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Usted puede ser un asesino

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Si matar saliera gratis nos pasaríamos la vida matándonos unos a otros. Solo los santurrones apelan a un principio moral para no conculcar el quinto mandamiento que nos enseñaron de pequeñitos. Menuda memez. No nos matamos porque no sabemos, porque no nos atrevemos, porque al final nos pillaría la policía, o porque pueden matarnos en el mismo intento de matar, o ser asesinados tiempo después en justa venganza. El ojo por ojo es sin duda lo que más acojona de todo: la espiral que no cesa. Pero son cuestiones de índole práctica, no razones etéreas que viven en las nubes. La ética es humo en el viento y los dioses tres cuartos de lo mismo.

Yo mismo, si tuviera el poder de la telequinesia y pudiera mover objetos con un golpe imperceptible de la ceja, causaría estragos en mi entorno más cercano: no quedaría, por ejemplo, ni un hijoputa de esos que van con el tubo de escape recortado, a todo lo que da, atravesando La Pedanía al triple de la velocidad permitida. Esa gentuza no merece vivir, pero con otro instrumento que no fuese la telequinesia mi crimen justiciero dejaría rastro, huella, pesquisa material para el CSI de Ponferrada. Y al final, claro, desisto del empeño.

“Usted puede ser un asesino”, reza el título de la película, y es una verdad tan grande como un templo. Pero usted, ay, no debe, o no le compensa. Y además, la película es una tontería. No le hagan mucho caso. Es un thriller criminal con música marchosa de Augusto Algueró, y eso no pega ni con cola. Jo, Augusto Algueró, qué recuerdos de la infancia... Ese señor gafapasta salía en todos lo programas de variedades de TVE dirigiendo la orquesta que acompañaba a los cantantes y a las cantantas. Fue el primer compositor musical que yo supe mencionar, mucho antes que Mozart o que Johann Sebastian. No sale en la película, pero le escuchas todo el rato. 

La película es una pura ridiculez, ya digo. Yo venía envalentonado con José María Forqué después de ver “Atraco a las 3” y me estrellé. Ni López Vázquez ha sido capaz de calmar mi irritación y sosegar mi aburrimiento, o viceversa.




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Atraco a las 3

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Hartos de contar billetes que otros roban a mano armada, deniegan a sus trabajadores o evaden al control del Ministerio de Hacienda -que viene a ser todo lo mismo-, los empleados del “Banco de los Previsores del Mañana” deciden atracar su propia oficina disfrazados de gángsters y llenarse los bolsillos con billetes verdes del color de la esperanza.

El cabecilla de la operación, Galíndez -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón y de enemigo de la clase obrera. Él ha nacido para ser rico y no puede renunciar a tener un Mercedes último modelo, vivir en el mejor casoplón de La Moraleja y veranear en las playas del Caribe al lado de una suecorra que no le ame por su belleza interior, sino lisa y llanamente por su dinero.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les van escurriendo los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida; ni ellos, además, quieren cambiarla. Son pobres hasta para soñar. Ellos solo quieren hacerse clase media y sobrellevar las penurias con más alegría y desahogo: cenar fuera los sábados por la noche, poner un televisor de 1962 en el salón y comprar un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

“Atraco a las 3” es una película cojonuda, un clásico de la casposidad, pero además ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad que esas gentes pasaron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría por aquí. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado sesenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la estúpida Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y tricolores.





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Un millón en la basura

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Si yo -como José Luis López Vázquez en la película- me encontrara un millón de euros en una maleta, abandonada en una papelera, y en ella hubiera una tarjeta que señalara a Fulano de Tal y Tal, banquero de profesión, empresario en sus ratos libres, como dueño del botín extraviado, me iban a ver a mí, por las narices, en la comisaría más cercana de mi pedanía... 

Como a cualquiera de ustedes, me imagino, a poco que crean en la justicia social y en la redistribución de la riqueza. Sólo los justos recalcitrantes, los boy scouts de pacotilla, los amedrentados por el Ojo que todo lo ve, devolverían la maleta extraviada a un fulano que ha robado -legal o ilegalmente, eso es lo de menos- una cantidad de dinero semejante. No existe el dilema moral, en este caso: sólo el miedo. Dice un proverbio árabe, o un refrán de los hindúes, o si no me lo invento yo ahora mismo, que el dinero que cae del cielo, regalado por los dioses, hay que regalarlo del mismo modo a los semejantes necesitados, por aquello del karma, y del equilibrio universal. Y yo, sin duda, sin ser árabe ni hindú, procedería inmediatamente a hacer el bien en mi comunidad tras quedarme, por supuesto, con una pequeña comisión en concepto de hallazgo y gestión financiera.

    Otro gallo cantaría si en la maleta no hubiera tarjeta alguna, ni documento identificativo. El gusanillo de la conciencia del que nos hablaban en el parvulario emprendería su sorda labor de roernos las redes neuronales. Un millón de euros abandonados tienen el 99% de probabilidades de proceder del narcotráfico, o de un señor muy despistado que iba a hacer un pago en B en una trama corrupta del PP. Pero siempre cabe la posibilidad, ay, de que ese dinero sea, por ejemplo, el pago por el rescate de un ser querido, y que nosotros, sin quererlo, hayamos metido las narices, y la pata, en la papelera justo en medio de la operación. O que un trabajador honrado haya juntado los ahorros de su vida para irse de jubilata a Benidorm y en un hecho inverosímil, en una carambola casi sacada de la imaginación de Ibáñez el dibujante, se haya dejado los dineros en una papelera de la vía pública. Qué hacer, ay, en tal caso, mientras los viandantes pasan al lado, y uno, abrazado a la maleta, todavía no sabe en qué dirección echar a correr con ella.



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