Yakarta

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El único entrenador que yo tuve no se parece en nada al personaje de Javier Cámara en “Yakarta”. Son como la tesis y la antítesis en la dialéctica de Hegel. El doctor Jekyll y el señor Hyde de los pabellones deportivos. La serie de mi adolescencia se podría haber titulado “Oviedo” porque era allí donde se jugaban las fases finales de nuestros campeonatos de baloncesto. Y Oviedo no se hunde en el mar, sino que se eleva sobre el valle. 

El hermano Pedro dirigía la selección escolar y era un auténtico hijo de puta. Que le apodáramos “HP” tenía poco que ver con lo de hermano Pedro o con la fotocopiadora Hewlett-Packard de conserjería. El hermano Pedro no te animaba a mejorar. No confiaba en ti. No te enseñaba cosas útiles para derrotar al enemigo. Es verdad que no te robaba el dinero para jugárselo en el bingo ni se ponía a llorar por las esquinas recordando que una vez abusaron de su inocencia. Cuando le conocimos, HP ya era un carcamal destrempado y no creo que le interesaran demasiado nuestros cuerpos. Él era un devorador de almas y vivía de la energía que nos succionaba. Un vampiro de nuestro amor por el baloncesto. De nuestra fascinación adolescente por la NBA de los imperialistas.

Ninguno de nosotros iba a jugar jamás en la NBA, pero jolín: te lo tomabas en serio. Querías plantarte en Oviedo para derrotar a los prisioneros de los otros campos de concentración. Querías aprender movimientos de ataque y conceptos defensivos para luego jugar las pachangas con los amigos y dejarles en ridículo ante las chavalas que miraban, y que admiraban. Pero el hermano Pedro se dedicaba a pitar los partidillos y a reírse de ti con fina ironía si fallabas una canasta tonta o cometías una falta innecesaria. 

- El señor Rodríguez parece que está deseando irse con la chusma, a jugar al fútbol...

Porque el hermano Pedro también era un clasista y un franquista declarado. En la vida civil nos daba clase de literatura y allí aprovechaba para cargar contra el peligro socialista y el advenimiento de los maricones. De Javier Cámara, en la serie, si hablamos de lo sociopolítico, solo podemos decir que parece un poco meapilas y nada más. 




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Los girasoles

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Creo que es la mujer más guapa que he visto en mi vida. O al menos esta semana, en las innumerables ficciones donde encuentro mi refugio. Pero no estoy hablando de Sophia Loren -que a mí, la verdad, disidente de mi generación, siempre me ha provocado una inexplicable indiferencia. Una subjetividad gélida frente a la objetividad de sus encantos.

Yo estoy hablando de Lyudmila Savelyeva, la campesina en la que Marcelo Mastrioanni encuentra la paz de las nieves y el calor en la cabaña. Lyudmila es un ángel de la estepa; la aparición mariana de una tovarich comunista y pelirroja. El ideal político-sexual de este bolchevique encanecido... Hasta hace un par de horas, Lyudmila era una completa desconocida para mí; a partir de hoy, será la musa principal de mis añoranzas. La carne y el hueso de mis ideales enamorados. Ya no sabré si decantarme por ella o por Mary Kate Danaher cuando un reportero dicharachero me pregunte por la calle.

He buscado a Lyudmila en internet y apenas existen cuatro referencias -y todas en inglés- sobre su carrera profesional. Un puñado de películas soviéticas y un permiso del comisario político para rodar con Vittorio de Sica una película en Occidente. Podría buscarla en ruso, por supuesto, en ese idioma adorable que ella parlotea como un pajarillo y que ahora la tecnología ya traduce casi el instante al cristiano verdadero. O mejor aún: podría hacer como Sophia Loren en la película: coger el petate e irme directamente a Moscú, a buscar el amor perdido tras la guerra devastadora. Porque existen las guerras mundiales y las guerras particulares.

Lo que pasa es que ahora ir a Moscú está más difícil que en tiempos de la Guerra Fría. Se necesitan más permisos y además corres el peligro de que tu avión sea derribado por los ucranianos. O por los mismísimos rusos, para luego echarle la culpa al cha-cha-chá. 




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Milagro en Milán

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El último milagro en Milán tuvo lugar el 6 de mayo de este mismo año. La Iglesia Católica todavía no lo ha reconocido, pero somos muchos los que hemos firmado la petición en Miracolos.org. Y la hemos firmado, además, ateos y creyentes por igual, porque el fútbol es un terreno ecuménico donde nos juntamos los apóstatas con los católicos. El balón es el único dios que aún nos reúne bajo su imperio. 

El milagro del que hablo fue una aparición de la Virgen María en el estadio de San Siro. Pero no con su disfraz de los cuadros del Barroco, sino encarnada en Francesco Acerbi, el central del Inter de Milán, que fue quien marcó aquel gol en el tiempo de descuento contra el Barça. Yo ya lo daba todo por perdido cuando Acerbi apareció de la nada -o descendió de los cielos, según una toma lejana del VAR- para enviar el partido a la prórroga y evitar que los muchachos de Negreira se plantaran en la final de la Copa de Europa. He visto el gol cien veces repetido y yo creo que no lo firmaría ni el mismísimo Jesucristo.

