando de perseverar en este pavoneo- es que lo mismo te encuentras un pibón en la cola de firmas, que ya te ha puesto su número de teléfono en la hoja, que te topas con una chalada como ésta de Misery que te quiere para ella solita, en exclusiva, en su casa perdida en las montañas...







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