Master and Commander
American Gangster
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Películas de gánsters -y sobre todo de gánsters americanos- ya hemos visto como mil a lo largo de nuestra cinefilia. Y desde hace un par de décadas, otras mil series que siguen al flautista de “Los Soprano”. No exagero mucho si afirmo que ya hemos visto tantos disparos a quemarropa y tantos motherfuckers escupidos a la cara como estrellas brillan en el cielo.
Sobre gánsters -gánsteres suena fatal, por mucho que diga la ortodoxia de la RAE- ya se ha dicho casi todo. Los hemos visto negros, blancos, irlandeses, sicilianos... Japoneses de la Yakuza y chinos de cualquier barrio llamado Chinatown. Mexicanos de la frontera y franceses de Marsella. Los que hay que trafican con drogas, con armas, con mujeres, con diamantes... O con todo a la vez, que son los que viven en las áticos más caros del downtown. Los hay, incluso, que han llegado a ser alcaldes de su pueblo. Aquí, de hecho, tuvimos un gánster de verdad que salía bañándose en un jacuzzi por la tele.
Sobre hampones hemos visto historias reales, historias ficticias e historias ficcionadas. Hemos visto auges y caídas, caídas y auges, listillos que nunca atrapaba la policía y pringados que casi caían en el primer interrogatorio. Hemos visto gánsters que subían a lo más alto aupados en su psicopatía demencial y que luego, inexplicablemente, lo perdían todo por el amor de una mujer.
A las que hemos visto muy poco, precisamente, es a sus mujeres. Salvo Carmela Soprano y alguna más que ahora no recuerdo, todas las demás están ahí de figurones. Esposas o amantes, unas se limitan a parir y otras a lucir la lencería más exclusiva para su hombre. Y es una pena, porque a mí siempre me han fascinado sus personajes. No paro de pensar en qué piensan cuando descubren que su maromo es un delincuente muy peligroso. Viven como si no les importara, o como si en realidad las dignificara. Mientras van cayendo las joyas y los abrigos de piel no sienten el peligro de morir en un tiroteo o de ser incriminadas por la policía. Es un rasgo biológico tan arcaico como arriesgado de diseccionar, en estos tiempos correctísimos que corren. Hay tantas formas de prostituirse...
El dilema
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“El dilema” es la obra maestra de Michael Mann. La película que justifica toda su carrera. Michael Mann se pudo haber retirado entonces y no quiso. O no le alcanzaban los millones. Estos tíos viven a todo trapo y son difíciles de entender. Su carrera ha sido tan larga como irregular. El último gran premio lo disputó a lomos de un Ferrari y mira tú, se quedó sin gasolina.
Hablando de Ferraris, ha llovido mucho desde que James Crockett y Ricardo Tubbs apatrullaban las calles de Miami llenas de viciosos. “Directed by Michael Mann”, ponía al final de los títulos de crédito. En el colegio flipábamos con la serie. Fue la primera vez que oímos hablar de los Ferrari Testarossa. Algunos todavía no han superado la tontería y ahí siguen, amorrados a la Fórmula 1 cada domingo: brum, brum, y las tetas gordas, como dice Miguel Maldonado. Australopitecus gasolinensis.
“Miami Vice” es una serie “Con-Don Johnson”, decíamos los chavales por hacer la broma. Algunos. es verdad, tampoco hemos superado lo del jijí-jajá de las guarrerías. Una vez un cura del colegio me oyó decirlo y me soltó una colleja en pro de la vida. Every sperm is sacred, como cantaban los Monty Python.
Luego -retornando a Michael Mann- vinieron los últimos mohicanos y los atracos a los bancos. Una biografía de Muhammad Alí y un panegírico de John Dillinger. Ninguna de esas películas es tan redonda como “El dilema”. Ni de lejos. Curiosamente, ésta es la película con menos tiros y menos hostias del repertorio. No las necesita. Sólo sale una bala metida en un buzón, a modo de amenaza para que el doctor Wigand no cuente que los cigarrillos son puro veneno. Y además re-envenenados, para crear más adicción. Una matanza legal.
Russell Crowe se quedó sin el Oscar que luego le dieron por “Gladiator”. Hollywood es así de incongruente. Al Pacino también se hubiera merecido el galardón. Cuando se pone, es el mejor. Su personaje, Lowell Bergman, es un periodista íntegro, de izquierdas, con valores. Suena raro porque 25 años después ya casi no queda ninguno. Están a punto de extinguirse. Se han vendido al capital por una hipoteca y por un viaje a Punta Cana. O a Miami, donde todo comenzó.
La verdadera historia de la banda de Kelly
Y es que ya empieza mal, desde el rótulo explicativo, La verdadera historia de la banda de Kelly, porque dice algo así como que la historia es real, pero inventada, o inventada, pero real, da igual, ya no me acuerdo, y se queda uno pensando que para qué, entonces, la aclaración, que si es real, pues es real, o al menos basada en hechos reales, y si no, pues viva la ficción, y no se pone nada, y se tira para delante.
Gladiator
Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.
La voz más alta
Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.
Dos buenos tipos
En las buddy movies tradicionales, que son esas películas donde una pareja dispareja de detectives resuelve sus casos a tiroteos y a cacharrazos, uno de los policías hace de atildado, de eficiente, de respetuoso con el marco legal, mientras que el otro va a su puta bola y se caga en las normas del régimen interno, y del régimen exterior. El primero suele ir vestido de manera sobria, con traje y corbata, y lustrosos zapatos, mientras que el segundo lleva cualquier camiseta barata y luce barba de varios días de resaca. El detective ejemplar está casado, tiene hijos, vive en una casa que es la envidia del vecindario; el detective conflictivo, por el contrario, para equilibrar el ying con el yang, es un caradura que folla a diestro y siniestro pero malvive en un apartamento de mala muerte, a veces en el mismo barrio donde compran el pan y trafican la marihuana los malotes que habrá de perseguir a continuación.
Red de mentiras
Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.
El hombre de acero
Termina la cena de Nochebuena y la familia, avenida en los langostinos pero reñida en las religiones, se divide en dos sectas de adoradores cuando llega la medianoche. Unos, los temerosos de Yahvé, se enfundan los abrigos y salen a la calle para participar en la Misa del Gallo, donde habrán de asistir al nacimiento repetido de Jesús, superhéroe de los tiempos antiguos que multiplicaba los panes y resucitaba los muertos. Los otros, los descreídos, nos repantigamos ante la tele para adorar al milagrero de los tiempos modernos, Supermán, que detiene los trenes en marcha y recoge a todo el que se cae de los andamios. Son vidas ejemplares, y paralelas, las de Jesús y Kal-El. Otros antes que yo ya divagaron sobre el asunto, haciendo más humor que otra cosa. Sucede que ahora, en El hombre de acero, los guionistas ya no esconden sus intenciones evangélicas, muy serias y pomposas, y pretenden equiparar el destino espiritual de ambos personajes, como si la película la hubiese sufragado la derecha religiosa. Un atrevimiento, o una herejía, o una gilipollez, según se mire.








