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El hombre elefante

🌟🌟🌟🌟🌟

1. IMDB sostiene que yo tenía nueve años cuando descubrí los afiches de “El hombre elefante” en el cine Pasaje, en León, donde trabajaba mi padre. Recuerdo que estaban en el pasillo transversal, camino del ambigú, en aquella pared donde se exponían los anuncios de los próximos estrenos, y que yo me cagaba de miedo cada vez que pasaba por allí. Creo que llegué a tener pesadillas con aquel hombre-engendro de la capucha de un solo ojo... La película, por suerte, era de las no autorizadas para menores y daba igual que yo tuviera la morbosa tentación de asomarme a la película.

2. Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Llegado el momento se retiraron a su cunita y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, unos gamberros entrañables. Pero cuando llegó el adiós prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos y los quejidos lastimeros. Aprovecharon una distracción mía para irse como llegaron: un buen día y sin avisar.

Así es como muere también John Merrick en “El hombre elefante”: arropado en su cama y ahogado por el peso de su propia deformidad. Merrick se deja morir sin dar a viso a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso hacerse el interesante ni el melodramático: ni grandes palabras ni barrocas despedidas. Tras su fiesta homenaje, Merrick se descubrió reconciliado con el mundo y agradecido de haber existido, y con ese sentimiento aún caliente decidió que iba a poner el punto final. Todo un caballero.

3. La maldición de mi memoria -tan nula para todo pero tan parecida a la de un elefante para la cinefilia- me ha obligado a recordar que la última vez que vi “El hombre elefante” fue al lado de la mujer-víbora. Acabábamos de sabernos enamorados y nos besábamos después de cada escena. Al final lloramos como dos magdalenas con la muerte de John Merrick... Luego nos fuimos a la cama a celebrar el amor y la cinefilia. Entonces yo no vi -porque el amor es ciego- los dos dientes afilados y las bolsas de veneno. 




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Firefox

🌟🌟

Firefox es una cochambre de película. La dirige Clint Eastwood, sí, pero es de otros tiempos, de cuando el monolito todavía no le había concedido la sabiduría para rodar Bird y llevarle a otro estado del arte y la conciencia. O eso, o que era un primo suyo el que dirigía las películas anteriores. O el que, ay, empezó a dirigirlas después…

    Firefox es una película de la Guerra Fría, chapucera, inverosímil, con americanos muy listos y rusos que parecen medio idiotas -aparte de ser unos psicópatas de cuidado, claro. El coronel soviético es el mismo actor que hacía de responsable de la Estrella de la Muerte en El Retorno del Jedi, y la elección de casting no debe ser en absoluto casual, porque cuando los militares soviéticos se reúnen en la sala de guerra para valorar la situación, aquello parece tal cual el alto mando del Imperio, y sólo falta Darth Vader entrando en escena con un pin de la hoz y el martillo prendido en su armadura.

    Uno, la verdad, viendo la película, no termina de entender como siendo los rusos tan cortos de mollera lograron desarrollar el Firefox, que era un caza indetectable, imbatible en los cielos, y que tuviera que venir Clint Eastwood desde su pueblo para robárselo y entregárselo al pueblo occidental, como un Prometo trayendo el fuego de los dioses. Es una gilipollez, claro, porque además, los rusos, en 1983, bastante tenían con levantar granjas de pollos para abastecer a la población hambrienta, y todo lo que destinaban a la industria militar era para construir misiles anticuados, que no hubieran llegado ni a la frontera de Polonia, de haber sido lanzados en el holocausto nuclear.




    Firefox es una obra de guiñol para niños, con la diferencia de que aquí los muñecos no luchan con palos, sino con aviones supersónicos. Una memez. Una caricatura del bien y del mal para que las gentes de Wisconsin llenaran los cines de 1983 y aplaudieran a rabiar la escena final del Mig-31 hecho pedazos. Tan satisfechos y henchidos de capitalismo como los amigos a los que invité a ver la película hace 37 años, en el cine Pasaje que da nombre a estos escritos. Mientras ellos aplaudían de pie, yo me enfurruñaba en la butaca, porque los rusos habían salido malparados de la función, y porque mis amigos, que habían entrado por la jeta, podían haberse cortado un poquito en el entusiasmo.

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