Terciopelo azul
Dune (1984)
🌟🌟
Solamente he recorrido la mitad del desierto. No he podido más. Para mí, el oasis prometido será un sueño inalcanzado. Me tumbaré aquí, ebrio de especia, hasta que el sol de Arrakis me extraiga la última gota y el último vapor. Es el fin. Mi amor confuso por David Lynch esta vez no ha sido suficiente. He... desfallecido. Su “Dune” es insoportable, cutre hasta el extremo. Inentendible si no fuera porque hemos visto las películas de Denis Villeneuve y más o menos sabemos de qué va la movida interplanetaria. He dicho "más o menos".
Las novelas no las he leído y creo que ya nunca las leeré. La verdad es que estoy un poco hasta los harkonens de los atreides. O viceversa: hasta los atreides de los harkonens. Estoy hasta el gorro de consultar si la especia que te pinta los ojos de azul y te pone en ventaja para conquistar a las mujeres se escribe melange, mélange o mèlange, con el dichoso acento bailando sobre vocales... ¿Se supone que el planeta Arrakis fue primero colonizado por los franchutes? ¿En esa segunda mitad de “Dune” que ya nunca veré aparece una colonia de franceses en el desierto, olvidada y anacrónica, como aquella que sobrevivía en las junglas de Indochina en "Apocalypse Now"? ¿O también habrán cercenado sus escenas en el montaje? ¿Existe una versión redux del “Dune” de David Lynch? Que Dios nos pille confesados...
La Teoría de la Fascinación por lo Cutre (TFC) que enunció el catedrático Pepe Colubi de la Universidad de Oviedo a veces funciona y a veces no. Hay cutreces entrañables y cutreces que echan para atrás. Existe una fascinación positiva y atractiva, sí, como cuando vemos “En busca del arca perdida” y nos importan un pimiento las cabeza de caucho y los rayajos en los fotogramas. Pero también existe una fascinación negativa, paralizante, a la que llamamos repulsión. El “Dune” de 1984 se ha quedado para los muy frikis, para los muy cafeteros. Para los entregados a la causa. Para los arqueólogos de la ciencia-ficción. No hay cinefilia provinciana que pueda con estos esfuerzos de la voluntad. La mía desde luego que no.
Showgirls
🌟🌟🌟
Al señor Verhoeven le gustan como a mí. No digo más. El muy
tunante... Él dice que tienen que ser así para poder bailar, y que su forma es
una exigencia milimétrica del otro señor, el guionista, que por lo demás lo
llena todo de diálogos para besugos y para sirenas del desierto. Los pechos de
las protagonistas -perfectos, no diré más- son una coherencia argumental. Necesarios
y palmarios, de la palma de la mano. No diré más... Una pechugona del burlesque
no serviría para exhibirse en Las Vegas, y una bailarina del Bolshoi,
impechada, pues tampoco. Los clientes del casino quieren la justa medida entre
el pechamen y el bailamen. Entre el sexo y el arte. Yo mismo, por ejemplo, que
no me considero un ganadero de Texas, tengo que confesar que los bailes de “Showgirls”
molan, pero que también ponen palote. ¿Un cerdo o un ser con virilidad, sin
más? Esa es la cuestión.
Para triunfar sobre el
escenario del casino hay que ser bella y saber moverse. “Ambar” cosas, como dicen
en Toledo ¿Mercado de la carne? Nos ha jodido. “Showgirls” es una película sobre
el mercado de la carne: carne que baila, que excita, que pone muy tonto al
personal. ¿Juicios de valor? Buf, ahora no, señorita Irene. Esto es una
película -muy mendruga por lo demás- y yo estoy de resaca (es un decir) de
Nochevieja. Yo también estoy en el mercado de la carne cuando pongo mis
fotografías en Tinder, solo que allí no me desnudo. Y menos mal... No veo gran
diferencia. Las chavalas de “Showgirls” se exhiben para ganar dinero y yo me
exhibo para ganar un corazón. Qué bonito... Todo es exhibirse. Tocar no. Eso
está muy feo, y los guardaespaldas del casino te ahostian a la primera. Bien
hecho. También hay mujeres que se plantan delante de mí como ese director de
coreografía, y me dicen que no molo por esto o por lo otro: la sonrisa, o las
orejas, o la pancita que se adivina bajo el jersey, tan poco cuidada con arroz
integral y verduritas a la plancha.
“Showgirls” no es tan mala como la pintan. Nunca la había
visto por prurito cinéfilo, por postureo cultureta. Era tan socarrón, el
chorreo, que hasta me daba miedo asomarme. Pero “Showgirls” mata la tarde. Y
te... No. No diré más.
Twin Peaks
Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica.