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La película se titula
“Alcarrás” porque está rodada en Alcarrás, Lleida. Pero podría haberse titulado
“La Pedanía” si Carla Simón hubiera nacido en El Bierzo y no en Cataluña. La diferencia
fundamental es que en “La Pedanía” habrían recogido uvas y no paraguayos. Bueno, y
más cosas, porque esto es como un vergel tropical donde crece hasta la piña. El
paraíso de los mosquitos, gordos como terratenientes.
Lo otro que separa ambas películas -la real y la imaginaria-
son detalles menores. Aquí, por ejemplo, los jovenzuelos tendrían que cultivar
la marihuana entre las tomateras del abuelo porque
nada crece medio metro sobre el suelo salvo los árboles frutales. Y que en La
Pedanía, tan al Noroeste de la Península, mientras recogen las cosechas hablan medio gallego,
o gallego entero. En cualquier caso, no castellano, no el leonés cerrado que yo
hablo y que a veces provoca malentendidos culturales
Mientras veo “Alcarrás” -que es otro experimento fílmico de
Carla Simón, otra película estimable pero aburrida- no hago más que pensar en este
pueblo donde yo vivo. Un pueblo que no he entendido jamás a pesar de llevar aquí 23
años. Más tiempo que el que pasé en León entre crianzas y educaciones. A mis
vecinos les entiendo racionalmente, socioeconómicamente, pero vivo ajeno a sus
preocupaciones y a sus sentimientos. Debe de ser que yo nunca he tenido una
hacienda, una tierra, un mísero huerto. Bueno, sí, un calabazar, de adolescente,
donde varias muchachas plantaron su semilla particular. Y luego ya nada.
Yo nací sin herencias, con abuelos sin pueblo. Vengo del
exilio agropecuario a la ciudad. Y luego, con el correr de los años, las mil y
una crisis económicas fueron convirtiendo cualquier sueño hortofrutícola -de intelectual
que recoge sus lechugas y sus tomates- en un imposible metafísico. Solo cogí
una azada en mi vida, para ayudar a un amigo, y me salieron unos callos instantáneos
que se abrieron y sangraron como llagas de iluminado. Ese es todo mi bagaje.
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