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La primera aparición de Javier Bardem me deja descolocado
porque alguien -no sé quién, no conozco a nadie en ese mundillo- se ha
inspirado en mi apariencia para dibujar su personaje. Hay mucho de imagen
especular en ese corpachón desgarbado y en esas canas expandidas. Cuando llevo
el pelo largo se me pone así, tal cual, ondulado a lo pijo, a lo fashion pijo,
como en las fotos de la escuela.
Los dos lucimos -o deslucimos- una caraza de hombre criado a
biberón que nunca conoció la escasez del frigorífico ni la dictadura de las básculas.
Los dos, ay, llevamos ese aire indefinido entre la mansedumbre del espíritu y
la mala hostia de la sangre. Esa irresoluble contradicción de hombres
tranquilos que rumian por dentro sus encontronazos.
Bardem, eso sí, lleva unas gafas muy distintas a las mías -hace
mucho que me apunté al look de Jean-Luc Godard precisamente porque le odio-, pero
él las lleva como las llevo yo: con una resignación jesuítica que le viene de perlas
para construir su personaje, pero que a mí, a lo largo de la vida, sólo me ha
cerrado caminos promocionales y me ha ubicado en contextos inadecuados. Hay
gafosos de necesidad y gafosos de corazón, y yo soy solo de los primeros.
Paso los primeros veinte minutos confundido, casi en
silencio, lo que no es habitual en mí cuando tengo compañía en el sofá -soy un
turras de mucho cuidado- hasta que N. se
cosca de mi desconcierto, me toca el hombro con suavidad y me dice
descojonándose:
-
Tienes un aire...
-
Joder, un aire... ¡Un ventarrón! -le respondo.
Nos reímos, sí, y gracias a la risa por fin despierto y me
centro en los oficios del buen patrón de “Básculas Blanco”, que es un metomentodo
que no admite la infelicidad de sus empleados. Todo por la producción. El buen
patrón lo mismo ejerce de confesor que de asesor matrimonial. De psicólogo que
de matón profesional. Lo que toque. Un tipo peligroso si le desequilibras el peso
de los cojones, que lleva perfectamente calibrados.
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