Desde entonces, desayuno todos los días en una taza nerazurri que mi hijo trajo una vez de sus viajes por Italia. Esa taza es el copón sagrado donde yo celebro cada mañana el misterio y la alegría.

El milagro en Milán del que habla Vittorio de Sica no tuvo lugar en su campo de fútbol, sino en un descampado de las afueras. Allí pasaban el invierno de 1951 los pobretones de la ciudad, cobijados en unas chabolas todavía más precarias que las que construían los charnegos de “El 47”. Buscando agua potable bajo el suelo, los pobres de Milán descubrieron petróleo bajo sus pies y fueron desalojados sin contemplaciones por el dueño del terreno, ya todo símbolos del dólar -o de la lira-en sus pupilas de carroñero. 

En el milagro de la película ningún chabolista fue descalabrado ni encerrado en un calabozo. Todos lograron huir en unas escobas mágicas como aquellas de Harry Potter. La Iglesia, por cierto, tampoco ha reconocido esta fuga voladora como una intercesión del Altísimo. Las escobas son cosas de brujas, y los triunfos de los pobres, maquinaciones del Maligno. 




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Umberto D.

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La Democracia Cristiana, enemiga acérrima del socialismo redistributivo, le prometió al señor Umberto una pensión decente y el derecho a una vivienda. Son cosas que se ponen en la Constitución, ya se sabe, y que luego se cacarean en las campañas electorales con mucho brazo agitado y mucha garganta desgañitada. Forma parte del circo democrático. Son promesas tan falsas y mitológicas como el crédito fácil o la crema antiarrugas. Hay que ser un imbécil para creérselas. O un buen hombre como el señor Umberto, que confía en las promesas oficiales y en el buen corazón de los gobernantes.

Y luego, lo de toda la vida: en la primera crisis económica provocada por la burguesía, al señor Umberto le recortan la pensión y lo dejan sin poder pagar el alquiler. A la puta calle, él y su perro Flike, que no tiene culpa de nada el pobrecito. 

Las películas del neorrealismo italiano nunca pasan de moda porque sus circunstancias tampoco pasan de moda. Si aquellos italianos vivían en la posguerra y eran pobres de solemnidad, los españoles de ahora seguimos siendo pobres -pero sin solemnidad- y vivimos las consecuencias de una posguerra que nunca se termina. La única diferencia es que ahora, quienes no tienen futuro, quienes cobran una miseria y no pueden acceder a una vivienda respetuosa, son nuestros jóvenes, nuestros hijos, mientras que a los ancianos como el señor Umberto todavía les queda un resto de monetario para arrimar cebolleta en Benidorm. 

Los ancianos de hoy en día son muchos más que en la Italia de don Umberto, y además se organizan, y se hacen valer cuando llegan las elecciones. Los partidos les temen y les conceden unas migajas de riqueza. Pero los jóvenes... Los jóvenes que se jodan. La muchachada es como es, ya lo sabemos, pero luego nos extrañamos de su indiferencia electoral, o aún peor: de su voto retorcido a los nostálgicos de la violencia.




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Ladrón de bicicletas

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Los pobres, como los ricos, necesitamos comer todos los días. Es un imperativo biológico que algunos capitalistas consideran una manía o un capricho de consentidos. Nos querrían desnutridos, sí, con las energías justas para mover la maquinaria y nada más. Pero ahora, por culpa de ese rojo de Karl Marx, los gobiernos civilizados cuentan las calorías y montan un pitote si no se alcanzan unos mínimos humanitarios. 

(Cuando los economistas modernos afirman que ya no existen las clases sociales -o que, si existen, están superadas por la concordia nacional- se deben de referir a eso: a que ricos y pobres no comemos lo mismo pero sí almacenamos más o menos las mismas calorías, aunque las nuestras sigan siendo de mucha peor calidad).

Fue precisamente un discípulo de Marx el que dijo que la diferencia entre un pobre y un rico es que el pobre tiene que buscarse la vida y el rico se la encuentra por ahí. Un rico, por ejemplo, a excepción de los campeones del Tour de Francia, jamás ha tenido que ganarse el pan montado en una bicicleta. Los pobres, sin embargo, han vuelto a dar pedaladas como hacían hace ochenta años los italianos de la posguerra. Es el ciclo de la vida. El eterno retorno de las ruedas. Entre el Souleymane que reparte comida por las calles de París y el Antonio que pega carteles de Rita Hayworth por las calles de Roma no hay ninguna diferencia. Los dos necesitan la bicicleta como otros necesitan un marcapasos: un artículo esencial para sobrevivir. Un objeto de lujo. 

Ahora mismo hay cientos de Antonios como el de la película rodando por la ciudad, llevando paquetes urgentísimos y pizzas calentitas. Van a toda hostia por obligaciones del servicio y además andan temerosos de que les manguen la bici cuando aparcan. Porque la otra gran diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos se roban entre ellos pero se unen como legionarios cuando lo necesitan, mientras que los pobres -porque en cierto modo nos lo merecemos- siempre somos unos lobos para el pobre.






