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El dilema

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“El dilema” es la obra maestra de Michael Mann. La película que justifica toda su carrera. Michael Mann se pudo haber retirado entonces y no quiso. O no le alcanzaban los millones. Estos tíos viven a todo trapo y son difíciles de entender. Su carrera ha sido tan larga como irregular. El último gran premio lo disputó a lomos de un Ferrari y mira tú, se quedó sin gasolina. 

Hablando de Ferraris, ha llovido mucho desde que James Crockett y Ricardo Tubbs apatrullaban las calles de Miami llenas de viciosos. “Directed by Michael Mann”, ponía al final de los títulos de crédito. En el colegio flipábamos con la serie. Fue la primera vez que oímos hablar de los Ferrari Testarossa. Algunos todavía no han superado la tontería y ahí siguen, amorrados a la Fórmula 1 cada domingo: brum, brum, y las tetas gordas, como dice Miguel Maldonado. Australopitecus gasolinensis. 

“Miami Vice” es una serie “Con-Don Johnson”, decíamos los chavales por hacer la broma. Algunos. es verdad, tampoco hemos superado lo del jijí-jajá de las guarrerías. Una vez un cura del colegio me oyó decirlo y me soltó una colleja en pro de la vida. Every sperm is sacred, como cantaban los Monty Python.

Luego -retornando a Michael Mann- vinieron los últimos mohicanos y los atracos a los bancos. Una biografía de Muhammad Alí  y un panegírico de John Dillinger. Ninguna de esas películas es tan redonda como “El dilema”. Ni de lejos. Curiosamente, ésta es la película con menos tiros y menos hostias del repertorio. No las necesita. Sólo sale una bala metida en un buzón, a modo de amenaza para que el doctor Wigand no cuente que los cigarrillos son puro veneno. Y además re-envenenados, para crear más adicción. Una matanza legal. 

Russell Crowe se quedó sin el Oscar que luego le dieron por “Gladiator”. Hollywood es así de incongruente. Al Pacino también se hubiera merecido el galardón. Cuando se pone, es el mejor. Su personaje, Lowell Bergman, es un periodista íntegro, de izquierdas, con valores. Suena raro porque 25 años después ya casi no queda ninguno. Están a punto de extinguirse. Se han vendido al capital por una hipoteca y por un viaje a Punta Cana. O a Miami, donde todo comenzó.




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Arde Madrid

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En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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