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Recuerdo que mi madre siempre decía -y lo sigue diciendo,
afortunadamente- que no existe ningún rico honrado. Afortunadamente para su
longevidad, quiero decir, no para los pobres que los sufrimos.
La recuerdo abriendo la revista Lecturas de nuestra
vecina y señalando a todo el mundo hoja por hoja, marqueses y monarcas, políticos
y empresarios: “Mira, un ladrón, y otro, y otro más, y una ladrona...”, y así hasta
que llegaba al final y cerraba la revista con un gesto de hartazgo, como
diciendo que para qué narices la hojeaba, si siempre era lo mismo: hijos de
puta, golfos, listillas, gente que pagaba ese ático en Madrid o ese chalet en
Miami -con frecuencia las dos cosas a la vez- con el dinero que robaba a sus
empleados, o distraía a la hacienda pública. O que había heredado de otros
latrocicinos anteriores, ya olvidados por la historia. Prescritos. O que lo
ganaba dentro de alguna ley que amparaba el robo sistemático, porque la ley, hijos
-nos recordaba siempre- no dirimía lo justo de lo injusto, sino los robos de
los ricos de los robos de los pobres. Lo dicho: más razón que una santa. ¿Populismo?:
váyase a cagar.
Esto -por supuesto- es más viejo que eso, que el cagar, y basta con saber un poco del mundo para entenderlo y asumirlo. Pero siempre hay un tonto que parece no darse cuenta. Un rico tonto, a veces, como este fulano de “El año más violento”, al que da vida -y qué vida- Oscar Isaac. Este tontolaba se cree que su empresa está barriendo a la competencia porque él es muy listo, y tiene un par de huevos, y los dioses le sonríen. All legal, señor juez. Abel Morales es un buen hombre, un tipo justo, pero no se entera de la misa a la mitad. Su inconsciente quizá sospecha que su empresa no es trigo limpio, pero prefiere, como buen emprendedor, pensar que se lo debe todo a sí mismo, y no a su señora, que le lleva las cuentas, y al amigo, que le oculta el reverso mugriento de los billetes.
Abel prefiere columpiarse en una versión más
cómoda de la realidad; que es, en verdad, lo que hacemos casi todos, salvo los
locos lúcidos. Abe lo hace para forrarse, y otros, simplemente, lo hacemos para
poder soportarnos.
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