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Alien: Planeta Tierra

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La IA predice que el F. C. Barcelona será campeón de Liga en la temporada 2119/20 con 37 puntos de ventaja sobre el segundo clasificado. También predice que al principio nadie encontrara una explicación razonable porque el dopaje fue erradicado en el año 2094 y los árbitros del siglo XXII -tras la sentencia del caso Negreira- ya serán todos robots infalibles e incorruptibles. Los rivales del Barcelona no tendrán otro remedio que lamerse las heridas mientras los expertos del fútbol escriben mil artículos tratando de analizar y comprender. 

La IA asegura que un equipo de reporteros a sueldo de la caverna descubrirá poco después que los jugadores del Barcelona no eran en realidad seres humanos, sino una mezcla de cíborgs, humanoides sintéticos y extraterrestres secuestrados por la Weyland-Yutani Corporation. El escándalo, por supuesto, será mayúsculo. Arderán las redes y arreciarán los improperios. Al día siguiente, en rueda de prensa, el presidente del Barcelona, Ludwig Laporta, tataranieto de aquel otro famosísimo, acusará a los medios de Madrid de difundir bulos y de enturbiar la competición. No admitirá, por supuesto, preguntas de los periodistas.

Todos los clubs de la Liga -salvo el Atlético de Madrid- denunciarán los hechos ante los tribunales deportivos. Las pruebas llegarán a ser tan abrumadoras que al final, el Barcelona, acorralado, pedirá un recurso de amparo ante el Consejo Superior de Deportes. Allí, como ya es tradición, absolverán al equipo azulgrana para no joder la mayoría parlamentaria en el Congreso. Les impondrán un rezo de tres Padrenuestros y la declaración firmada de no volver a usar aliens ni humanos reforzados. Los dirigentes de la FIFA, mientras tanto, que venían a Barcelona con ganas de cortar cabezas y de dar ejemplo de fair play, serán acallados con bandejas de canapés y prostitutas de gran lujo. Algunas de ellas serán, también, extraterrestres.

(¿La serie?: una cosa ridícula, casi abyecta, pero con un par de capítulos muy entretenidos). 



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Weapons

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A mí me da más miedo la primera parte de “Weapons” que la segunda. La segunda es el susto de toda la vida, y el asco de la sangre. Es la música que chirría y las vísceras que sobresalen. Pero es solo eso: susto, asco, reacciones automáticas de la médula espinal. Un engañabobos muy entretenido. Ninguna de estas pirotecnias me quita el sueño cuando me meto en la camita.

A mí me quitan el sueño los banqueros, los  militares, los paramilitares, los árbitros de Primera... Los estafadores que se emparejan con presidentas de comunidades autónomas. Y las presidentas mismas. Y los presidentes... El terror verdadero no me lo provocan las brujas ni los fantasmas. Más que nada porque no existen. Tampoco existen los monstruos de Frankenstein ni los vampiros de Transilvania. 

Lo que también acojona de verdad, casi tanto como lo otro, es la gente normal, el vecino corriente y moliente que un día es amable contigo y al día siguiente te mataría por un litro de leche o de gasolina. La masa pacífica convertida de pronto en jauría de poseídos. Es la supervivencia, estúpido. “No salgas a la calle cuando hay gente”, cantaban los Golpes Bajos. 

“¿Y si no vuelves...? ¿ Y si te pierdes...?”

A mi me dan miedo esos padres de “Weapons” que acaban de perder a sus hijos y le echan la culpa a la pobre maestra que pasaba por allí. Serían capaces de descuartizarla si les dejara la policía. Es esa mezcla de rabia y de ignorancia lo que vuelve a la gente peligrosa. Y la gente, vaya por Dios, sí existe. Con ellos no nos queda el consuelo de lo ilusorio o de lo fantástico. Están hechos de carne y hueso como nosotros y son ciento y la madre si te pones a contarlos. Son tan parecidos a nosotros que se redobla la inquietud. De qué no serían capaces si la tomaran contigo por sospechoso, o por judío, o por llevar gafas fuera de la moda...

Cuando la bruja de “Weapons” se vaya, quedará la gente a la que ella embrujaba. Ya fueron hechizados una vez por un alma viscosa. Ya están preparados para seguir ciegamente al próximo manipulador.




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Vermiglio

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“Vermiglio” termina con el plano sostenido de una cama matrimonial. Una cama vacía, recién hecha, condenada a no ser ocupada hasta después de los dolores. Antes vendrán los del Centro Reto a retirarla que nuevos cónyuges a disfrutarla. O a padecerla, porque la cosa del amor está muy jodida en las montañas de los Alpes. Las camas son así: la fuente del placer pero también el grifo del desconsuelo. El amor comienza en una cama, boca con boca, y termina en otra distinta -o en la misma- culo con culo.

La razón de que esa cama esté vacía es el cogollo de la trama y no seré yo quien la desvele. Es lo bueno que tienen estos escritos: que al no diseccionar las películas, sino las pelusas de mi ombligo, rara vez cometen el pecado del spoiler. Antes los usuarios se quejaban de que yo no hablaba de las películas y no sabían si verlas o no atendiendo a mis (inexistentes) recomendaciones. Yo, como el Conde Draco en “Barrio Sésamo”, les animaba a contar las estrellitas que pongo encima y entonces se ofendían y ya nunca regresaban.

