La herida

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Ana es una mujer... dificilita. A su lóbulo frontal le cuesta filtrar los impulsos que llegan de su amígdala y eso le crea problemas muy serios en las relaciones personales. Ana tiene unos ojos vivaces y una sonrisa demoledora, pero de pronto, por algún seísmo endógeno, o por cualquier contratiempo exógeno, sus mirada se vuelve turbia y su sonrisa se hace mueca y desagrado. Y a partir de ahí a saber: lo mismo te tira un trasto a la cabeza que se recluye en su habitación a lesionarse con una cuchilla.

Su novio ha hecho mutis por el foro y sus amigas ya no le cogen el teléfono. Pero no hay nada que reprocharles: a los dos minutos de conversación con cualquiera, Ana ya está torciendo el morro y cagándose por dentro -y a veces incluso por fuera- en la puta madre de cualquiera que la matice o la contradiga. Su madre, por cierto, con la que convive porque ya no le queda otro remedio, le habla con un tono de voz que no se permite ninguna inflexión admonitoria, y aun así, la pobre, se lleva un rapapolvo diario e incluso tres. Ya digo que Ana es... complicadita. 

Ana es lo que antes de Irene Montero llamábamos una mujer bipolar, casi al borde de padecer un TLP. Yo mismo estuve enamorado de dos mujeres así en mi corta y maltrecha vida amorosa. Una caminaba sin diagnosticar y otra estaba diagnosticada sin yo saberlo. Internet es así, como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar.  Viendo “La herida” he sentido escalofríos en algunas escenas casi calcadas a mi experiencia particular. El despliegue emocional de Marián Álvarez es acojonante y está más allá de cualquier elogio de cinéfilo.  

Ahora, sin embargo, esos adjetivos psiquiátricos sacados del DSM-5 ya no se pueden sacar a colación. Irene Montero bajó del monte Sinaí para decirnos que ya no hay mujeres locas, sino mujeres enloquecidas por culpa de los hombres. El catolicismo de nuestra infancia, tan ridículo y tan denostado, era al menos en eso más igualitario: el pecado original -el de la locura, o el de cualquier otra enfermedad del espíritu- lo llevábamos por igual hombres y mujeres. Eso sí que era paridad y no lo de ahora.





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