🌟🌟🌟
Me di cuenta de la trampa
cuando faltaban quince minutos para llegar al final del último episodio. Yo
pensaba que “La Casa del Dragón” era inicio y fin. Miniserie. Campana y se
acabó. Nada más -pero también nada menos- que una mirada curiosa sobre cómo era
el mundo antes de que llegara el invierno y lo pusiera todo perdido de muertos
que caminan.
Pero en este décimo episodio las cosas se iban sucediendo a ritmo de película de Bergman: los diálogos, las traiciones, las alianzas..., y estaba claro que a los guionistas no les iba a dar tiempo a cerrar la cuestión sucesoria. El intercambio de alientos entre dragones. Saber si al final serían los Austrias encastillados en Rocadragón o los Borbones acantonados en Desembarco del Rey quienes seguirían esclavizando al pueblo llano. Comprendí, de pronto, que habría que esperar otra temporada -u otras dos, a saber, las que decidan los algoritmos- para conocer el desenlace de este embrollo, y no está la vida a estas alturas para seguir regalando minutos y minutos.
Y que conste que no me molestaba esa manera de contar las cosas, tan arriesgada en los tiempos que corren. Al contrario: desde el primer episodio, a contracorriente de muchos que echaban de menos los hachazos y los polvazos, yo aplaudí esta decisión minimalista de contar las movidas entre los apellidos. “La Casa del Dragón” es como el “Yo, Claudio” de los Siete Reinos, teatro filmado, y a mí eso me ganaba el corazón y me animaba a continuar. Porque uno de los mayores placeres que nos proporciona la ficción es ver a los poderosos entre bambalinas. Justo eso que nos niegan -y nos seguirán negando- los telediarios de la tele. Levantar acta de cómo se apuñalan los taimados y las malvadas, los psicópatas y los mercaderes. Cómo urden sus planes aprovechando que están solos en sus dormitorios o navegan a muchas millas de la costa en sus fuerabordas.
Nada ha cambiado desde los tiempos de la dinastía Julio-Claudia. Ni
en el mundo real ni en el mundo imaginario.
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