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Al consultar la ficha de “La jungla 2” en mi perfil de Filmaffinity -sí, soy así de banal y de poco sofisticado- he descubierto avergonzado que la tenía puntuada con un 8. No el 6 raspado que iba a calcarle tras esta revisión, ni el 3 catedralicio que sin duda se merece este pestiño inverosímil, esta americanada que aprovechó el impulso taquillero de “Jungla de cristal”, ésa sí una obra maestra.
Supongo- por buscarme una excusa, por acallar el sentimiento de culpa que casi me ahoga y me derrumba- que hace veinte años me dejé llevar por el entusiasmo juvenil y por el exceso de testosterona, que es el veneno más contaminante que corre por la sangre. No era yo, sino el metabolismo, como dijo Homer Simpson.
También pudo suceder, simplemente, que yo fuera feliz aquel día y que me entregara a la película con la mente limpia de cualquier criterio intelectual: de nuevo un niño con palomitas en el regazo que asistía incrédulo, pero muy divertido, a los múltiples trompazos de John McLane por el aeropuerto de Washington. De nuevo un ser acrítico, acomodado, indistinguible de mis semejantes en las salas de cine, que siempre se lo pasan pipa cuando hay un héroe de acción y vuelen las hostias como panes sobre su cabeza.
Pero hoy, veinte años más tarde, ya estoy más para abuelete cascarrabias que para niño retornado. Como dicen los aficionados a la tortura de los animales, uno ya lleva varias cornadas en los costados y se ha vuelto muy exigente y criticón. En esta recta final de la cinefilia, con el tiempo ya muy justo para desperdiciarlo, uno viaja embarcado en la búsqueda de la excelencia, de la trascendencia... de la gilipollez altisonante.
Las películas que antes entraban como por ósmosis en mi torrente sanguíneo -y dejaban una imagen imborrable o un diálogo mil veces repetido- ahora chocan contra el muro reforzado de mi indiferencia o de mi sospecha.
¿He madurado o simplemente he perdido la capacidad de disfrutar?
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