El clan de hierro

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He de confesar que yo también fui espectador de lucha libre cuando se puso de moda con Héctor del Mar. Pero no por gusto, sino obligado por la paternidad. Me pasó lo mismo con “Hannah Montana” o con las secuelas interminables de Harry Potter. Si tu hijo se aficiona a algo que no te gusta no te queda más remedio que adherirte. O eso, o anticipar el tiempo de la distancia, de la disociación definitiva de los placeres. 

Los padres responsables tenemos que tragar con las desviaciones culturales de nuestros retoños. No queda otra. Hay que apoyarles con nuestra presencia en el sofá. No jalearles -eso tampoco- si el espectáculo no nos agrada, pero al menos hacerles ver que nos importan sus gustos aunque sean tan horripilantes como el wrestling de los yanquis: una patochada en el fondo inofensiva pero también una suprema majadería que nunca terminaré de entender: el amaño, la farsa, la avidez violenta de algunos espectadores.

(Recuerdo al padre y al hijo una mañana en el Rastro de Madrid, buscando en la plaza del Campillo el último cromo de una colección que incluía a los luchadores más famosos del momento: el Enterrador, John Cena, Randy Orton, Hulk Hogan... Ya no recuerdo aquel cromo en concreto, pero sí aquellos nombres que siguen resonando en mi memoria como si fueran de la familia).

“El clan de hierro” no me interesaba por lo que tiene de wrestling y de América Profunda, sino porque habla de la maldición del apellido. Y yo creo mucho en esas cosas. Es verdad que la familia Von Erich tiene una maldición muy jodida de sobrellevar: la que llevó a cuatro de los cinco hermanos a suicidarse por causas dispares y al parecer irremediables. Pero no hay familia en el mundo que no lleve su tara más o menos incapacitante, su limitación fundamental. Los Simpson son el ejemplo más conocido. De los Borbones no te digo nada... 

Yo mismo, en la provincia, llevo encima la antigua maldición de los Rodríguez, que consiste en que lo de dentro nunca casa con lo de fuera. El fenotipo siempre está en las antípodas de las intenciones.

También llevo encima la maldición de los Martínez, por supuesto, pero todavía no sé en qué consiste porque a esa rama familiar la tengo muy poco tratada.



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