Sólo diré que el drama de “Vermiglio” gira en torno a lo que sucede en esa cama matrimonial. O a lo que no sucede... La cama, si lo pensamos bien, es el epicentro de la vida. Antes se nacía y se moría en la cama del hogar; ahora lo hacemos en la cama de un hospital y es más o menos parecido. Salvo los que son concebidos en el asiento trasero de un coche o en el retrete unisex de una discoteca -cosas, además, muy de películas- todos provenimos del goce más o menos intenso que tiene lugar sobre una cama. Para eso hay camas conyugales, y camas de hotel, y camas que vienen anunciadas en la web de Airbnb.

De niños y de mayores alimentamos nuestros sueños en una cama. En la cama descansamos de la jornada o nos cansamos más todavía según lo que soñemos. La cama puede ser el remanso o la tortura. Hay quienes comen en la cama, y leen, y escriben sus poesías. Los hay incluso que viven de venderlas. En la cama gozamos o nos gozan. O nos autogozamos. ¿Distinguen las almohadas las lágrimas de alegría y las de tristeza? Mi lavadora sí, desde luego. Las lágrimas de tristeza, no sé por qué, siempre necesitan un lavado extra para extinguirse.




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F1: La película

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No me interesa la Fórmula 1. Ni las carreras de coches en general. Ni los coches siquiera. Las motos tampoco. Ésas son las peores... Cualquier cosa que haga brum brum y venga lanzada por el asfalto me resulta indiferente. Es más, tiende a ponerme de los nervios. Cuando terminan los grandes premios de la Fórmula 1, todos los locos de La Pedanía agarran sus bugas y pasan por delante de aquí atropellando y atropellándose. 

Me dan por culo los automóviles. De hecho, no tengo ni carnet de conducir. También es verdad que nunca lo he necesitado para sobrevivir. Y para los lujos ya existen los trenes, en los que puedes ir distraído, y los aviones, desde donde puedes ver las carreteras con aires de superioridad. Y hasta la bicicleta, para prevenir el infarto de miocardio.

De niño, sin embargo, sí veía la Fórmula 1 en la tele. Pero en blanco y negro, en la vieja Philips de mis padres, sin colores en las escuderías. Yo sabía que los Ferraris eran rojos porque luego los veía en las revistas. Pero esto no quiere decir nada: de niño yo veía cualquier deporte -o competición entre machos- que pasaran por la tele. La Fórmula 1 me interesaba tanto como la pelota vasca o el voleibol. Y dónde estarán ya, la pelota vasca o el voleibol...

Mi ídolo, no sé por qué, era Niki Lauda, quizá porque me daba pena su rostro desfigurado, o porque de chavales, cuando escuchábamos el “Lady Laura” de Roberto Carlos, cantábamos “abrázame fuerte, Niki Lauda”, para hacernos los graciosos. Luego vino Fernando Alonso y tengo que reconocer que me picó la curiosidad. Pero tampoco veía las carreras enteras. Menudo coñazo. Veía las últimas vueltas para tener argumentos en las tertulias y no quedarme desplazado. Hubo un tiempo no muy lejano en que no eras hombre del todo si no dabas tus razones para los éxitos y fracasos de don Fernando. La junta de la trócola y todo aquello... 

Mientras veía “F1: La película” me imaginaba precisamente a Fernando Alonso en el papel de Brad Pitt, tratando de reflotar la escudería APXGP pero hundiéndola ya del todo en la irrelevancia, como creo que hace ahora con los Alpine.




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Una casa llena de dinamita

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La caída de un pepino atómico no figura entre las doce primeras preocupaciones de los españoles según el CIS. Y aunque es verdad que el CIS es un  poco la TIA de Mortadelo y Filemón, me extrañaría mucho que ese miedo figurara incluso en la trigésimo cuarta posición. La indiferencia nuclear se palpa en las conversaciones de los bares. Es decir: que no se palpa, que yo no veo a ningún vecino de La Pedanía asustado por no tener un búnker forrado de plomo bajo el chalet. 

A los españoles, que vivimos en el extremo occidental de Europa y somos más África que Maastricht, más aspirantes que pertenecientes, nos preocupa más el pan nuestro de cada día y la independencia postergada de Cataluña. Lo primero porque necesitamos calorías y lo segundo porque somos gilipollas y vivimos alienados. Otra cosa sería si España fuera un país báltico o tuviera fronteras con los países comunistas. El canguelo iba a ser mucho mayor, claro, pero la distancia, según nos enseñan en la película, tampoco nos va a librar del pepinazo si la cosa se revuelve.

