¿Qué fue de Jorge Sanz? III
Los años bárbaros
🌟🌟🌟
Hace un mes afirmé en estos escritos que Marie-Josée Croze
era la actriz más guapa que había visto jamás. Creo que hasta hice un juramento
y todo... Sus escasos minutos en Múnich convalidaban la visión de diez
ángeles enviados por el Cielo. Si hay que morirse para contemplar la idea de la
Belleza, así, en abstracto, como predicaba Platón a sus conciudadanos, Marie-Josée
es como un anticipo carnal del Más Allá. La sombra mejor perfilada en la caverna
del filósofo...
Pero hoy, porque soy así de veleidoso y de enamoradizo, he de
romper mi juramento para rejurar sobre la re-Biblia, o sobre Los ensayos
de Montaigne, que son mi libro de cabecera, que Allison Smith es la mujer que yo
sin duda me pediría para pasar el resto de mi vida, si yo fuera el primero a la
hora de elegir, claro, y ella, por supuesto, aquiesciera o aquiesciese con mis
múltiples defectos. Es como si sus
padres me hubieran leído el pensamiento a la hora de forjarla. Y eso que yo,
por entonces, aún no había nacido... Pero así son, recordémoslo, los milagros.
Allison, en la película de Fernando Colomo, es una mujer
bárbara en tiempos bárbaros. Bárbara de belleza, y bárbara de intrepidez. La
película transcurre en los primeros “años de la Paz”, cuando todavía se
fusilaba a mansalva, o se encarcelaba por hacer una pintada en la universidad. Los
tiempos que Santi y Rocío sueñan cada vez que dan su cabezadita de la siesta...
Pero ojo, porque los tiempos bárbaros pueden volverse corpóreos en cualquier
momento. De momento, las pintadas ya no
se hacen en los muros, sino en las letras de los raps, y te cuestan igualmente
la cárcel o el exilio. Fusilar, en democracia, no se fusila, pero al que afirma
que le gustaría fusilar a 26 millones de rojos para limpiar España (sic) se le
respeta, se le mantiene la pensión y se le deja seguir rebuznando. Por si
cuela...
Mientras tanto, en un campo de tiro, un defensor de la patria,
con asiento en el Parlamento, practica tiro con un fusil del ejército. Le han
dicho que no baje la guardia, que puede amanecer en cualquier momento.
¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
🌟🌟🌟
Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi
clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”,
yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el
entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos
salió profesional, muy profesional.
Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con
tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol,
se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a
canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en
un sitio como éste?”
Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max,
mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del
atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo
de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero,
una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera
un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en
el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...
Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.
La línea del cielo
🌟🌟🌟🌟🌟
Muchos años antes de que Scarlett Johansson y Bill Murray se perdieran en la traducción del japonés, Gustavo Resines ya se perdió sin
remedio en la traducción del inglés. Él, como ellos, también se quedó
extraviado en la traducción de sus propios sentimientos, y desamparado en
tierra extraña. Y perplejo, muy perplejo, ante su propia estupidez. Quizá por
eso siempre me ha gustado tanto esta película, porque yo me identifico mucho con
el personaje, con su cara de panoli, también incapaz para los idiomas, y torpe
para el amor, y merluzo para el arte, y gilipollas para la vida en general.
Gustavo, en la película, es un fotógrafo de éxito que trata
de conquistar la línea del cielo al otro lado del Atlántico, vendiendo su trabajo
para la revista Life. El primer día que aterriza en Nueva York, la
visión del skyline le llena de optimismo y le dibuja una sonrisa: allí arriba,
en la terraza, sólo tiene que estirar el brazo para tocar las nubes algodonadas
y sonrosadas que se enredan, juguetonas, justo por encima de las Torres
Gemelas. Gustavo, además, ha venido a Nueva York a ligar, porque le han dicho -o
lo ha deducido por las películas- que las americanas son más liberales, y están
más predispuestas a meterse en la cama con un veinteañero que ya sufre la
emigración del cabello hacia su bigote. Pero su entusiasmo se diluirá en apenas
unas semanas: sus fotografías no despiertan gran entusiasmo en el mundo anglosajón;
la única mujer que le hace caso es otra española exiliada, también perdida en
sus propias avenidas; y lo de aprender inglés se convierte en una tortura
diaria, y absurda, en la que cada vez entiende menos diálogos, y no más.
