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Termino de ver La locura del rey Jorge y saco al perrete
a dar su último paseo por La Pedanía. Al fresco de la noche,
mientras distingo los astros más notables en el cielo, voy dándole vueltas al
tema de la escritura de hoy. Y ya casi desesperado, incapaz de encontrar un argumento
al que agarrarme para completar el folio, me da por pensar cuán
distintos eran estos reyes de la casa de Hannover que se navajean en la película, de
estos otros de la casa de Windsor que ahora ocupan el trono de Inglaterra, y
cuyas trapisondas me acompañaron durante el confinamiento en las tres
temporadas de The Crown.
Los últimos reyes y reinas de la casa de Windsor se han ido
pasando el trono de Inglaterra como una patata caliente. Casi como si se sentaran sobre una silla eléctrica a punto de ser enchufada. Eduardo VIII
prefirió el sexo con Wallis Simpson antes que permanecer en el cargo un solo
día más. Su hermano Jorge VI, que tartamudeaba ante los micrófonos, y palidecía
ante las muchedumbres, tuvo que coger el relevo con más cara de sufrimiento que
de orgullo, y casi podría decirse que murió antes de tiempo por culpa del estrés.
Su hija, Isabel II, a tenor de lo que cuentan en The Crown, tampoco brindó
con champán, precisamente, cuando se descubrió reina de la noche a la mañana,
demasiado joven y demasiado alejada de los entresijos. Y respecto a su hijo
Carlos, el Príncipe Eterno de Gales, todos sabemos que él hubiera
preferido ser cuarto o quinto hijo en la línea sucesoria, para dedicarse a la
pintura, a la música, al teatro, a la beneficencia de los artistas.
Sin embargo, sus antecesores en el trono, los Hannover, si
hacemos caso de lo que cuentan en La locura del rey Jorge, eran unos
yonquis auténticos del trono. Unos usurpadores hambrientos, cuando no estaban
en él, y unos resistentes contra viento y marea, cuando tenían la chiripa de
ocuparlo. Porque en aquellos tiempos sin partos en el hospital, y sin
penicilina en las farmacias, de médicos que sólo eran matasanos o matarifes, era
una pura chiripa estar allí sentado. Lo mismo podías ser rey coronado que infante en el cementerio. Eran tiempos terribles, muy poco longevos, lo mismo para las sangres
rojas que para las sangres azules, y quizá por eso todo el mundo andaba con tantas prisas, y tantas ansias.
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