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El libro de las soluciones

🌟🌟

Empecé a ver “El libro de las soluciones” el 26 de julio de 2024 a las cuatro de la tarde. Pensaba verla de cabo a rabo para después escribir estas líneas, sacar al perrete y luego, ya libre de obligaciones, abandonarme en el sofá a ver la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. El planazo era pasar del París de Michel Gondry al París de Zinedine Zidane como si mi vida fuera un puente muy poco lustroso sobre el Sena.

Pero al llegar más o menos a la hora de metraje me quedé dormido con la canícula de la siesta. Antes de hacer deporte estas cosas no me pasaba nunca: vivía en un electroencefalograma plano que casi nunca se desconectaba. Mi atención era una bombilla de 10 vatios en la que siempre podías confiar. Ahora, con los esfuerzos -porque el médico me lo recomienda y porque quiero estar medianamente presentable ante mi última oportunidad- paso en apenas un minuto de la lucha contra las grasas al ronquido de un cerdo satisfecho. Es como si me bajaran el telón en mitad de la función, sin avisar. Es tan repentino el tránsito que no me da tiempo ni a protestar. 

De hecho, desde que practico deporte de chichinabo, pongo las estrellas de calificación según la virulencia del cansancio con el que enfrento las peliculas: si no me duermo, obra maestra; si caigo a los diez minutos, una película insufrible; y si caigo más o menos a la mitad, como en “El libro de las soluciones”, un quiero y no puedo que no merece más de dos estrellas, tres a lo sumo.

Me prometí seguir con la función al día siguiente, con el cuerpo descansado y el pebetero ya encendido. Pero lo cierto es que escribo estas líneas muchos meses después sin haber terminado la película. En el fondo me da igual lo que le pase a este alter ego de Michel Gondry: sus neuras, sus caprichos, sus malos modos, sus genialidades... Me da igual que su personaje gane el premio César o acabe pidiendo calderilla en una esquina. Me la suda. No aguanto esa afirmación continua de “soy un genio incomprendido”. El humor a veces no basta para disimular la egolatría.

De Michel Gondry, ay, siempre nos quedará el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.





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Vortex

🌟🌟


La soledad está muy de moda en los círculos urbanos y en los pueblos de la montaña. Según los últimos estudios, las camas estrechas ya se venden más que las camas matrimoniales. Pero yo creo que la soledad está muy sobrevalorada. Basta un dolor de muelas en la madrugada o una depresión inconsolable para comprender que la soledad es mal negocio cuando las fuerzas empiezan a fallar. Tampoco es cuestión de emparejarse para que alguien nos limpie el culete o nos sujete el tacataca. Buscar a tu enfermera de noche, como cantaban los de "La Mode" en la movida madrileña. Pero yo soy un nostálgico de la pareja, quizá un romántico trasnochado, y el saldo final de beneficios y pérdidas me sigue pareciendo que compensa.

Hace años, una pitonisa de ojos turbios y uñas mordidas por la ansiedad me dijo que los dos íbamos a morir solos. En su bola de cristal ambos flotábamos como islas, ajados y canosos. Reconozco que me asustó de veras, y que no hay día que no recuerde aquella mirada convencida de su verdad. Sin embargo, todavía creo que hay tiempo para la esperanza.

De todos modos, la vejez acompañada puede ser otra forma de soledad si la otra persona -como sucede en “Vortex”- está demenciada y apenas te reconoce. O si es incapaz de ayudarte cuando te da un infarto fulminante en el pasillo. Es un pensamiento terrible que recorre toda la película como un escalofrío. Lástima que la película sea tan aburrida y petulante. “Vortex” es el último “experimento fílmico” de Gaspar Noé, un tipo que a veces acierta con los inventos y a veces rueda cosas del profesor Bacterio.  “Vortex” es una película fallida, con muchas ganas de epatar y de hacerse la original. Funciona durante un rato, pero luego, si tienes el alma insensible como yo, te pones a bostezar y a pasar escenas con el mando a distancia. Los dos ancianos deambulan, se enredan, juegan con sus cachivaches... No es, desde luego, el “Amor” de Haneke. Donde otros han visto el retrato hondísimo y perturbador, yo solo he visto a unos vecinos enredando gracias a que nos separa una pared de metacrilato, y no de ladrillo. 




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