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Altsasu

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Me jode, y mucho, tener que simpatizar con los Indar Gorri mientras veo la serie “Altsasu”. Porque los Indar Gorri son esos desalmados que le tiraban botellas a Michel cuando lanzaba los corners en el viejo campo del Sadar. Ahora el Sadar se llama Reino de Navarra y los Indar Gorri, la verdad, se han vuelto un poco más civilizados. Se limitan a exhibir sus pancartas, sus ikurriñas, a cagarse en el Real Madrid y a cantar el “así, así...” y otros himnos que ellos creen muy antifascistas. Pues bueno: mientras la fuerza se les vaya por la boca vamos todos de puta madre. En los tiempos modernos, con la multicámara en los estadios y la abolición de la impunidad, ya ni al bestiajo más abertxale se le ocurre lanzar un mechero para romper la crisma de un stormtrooper vestido de blanco y reclutado en algún planeta lejano de la galaxia.

Pero mientras veo "Altsasu" no me queda otra. Puesto a elegir una de las dos versiones que aquí se confrontan*, yo me quedo con lo que cuentan los Indar Gorri ante el tribunal: que se toparon con los menetéricos -que iban fuera de servicio- en un bar nocturno, que empezaron a lanzarse las puyas consabidas y que alguien, con el acaloramiento, soltó un empujón para romper la barrera del sonido y dar lugar a una pelea trifulca que terminó con un tobillo roto de la autoridad. ¿Un acto terrorista? Vamos, anda... Yo entiendo que en ese momento, siendo un menetérico destinado en Nafarroa, se te pase de todo por la cabeza. ¿Pero un acto terrorista...? Corrían los tiempos de M. Rajoy en el gobierno y había que seguir dándole leña al mono. Los votantes así lo demandaban. Hoy en día, con el Perro en el gobierno, este abuso legal de los fiscales filofascistas seguramente no hubiera llegado a tanto. O sí...

* Confrontar, lo que se dice confrontar, tampoco... Los responsables de “Altasu” tienen muy clara cuál es su verdad y apuestan hasta la camisa por ella. Editorializan con la banda sonora y con los jetos de los actores, entrañables los euskaldunes y medio nazis los meseteños. Tampoco se me escapa que al final tuvo que haber una mala bestia que le partiera el tobillo al guardia civil. Fuenteovejuna, y tal, aunque sea literatura del invasor.




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Handia

🌟🌟🌟

A mí me sucedió lo contrario que a Joaquín, el Gigante de Alzo, que empezó a crecer en la adolescencia y ya nunca paró. A los catorce años, con un metro ochenta y cinco de alzada –que por aquel entonces, sin tanto yogur proactivo, no era logro baladí – yo jugaba al baloncesto y soñaba con ser el próximo Kareem Abdul-Jabbar de los ganchos suspendidos en el aire. Se me daban de puta madre, la verdad, los skyhooks que superaban a los defensas y desesperaban a los entrenadores. Una vez llegué a comprarme unas gafas de plástico –en irresponsable riesgo ocular- para emular a mi héroe desgarbado de Los Ángeles Lakers, que además hizo de piloto tolai en Aterriza como puedas. Los dos, Kareem y yo, cada uno en su categoría, cultivábamos un arte encestador que estaba cayendo en desuso: un tiro elegante, estilizado, de efectividad mortal si se practicaba con esmero, y yo me sentía como el artesano perdido del otro lado del Atlántico. Un primo lejano que algún día compartiría con él la gloria de las canchas, uno recién llegado y otro a punto de retirarse.



    Sólo un repetidor de mi clase, un tal Monge, que éste sí tenía pinta de acromegálico, además de ser un gilipollas integral, me superaba en estatura en el colegio de León. Y eso, la verdad, me jodía bastante, porque la altura era mi único rasgo selectivo en la competición por las mujeres. Mi única medalla, mi solitaria distinción, yo que era tímido de manual y gilipollas de otra estirpe, y sin la ayuda de mis centímetros estaba abocado al paseo solitario y a la masturbación consolativa. Yo soñaba con alcanzar los dos metros, o los dos metros diez, como alguno de mis primos, y dedicarme al baloncesto profesional, o incluso al  balonmano, que tampoco se me daba mal el juego de pivotar, y luego, ya con un buen fajo de jayeres, y las cámaras pendientes de mis evoluciones, lanzarme al merodeo de las modelos eslavas que pasaban del metro ochenta en unos cuerpos de mareo.

    Esos eran mis cálculos, mis cuentos de la lechera, los del Gigante de León que nunca fue exhibido en público más allá del patio del colegio y de las calles de mi barrio. También porque no nos dio mucho tiempo, la verdad. Un día de mis quince años, sin aviso previo, para mi pasmo y mi desconsuelo, dejé de crecer. Muchos de mis compañeros, lanzados por la inercia de las hormonas, me igualaron en altura e incluso me superaron, y yo supe por primera vez lo que era la mediocridad absoluta. El no destacar en nada. Mi cuerpo me había dejado tirado. Las hormonas del crecimiento se me fueron por la pata abajo, en algún esfuerzo del retrete. O fallecieron en acto de servicio. O se fueron a dormir la siesta y ya nunca más despertaron. No lo sé. Tal vez sigan ahí, durmiendo un sueño de baba, un letargo de padrenuestro, y a los cincuenta años se desperecen y me eleven otra vez a las alturas de la canasta. Será mi segunda oportunidad para epatar a las mujeres. Con las canas no me llega. Con el verbo tampoco. Tampoco sé cómo responderá mi miembro a ese último estiramiento de mi corporalidad.  Qué niña más vivaracha, por cierto, la tal Isabel II…


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