Yo, por mi parte, tengo el miedo atómico en el puesto 507º de mis preocupaciones. Es quizá por eso que “Una casa llena de dinamita” me entretiene pero no me altera. Me da un poco igual que el misil de los norcoreanos vaya a caer justo encima de Chicago. Allí no tengo familiares ni conocidos. Yo vivo más preocupado por el escándalo Negreira y por la salud rotuliana de nuestros blancos gladiadores. También por la salud de los gatos callejeros a los que doy de comer antes de acostarme. Más que el hongo nuclear me preocupa la inexistencia del otoño y la corta duración de la primavera. Y los estudios de mi hijo, y la salud de mi corazón. La puntualidad de los trenes y la amabilidad  de las camareras. Me jode no recordar como antes los datos de las películas: sus títulos, o los nombres de los actores. Rebecca Ferguson no me ama como yo la amo y además han subido el precio de los jamones. Esas son las inquietudes verdaderas de mi alma... Que Cataluña se independice me importa tres cojones y medio, pero que gobiernen los fascistas ya va a ser harina de otro costal. 







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El fin de la comedia. Temporada 2

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Dos años después de sus primeras andanzas por los límites de la comedia, el ingenioso cómico don Ignatius de las Canarias sigue buscando el ideal caballeresco por los barrios antiguos de Madrid. 

Ignatius está viviendo ahora una edad de oro profesional gracias a sus colaboraciones en la radio y a sus apariciones en la tele. Al calorcillo de la fama, los garitos nocturnos donde él se desnuda en cuerpo y alma se van llenando de mujeres curiosas y de jovencitos confusos que esperan expectantes un exabrupto que habrá de escandalizar a los tirios y de ofender a los troyanos. Y entre medias un “¡all right!”, y un grito sordo, y un “fascismo del bueno” coreado a voz en grito por la concurrencia.

Fuera de los escenarios, sin embargo, Ignatius sigue siendo un pobre hombre que aún no levanta cabeza en su vida personal. Ignatius, entre otras cosas, padece esa maldición bíblica que muchos otros también sufrimos en silencio: la de tener un aspecto físico que no se corresponde en absoluto con la verdad de nuestras entrañas. A uno, por ejemplo, se le ha ido quedando con los años una pinta de cardenal que nada tiene que ver con el espíritu libertino y revolucionario que vive encerrado en su interior. Y al pobre Ignatius, por su parte, que es un bonachón y un pedazo de pan, se le ha quedado una apariencia de orate escapado de un sanatorio mental con muy poco cuidado con las puertas. Y los conciudadanos, claro, se inquietan con su contacto, y él lo nota, y se siente abrumado por su timidez, y al final todo es un despropósito de consecuencias tan graciosas como funestas. La comedia...

Ignatius Farray es un osito de peluche con apariencia de oso grizzly que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Un incomprendido de la vida que sólo quiere vivir sin molestar a nadie: ganar dinero, conquistar mujeres, hacer favores a los vecinos... No pasar más de largo y servir para algo. Pasar muchas horas con su hija. Un poco como la buena gente que sigue la serie y se reconoce en él, y se descojona con sus aventuras.




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El show de Truman

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La primera vez que ves “El show de Truman” sólo estás pendiente de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia ese Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone sonriendo. (Que ya quisiera uno -digo yo- pasar varios años en la inopia vital, vigilado por un dios ridículo ataviado con boina, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique varias danzas melanesias al calor de las fogatas).

Hoy, en cambio, porque he vuelto a ver la película con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en las otras personas que viven atrapadas con él en el decorado de Seahaven. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores que se dedican a engañarle, no dejan de ser unos prisioneros del trabajo. Habrían merecido una película paralela que nos contara sus vidas singulares, o un spin-off en forma de serie, ahora que hay un millón de plataformas galácticas sobrevolando nuestro planeta.

Hannah Gill, por ejemplo, es una actriz que también se pasa todo el día encerrada entre las cuatro paredes de la farsa, fingiendo un matrimonio con Truman Burbank que no es el suyo. Debe de ser agotador y lacerante. Supongo que durante el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro por Seahaven, Meryl Burbank vuelve a ser Hannah Hill por unas horas y aprovecha el asueto para refugiarse en su casa verdadera, seguramente a pocas millas de distancia por si a Truman le da la ventolera de regresar. Allí puede que su duche otra vez, que coma lo que le gusta de verdad, que se acueste por amor con su marido verdadero... Porque ése es otro personaje interesantísimo, el señor Hill. ¿Qué pensará él de todo esto, un hombre que disfruta de su propia esposa a ratos perdidos, casi de contrabando, mientras Truman Burbank se cree legítimamente casado con ella y le hace cosas en la cama que se emiten, aunque sea censuradas, para una audiencia de millones de personas en televisión?



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Gallipoli

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Este soldado que finalmente muere en  “Gallipoli” habría merecido el Premio Darwin de 1915 a la muerte más tonta del año. Es una pena que este premio tardara tantos años en instituirse... Porque hay que ser un memo, casi un irresponsable de carcajada, para sacrificar el esplendor de la hierba que le esperaba en Australia, tan lejos de las guerras y de los imperios europeos, para ir a defender los intereses de la burguesía británica en la I Guerra Mundial. 

Que te recluten a la fuerza so pena de cárcel o de fusilamiento es una cosa. Cuando desertar es más peligroso que ir al frente uno agacha la cabeza y se entrega a su destino. No queda otra. Pero vivir en el Quinto Pino y decidir, sin que nadie te obligue, sólo por deber patriótico y por amor a la bandera, ir a defender los privilegios del rey Jorge V al estrecho de los Dardanelos, y liarse a tiros con unos turcos ignotos que viven a 14.000 kilómetros de tu casa, y sin saber exactamente qué se está dirimiendo en la batalla polvorienta, es, a mi modo de entender, siempre muy apátrida y muy poco dado a lo castrense, una conducta suicida digna de escándalo y de reprobación. 

