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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Quién nos asegura que la vida de verdad no es la que empieza cuando cerramos los ojos, y la soñada la que comienza justo cuando los abrimos?

Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción. Muchas veces me conduzco por el día como si aún transitara por el sueño, medio grogui o sonaja perdido. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día. También transcurre en escenarios recurrentes y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados y poco generosos. 

En los sueños, a veces, como le sucede a Betty/Diane en “Mulholland Drive”, soy el triunfador que se desquita del fracaso de la vigilia. Otras veces fracaso allí también y es como si me ensuciara dos veces en el mismo charco. A veces -las menos- es en el sueño donde encuentro el reverso aguafiestas de la felicidad. Ya dijo el abuelo Sigmund que soñar es como vivir una aventura. Yo me pongo el pijama como quien se viste para navegar por los mares o para ser nombrado rey de España y marido de Leticia. Un traje de faena, y también la ruleta de la fortuna.

“Mulholland Drive” nos gusta mucho a los que soñamos, y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden- a los que no sueñan o siempre olvidan sus sueños al despertar. Lo tengo comprobado. Es una película que siempre saco en mis monsergas de cinéfilo para ir calando al personal. Amigos, amantes, simples conocidos..., todos pasan tarde o temprano por el test de “Mulholland Drive”. Cuando descubro un espíritu afín sé que puedo confiarle sueños y pesadillas. Con los demás me limito a hablar de fútbol y de banalidades machirulas, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos puede ser gratificante, pero es mucho menos personal.






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Inland Empire

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Recuerdo que en 2º de BUP, cuando yo tenía quince años, nos hicieron un test de inteligencia en el instituto. Una mañana, sin previo aviso, aparecieron unos psicólogos que jamás habíamos visto por los Maristas, nos pusieron un cuadernillo en el pupitre junto a un lápiz bien afilado y una goma de borrar, y nos dieron, no sé, una hora, o un par de horas, para resolver aquella miscelánea de pruebas verbales, rotaciones espaciales, seguimiento de series..., todo tipo de enredos lógicos y matemáticos. Cuando la respuesta era obvia, yo ponía otra distinta, temeroso de estar cayendo en una trampa; y cuando la respuesta era dudosa, yo recordaba que teníamos un examen a la vuelta del recreo y que si terminaba deprisa y corriendo quizá me quedara un rato para repasar.

A los pocos días llegó a casa un sobre con mi nombre, y al abrirlo, expectante, descubrí que padecía una discapacidad cognitiva leve: un CI de 64, resaltado en negrita, que ni siquiera llegaba a atisbar la frontera lejana con la normalidad. Mis padres se quedaron de piedra, y dijeron que tenía que haber un error: que no era lógico que un chaval que sacaba sobresalientes en todo salvo en gimnasia tuviera un “coeficiente” como de niño que no, que no estaba bien, que debería estar escolarizado en un centro muy distinto al que ellos sufragaban religiosamente cada mes.

Yo no dije nada, me encogí de hombros, y asumí lo que en realidad siempre había sospechado: que las buenas notas sólo enmascaraban una estulticia que se hacía evidente en otros terrenos de la vida. Los loros -me decía yo, resignado- también eran capaces de recitar poemas, y de agrupar formas geométricas, y sin embargo, en un test de inteligencia, andarían por los niveles más bajos del percentil.

A veces, en las euforias de la vida, pienso que quizá aquel test se equivocó en muchas yardas con el disparo. Que seguramente fui yo, que no tenía ganas de hacerlo, y me puse a enredar con las respuestas. Pero luego, cuando veo películas como Inland Empire y no entiendo absolutamente nada mientras los inteligentes de verdad – los críticos y los foreros- le encuentran a todo un sentido y una intención, vuelvo a asumir la realidad de mi condición, y regreso a la apertura de aquel sobre que determinó en gran parte mi destino.



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