Quizá por eso, también, me siento muy identificado con su
personaje, porque su generación, como la mía, aprendió un inglés de chichinabo,
torrefacto, tan sucedáneo y bajo en calorías, que cuarenta años después de
versiones subtituladas todavía no hay manera de entender un carajo, cuando los
actores aceleran el verbo. Más que una tara, ya es un complejo, una
autosugestión. Quizá una psicosomatización de aquellas clases de inglés en el
colegio. Y sin el inglés, hoy en día, como
sucedía en 1983, es imposible tocar el cielo: ligar en la playa con una mujer
extranjera queda descartado; emigrar a los países civilizados, también; y disfrutar
del buen cine sin tener que leer los rotulicos, una tarea imposible.
Relatos con-fin-a-dos
Los Relatos con-fin-a-dos son como los relatos desconfinados de toda la vida: de cinco que te cuentan, uno te interesa, otro es bonito y tal, dos son un puro chascarrillo, y siempre hay uno que es una verdadera tontería. La vida misma...
Por eso, aunque Relatos con-fin-a-dos sea un experimento sin sal, tiene el mérito de parecerse mucho a la vida real, que suele ser un rollo cuando te la cuentan. Porque al final, el confinamiento, que iba a ser el período más incierto de nuestras vidas, pero al mismo tiempo el más rico en anécdotas, para contar a nuestros nietos cuando llegara el momento y tal y cual, al final resultó ser un rollo pistonudo, de horas y horas amorrados a la tele y a la prensa digital, y lo más que nos pasó a todos es que una vez la policía estuvo a punto de multarnos porque nos pillaron con el perrete a un kilómetro de casa, o porque un día bajamos la basura a las tantas y nos fumamos un piti en la farola, o porque nos dimos un garbeo hasta el supermercado que estaba en el otro barrio para estirar las piernas. Cosas así, pequeñas gamberradas, que se repiten una y otra vez en las confesiones de aquella época, y que en realidad -como sucede con los Relatos Con-fin-a-dos – ya nadie quiere escuchar, porque aquello fue como un mal sueño, un tiempo irreal, idiota, tiempo de vida perdido.
Tigres de papel
Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.
A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir.
Bajarse al moro
A lo mejor soy yo, que con las canas me dejo llevar por la nostalgia, pero tengo la impresión de que este país era más feliz hace treinta años, cuando Fernando Colomo rodaba comedias como La vida alegre, o Bajarse al moro, películas imperfectas, y muy poco oscarizables, pero que traslucen una España jovial y esperanzada. Es un cine simpático, entrañable, que te contagia el buen rollo para toda la tarde, como si el humo de los porretes traspasara la pantalla e inundara esta habitación donde siempre han regido las buenas costumbres. A mi pesar...
La vida alegre
Ahora nos reímos mucho de Ana Obregón cuando inaugura el verano con un posado playero que da un poco de vergüenza ajena, pero hace treinta años no nos reíamos tanto cuando lucía su palmito en la televisión, o en las películas, y nos quedábamos emplastados contra el televisor jurando que era la tía más buena de España, y de parte del extranjero. Ana, Anita, la Obregón, sin los Siete, era una actriz cotizada incluso en Estados Unidos, donde llegó a ser damisela rescatada en un episodio mítico del Equipo A.
Isla bonita
El primer impulso que uno siente al terminar de ver Isla bonita es coger los bártulos y viajar cuanto antes a Menorca, que es la isla piropeada en el título. Y al parecer no sólo bonita, sino también acogedora, poco masificada, de ritmo lento y peculiar. De gentes abiertas y costumbres liberales. Un paraíso de convivencia en el que caben los jóvenes marchosos de la ruta del bacalao, y también los ancianos que buscan un club Diógenes a orillas del Mediterráneo. Un remanso de silencio donde enfrascarse tranquilamente en la lectura, en la reflexión, en el olvido, sin que ningún plasta peninsular venga a joder la marrana.