Tarados los hay en cualquier sitio, desde luego. Aquí mismo, en España, si la cosa se pusiera jodida para los burgueses y hubiera que invadir, qué sé yo, la ciudad de Tánger, o anexionarse Portugal para repartir nuevos dividendos en el IBEX 35, habría un puñado no desdeñable de anormales que se presentarían voluntarios en las oficinas de reclutamiento. Por Dios, por la Patria y el Rey... Pues muy bien. ¿Pero qué Dios, so memos, si Dios no existe? ¿Pero qué Patria, so imbéciles, si la Patria solo es un trapo y un mapa coloreado? ¿Pero qué Rey, so lameculos, o qué Reina, si todos son herederos no sanguíneos de Franco? ¿La expresentadora del Telediario? ¿La nueva heroína de los periódicos, doña Leonor, que cada vez que aprueba una asignatura o recibe el Premio de Ser Ella Misma nos la sacan en portada para que se inflame nuestro ardor guerrero y no dudemos en dar nuestra vida para que ella siga disfrutando de sus privilegios?




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La Costa de los Mosquitos

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La Pedanía no está en la Costa de los Mosquitos. Aquí, para llegar al mar, a cualquier mar, hay que coger el caballo de hierro o la diligencia de las doce. La Pedanía, en cambio, sí está en el Valle de los Mosquitos, en el noroeste Peninsular, allá donde nunca llegaron los ingenieros del siglo XIX para drenar las zonas pantanosas por motivos de salubridad. Cuando las ardillas de este valle hacen un agujero en el suelo para guardar sus bellotas, brotan géiseres de agua como si fueran chorros de petróleo en las tierras de los texanos.

Cuando llega el verano, mi piernas nazarenas y mis brazos flagelados dan fe del martirio sanguinolento. Y no sólo en verano: estos mosquitos del Valle -más grandes que las moscas, más bien como tábanos o libélulas de Julio Verne- no se recogen en sus madrigueras cuando llegan las bajas temperaturas. Más que nada porque aquí tampoco se producen bajas temperaturas... Dos heladas en enero y a correr. Eso sí: en cada helada siempre se joden dos manzanos, o cuatro viñedos y los agricultores claman a los cielos su furor de proveedores. Sacan a pasear a la Virgen del Calor, escriben una carta al negociado de Bruselas y amenazan darle un buen par de hostias a Pedro Sánchez si aparece por aquí. 

(La malaria sin erradicar explicaría muchas cosas de las que veo cada día por aquí...).

Lo cierto es que nadie llama a estos andurriales el Valle de los Mosquitos. Y eso es porque los putos bichos sólo me pican a mí, que soy el extraño, el extranjero, el Harrison Ford involuntario. El que vino a ganarse el pan con el sudor de su frente y también, por añadidura, con la sangre de sus heridas. Yo no nací aquí y no estoy correctamente entrecruzado. Soy el único gilipollas que no tiene los anticuerpos convenientes en la sangre. El tolai capitalino que huele distinto cuando esos zancudos salen a buscar víctimas a la caída del sol, como vampiros de una tierra bellísima pero ajena.

(Esta diatriba fue escrita hace tres meses en plena canícula desesperante).





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Master and Commander

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Hoy en día, tal como está el patio (de butacas), los neuróticos ya no podemos ir al cine. O sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de sala X vergonzante. Horarios de cenobitas que ya han desistido de encontrar un comportamiento comunitario como de melómanos en la platea, o de cartujos en los maitines.

¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio. ¿Por qué está gentuza que rebusca las palomitas, sorbe la Coca-Cola, habla sin rubor, corre por los pasillos, juega con el móvil, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, por qué, Dios mío, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta y se comportan como seres humanos civilizados y no como gremlins recién salidos de su Mogwai?

Hoy he vuelto a ver “Master and Commander” en la tele de mi salón, y aunque mi tele es de muchas pulgadas y mi predisposición como espectador era de entrega absoluta y alborozada, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace muchos años, en la otra vida de León, vi “Master and Commander” en la pantalla enorme del Teatro Emperador y aquella experiencia casi me puso al borde del misticismo. Recuerdo que salí del cine casi tambaleándome, con un colocón de sales marinas y de pólvoras remojadas. “Master and Commander” me pareció la puta película de todos los tiempos quizá porque aquel pantallón era como el mismo mar inabarcable que surcaban la “Surprise” y el “Acheron”.

Recuerdo que éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal: cinéfilos recelosos que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la bolsa de patatas o el teléfono móvil del bolsillo. Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la “Surprise”, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. Compañeros de armas y colegas de trinquete, sea el trinquete lo que sea.  La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el bramido del mar y el cañonazo del enemigo a veces nos cogían de improviso y nos unían en hermandad.




