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Buenos días, tristeza

🌟🌟


Viendo “Buenos días, tristeza” me acordaba de ese amigo que no soporta ver “Succession” porque le caen mal los ricachones. Yo le digo que a sus años no puede seguir confundiendo contenido con continente, pero él insiste en su desdén. Yo mismo, por ejemplo, que soy un bolchevique anacrónico, quedo abducido en “Succession” ante esa exhibición de sociopatía que siempre viaja en helicóptero. No es síndrome de Estocolmo, sino pura fascinación. 

Sn embargo, en “Buenos días, tristeza”, yo mismo he caído en esa falta de sofisticación que le achaco a mi contertulio. Deseo que la película termine cuanto antes y que se malogren sus personajes. ¿Es buena, es mala...? Ni lo sé ni me importa. De cualquier modo: ¿éste era el “clásico insoslayable”? Porque la película no aguanta ni una siesta del otoño. Ni siquiera por la belleza de Jean Seberg, que Max, mi antropoide interior, celebraba columpiándose en su neumático.

Esta familia de apellido Ignoto no es tan rica como la familia Logan, pero tiene una casa de la hostia muy cerca de los Campos Elíseos. Luego, ya cansada de ver pordioseros por el Sena, veranea en una villa al borde del mar que ya quisieran para sí muchos futbolistas del Madrid. Los Ignoto son papá Raymond –que es un “french fucker” que cambia de amante cada quince días- y su hija, Cécile, que es una pija de manual destinada a seguir los pasos de su padre. Por aquí nada que objetar. Ellos, simplemente, pueden permitírselo. El “amor eterno” es un consuelo inventado por los pobres de espíritu: viene a decir que si tú te pones ciego a follar, yo, en cambio tengo “valores más elevados”. Una gilipollez. Se aprende mucho leyendo al tío Friedrich.

El problema es que los Ignoto carecen de empatía con las víctimas que van dejando por el camino. Tratan a los amantes como tratan a los pobres. Sus aventuras eróticas, que hasta el momento iban dejando cadáveres simbólicos, ahora han dejado uno de verdad. Al final de la película parece que Cécile llora la consecuencia de sus acciones, pero en realidad es la crema facial, que aunque es carísima, exclusiva de París, pica como una auténtica hija de puta. 




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La noche de la iguana

🌟🌟🌟🌟

El reverendo Shannon quiere elevar su espíritu hacia Dios, pero el peso de sus testículos es excesivo, y marmóreo, y ese lastre lo retiene en los asuntos mundanos de la pasión. Siendo él un pastor protestante, de los que goza de bula divina para el sexo, no habría mayor problema en darle a Dios a lo que es Dios y a la esposa lo que es de la esposa. Pero el reverendo, muy alejado de la idea del matrimonio, siente una lacerante debilidad por las chicas más jóvenes de la parroquia, que son seducidas en la sacristía con la excusa de dar una clase particular sobre la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses. 

    El reverendo Shannon es un hombre atractivo que asegura ser él el seducido, y no el seductor: una verdadera víctima de los demonios travestidos en jovencitas. Pero esta excusa pueril no le salva de ser expulsado de su iglesia cuando los feligreses, que no quieren ir a los servicios dominicales con sus hijas sujetas con correas, deciden elevar una queja formal a sus superiores eclesiales.

    Ninguneado por Dios y rechazado por sus ovejas, el reverendo emprenderá una nueva vida en México, de guía turístico, ofertando un servicio completo de playa más hotel y consejos espirituales. Pero sus carnes, ay, viajan con él a todos los sitios, y en ellas, entreveradas en los tejidos, siguen anidando las mismas tentaciones que nada saben de fronteras ni de arrepentimientos. Borracho como una cuba, a punto de perder su nuevo trabajo, perdido en una selva que es al mismo tiempo tropical y metafórica, Shannon dará con sus huesos en el hotel playero que regenta Maxine, una Ava Gardner que más parece un súcubo afincado en Puerto Vallarta que una mujer refugiada de las tempestades. 

    Doña Ava sonríe, o mueve una cadera, o guiña un ojo, y el reverendo Shannon, y los espectadores que fueron y somos, y seguirán siendo, notan que algo muy primario y muy hermoso, de una sensualidad inocente y selvática, se mueve un poco más abajo de las entrañas. Shannon buscaba la paz espiritual y se ha encontrado otra vez con el demonio del sexo, que se posa en su hombro izquierdo para provocarle.




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Suspense

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Cuarenta años contemplaban a Deborah Kerr cuando interpretó a esta institutriz chalada -¿o no?- que lleva la voz cantante en Suspense, clásico en blanco y negro sobre una casa encantada -¿o no?- poblada de lúbricos fantasmas.

Suspense a veces aparece en las enciclopedias como The Innocents, título original, y a veces como Otra vuelta de tuerca, título de la novela decimonónica que sirve de inspiración. Tal es el galimatías, y tal es mi incultura, que sólo hoy he comprendido que los tres titulos eran en realidad la misma película, como una santísima trinidad que se resumiera en un único dios verdadero. 

Cuarenta años, decía, tenía Deborah Kerr en aquel rodaje. Cuarenta y uno tengo yo, a estas alturas de mi propìa película, y sin embargo esta mujer me parece mayorísima, carente de todo atractivo sexual. No era Deborah Kerr, ni mucho menos, la actriz más guapa del momento, y los vestidos victorianos de Suspense tampoco ayudan mucho a resaltar sus méritos femeninos. Soy consciente de estas limitaciones, pero no es ahí adónde voy. Quiero decir que siendo yo coetáneo de las mujeres de cuarenta años, Max, mi antropoide, que vive encerrado en mi interior, y dicta mis deseos más inconfesables, ya las considera viejas, y despojadas de todo interés. Es un querer pero no poder, abocado a la desgracia y a la incomprensión. Quisiera convencer a Max de su error, de su desfase cronológico. De su apuesta perdedora por las más jovencitas del lugar, pero no puedo. En estos asuntos del corazón él se ha hecho con el mando a distancia, y controla las hormonas, y los instintos, y no lo suelta ni dándole de hostias, como un mono juguetón. Es el síntoma inequívoco de que me he hecho mayor. Muy mayor. Con la barba teñida de blanco, y el alma tiznada de negro. Dicen que es el destino común, la etapa obligatoria, el último gran deseo reproductor antes de que el antropoide se haga definitivamente viejo y se retire a la copa de los árboles, a dormitar siestas, y a zampar plátanos. Y a ver la tele. Será eso. 





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