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Muchachada Nui (tres temporadas)

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Han pasado quince años desde que terminó el experimento de “Muchachada Nui” en Televisión Española. No recuerdo los datos de audiencia, pero supongo que serían ridículos, apenas cuatro gatos congregados en el Callejón de las Risotadas. España no estaba preparada -ni lo sigue estando- para comprender a unos surrealistas venidos de Albacete. España sigue siendo Joaquín el del Betis y Leo Harlem hablando de cocidos madrileños.

Yo reconozco que tampoco estuve ahí todos los días, al pie del cañón que chananteaba. Cuando llegan las copas de Europa me cierro en un caparazón y ya no atiendo a nada más en televisión. Pero cuando veía el programa me reía tanto que una vez, en las Rebajas de El Corte Inglés, en la sección de Cine que ya ha dejado de existir, compré los DVD para verlos pasado el tiempo y hacer un estudio sociológico.

“Muchachada Nui” ha envejecido en algunas cosas, pero lo bueno sigue siendo muy bueno y al final ha resultado incluso profético. Todos nos hemos convertido, por poner un ejemplo, en Enjuto Mojamuto. La tecnología ha reducido el tamaño de su PC hasta meterlo en un bolsillo y ya nos pasamos la vida conectados a internet y descargando gilipolleces. Joaquín Reyes también predijo que algún día las celebrities hablarían todas con el mismo acento de Albacete. Y es verdad: bajo la supervisión de los community managers todas hablan exactamente igual y todas dicen exactamente lo mismo. 

¿Y los garrulos como Marcial Ruiz Escribano? Ahí siguen, reproduciéndose en la España vaciada y silenciosa. Hace veinte años parecían una especie en peligro de extinción y ahora mira tú: cada vez hay más. En La Pedanía, de hecho, ya se autorizan cacerías de paletos para controlar su población. Los garrulos ahora van todos sin boina y con el teléfono pegado a la oreja, pero son la misma especie que un día cruzó los Pirineos huyendo de los cromañones.





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La regla del juego

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¿Obra maestra, “La regla del juego”? Será una broma, supongo. Una broma sostenida en el tiempo y avalada por la crítica. Pero una broma, ¿verdad? Porque “La regla del juego” no hay quien la aguante. No sé en 1939, pero desde luego, en el año 2025, hay que tener mucho callo -y también mucha impostura, juraría- para que esta patochada no te arranque el bostezo o la supina indiferencia. También es verdad que en la cinefilia de Madrid la gente posee estudios y exhibe otra sensibilidad; en provincias, en cambio, donde estamos menos cultivados, “La regla del juego” ya viene tachada en el santoral de nuestras iglesias.

¿Dónde está todo eso que cuentan por ahí: la sátira social, el retrato costumbrista, la inteligente disección....? ¿Dónde ese parloteo trascendental que llevamos años leyendo en las enciclopedias? ¿Lo dicen porque los burgueses de la película no paran de hacer el imbécil y viven de espaldas a la necesidad? Será eso... Pero es que es hacer un imbécil de chiste bobo, de gracia sin gracia, de clownismo de payasetes... El “sentido del humor” de Jean Renoir me da que se ha quedado trasnochado.

Es todo muy aburrido en “La regla del juego”. Los burgueses se ponen los cuernos, parlotean, se visten con ropas muy finas de París. Hay  un tipo que se depila las cejas y luego se las pinta con rímel a la moda femenina. Los Javis aplaudirían con las orejas, desde luego. Pero es todo muy raro. Hay que leer entre líneas, por supuesto, pero válgame Dios qué líneas más espesas e intransitables.

Para mofarme de unos burgueses que andan de cacería prefiero mil veces “La escopeta nacional”. Ésa sí que es una obra maestra. Ahí sí que mi inquina bolchevique se sublima en una sonrisa. Y sin embargo, en el mundo de la cultura, pocos son los que hablan de Berlanga como hablan de Renoir, con esa especie de reverencia religiosa. A mí me parece que se lo inventan todo.





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La gran ilusión

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Ayer, con el amigo de La Pedanía, en esa conversación ya más profunda que siempre espumea tras la segunda cerveza, surgió la duda de cuál era el nombre de pila del padre de Jean Renoir. Ése es un poco el nivel de nuestra tertulia: por encima de la media nacional pero muy por debajo de cualquier foro que se diga culto de verdad. 

Sabíamos que el padre de Jean Renoir era el famoso pintor impresionista cuya obra - o parte de ella- está expuesta en el Museo d’Orsay de París. Ese museo, precisamente, que yo no pude visitar cuando estuve por allí y que mi amigo sí vio en su juventud pero rodeado de retoños que más bien le distraían. Ya digo que ése es un poco nuestro nivel: turismo cultural a la remanguillé, improvisado, un poco a lo que va surgiendo porque siempre vamos cortos de efectivo o escasos de calendario, o con malas compañías que nos desvían del recto camino del saber.

¿El pintor era Antoine, René, François...? Se dijo de todo pero no se acertó en nada. Sabíamos lo que no era pero no atinábamos con lo que sí era. Así que al final, derrotados, tuvimos que acudir a la Wikipedia para darnos un manotazo en la frente casi al unísono y exclamar: “¡Joder, claro, Pierre-Auguste!”. 

- A mí me sonaba lo de Pierre, ya ves tú.

- Pues a mí lo de Auguste, es curioso.


La culpa la había tenido yo, que en la primera caña comenté que venía de ver  “La gran ilusión” y me había quedado dormido un poco antes de la mitad, derrotado por su propuesta y acusado de deserción por el ejército. Donde la crítica lleva casi un siglo viendo un canto al honor y a la amistad, yo, en “La gran ilusión”, sólo había visto un campo de concentración como salido de los “Los payasos de la tele", uno muy raro donde los prisioneros vivían mejor que sus carceleros. 

La I Guerra Mundial de Jean Renoir es como festiva, o de chichinabo, para nada aquella matanza nauseabunda que nos contó Stanley Kubrick en  “Senderos de gloria”: una verdadera obra maestra llena de militares asquerosos y de soldados asustados.




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Un profeta

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La inteligencia no es lo que nos vendieron en la escuela: no es la cultura, ni la hiperlexia, ni el logaritmo neperiano. Los hechos demuestran que se puede ser un cebollo de campeonato y manejar todo eso con soltura. A mí desde luego me pasaba...

Además, en el siglo XXI, ya te lo chivan todo las maquinitas: las óperas de Mozart y la capital de Mozambique. También el teorema de Pitágoras y la dieta del centollo. Inteligencia -en aquella famosa definición de nuestros estudios- es la capacidad de adaptarse al medio; y en ese sentido, que es el único verdadero, Malik El Djebena, el protagonista de "Un profeta", es un hombre muy inteligente aunque sea analfabeto y lleve sin acudir a la escuela desde los once años, todo el día trapicheando por los bajos fondos de París.

A Malik, por fortuna, no le dan por el culo cuando entra en la cárcel. Los de la mafia corsa son para eso muy tradicionales: ellos asesinan y trafican, extorsionan y emasculan, pero siempre llevan un crucifijo colgado del cuello y ponen pósters de tías en pelotas en sus celdas cochambrosas Eso sí: a Malik le toman por el pito del sereno. Los corsos le ven blando y poco espabilado, medio moro y medio francés. Medio nada. Un híbrido cultural que no encaja en ningún rincón del patio de la cárcel. 

A Malik le han caído seis años de condena y no parece que vaya a pasar ni siquiera del primero. Pero joder, con Malik, el profeta... En la cárcel no necesitas conocer la historia del imperio austro-húngaro para ir agarrándote a la supervivencia. Tampoco tienes que comprender la dualidad onda-partícula de los fotones para ir medrando y subiendo puestos en el escalafón. Leo Messi también era un poco así y ya ves tú: parecía medio bobo y en el campo de fútbol poseía una astucia de felino. 

(“Un profeta” es una de las tres obras maestras de Jacques Audiard. Ahora que el director francés se ha hecho famoso gracias a “Emilia Pérez” le están dedicando una retrospectiva en Movistar +. Habrá que aprovecharla. Audiard siempre ha vendido mandanga de la buena, de un colega suyo encarcelado, recién traída de Córcega y apenas sin cortar).






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De latir, mi corazón se ha parado

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El protagonista de la película es un mafioso que trabaja en el sector inmobiliario. Pero no estoy hablando de Donald Trump, sino de Thomas Seyr, un macarra que se dedica a dar patadas y puñetazos a los okupas africanos. Thomas no es racista y no hace distingos entre magrebíes y subsaharianos. Si la cosa se pone fea les trata a todos por igual y no duda en soltar mamporros con el bate o en dar pequeños navajazos que acojonen de verdad.

Thomas Seyr es un matón eficiente, reconocido por compañeros y rivales. Su jefe le paga mucho dinero por despejar en un santiamén los edificios con los que luego especulará. Entre las hostias de Thomas y los precios del alquiler existe toda una cadena de delincuentes amparados por la ley

Ésta podría ser otra película de bajos fondos si no fuera porque el verdadero deseo de Thomas Seyr es convertirse en virtuoso del piano. “De latir mi corazón se ha parado” cuenta la historia de un hombre cuya vocación no tiene nada que ver con su trabajo. Es el mal que aqueja al 95% de la población. Quizá empiecen por ahí, y no por otras sociologías secundarias, los males que nos aquejan y nos deprimen: la frustración y la neurosis. La insatisfacción que todo lo impregna y lo ensucia. El ir tirando hasta que te das cuenta de que ya vives atrapado.

No es difícil reconocerse en el personaje de Thomas Seyr. Lo único que hace Jacques Audiard es jugar con dos estados de la materia muy alejados por lo común: un corazón de piedra cuando golpea las cabezas y un corazón de carne cuando acaricia las teclas. Yo mismo, sin ser un maleante, o al menos no uno peligroso, trabajo en una vocación imperfecta que cambiaría sin dudar por otra más sentida y verdadera. Daría un dedo inservible por una vida de artista que me llevara muy lejos de aquí. Pero me pasa lo mismo que a Thomas: que no hay talento. Sí, quizá, una intención, un algo, una insistencia más borrega que humanizada. Un empujón a destiempo de alguna voz autorizada. Nada, en definitiva. Sueños y nada más. El cepo está cerrado pero la nevera rebosa de alimentos.





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