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Las ocho montañas

🌟🌟🌟🌟

Si no fuera por el colgajo -y por otras razones de orden práctico- yo también me iría a vivir a la montaña, como Bruno, a la cabaña más alejada para elaborar quesos y dialogar con los burros verdaderos. Yo he escalado ya las ocho montañas -en mi caso los ocho oteros- y en las ocho cimas sólo había decepciones y aprendizajes repetitivos. Paisajes bonitos afeados por los restos de basura. Y un medio lerdo que contemplaba. 

Allí arriba, siguiendo la parábola de la película, no hay mucho que merezca la pena por mucho que digan los nepalíes. La verdad es que estoy un poco hasta el gorro -de montaña- de las filosofías orientales. Tampoco veo que a los chinos les vaya mucho mejor en la vida que a nosotros: se mueren igual y sufren por las mismas cosas. Siguiendo la filosofía de la película, lo mejor es sin duda quedarse en la montaña del centro. O sea: no moverse. Encontrar tu lugar en el mundo, aferrarse a él como un gatito a su mamá y dejar que todo transcurra muy lejos sin hacerte daño ni molestarte cuando duermes. 

Las montañas me gustan, pero no me dicen nada en especial. Me las quedo mirando y es como mirar el océano. Parece que va brotar el sentido de la vida por algún lado pero al minuto se te ha ido la cabeza a los asuntos baladíes. Ya lo decía Larry David con los brazos cruzados mientras contemplaba el océano Pacífico: “No sé qué le ven...”. Y yo estoy con él. Lo que pasa es que las montañas son la promesa poética de la lejanía y de la soledad. Son más una idea platónica que una geología verdadera. Puede que en Italia aún queden lugares así, pero por aquí, desde luego, las montañas ya han sido colonizadas. Si yo construyera una cabaña como esta de Pietro y Bruno en la cumbre del Quinto Pino, al día siguiente aparecerían por allí el tonto del quad, dos moteros, tres cazadores furtivos y cuatro turistas madrileños buscando “the mountain experience” por las provincias. 

Y está lo del colgajo, ya digo, que de momento no conoce la senectud, y la ausencia terrible de Movistar +, y la lejanía de los hospitales si un día -tan torpe como soy- me parto una pierna cruzando por el arroyo. Para mí es imposible. Vivir en las montañas es un sueño bonito y nada más. 






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Martin Eden

🌟🌟🌟


Martin Eden llevaba una vida feliz hasta que se enamoró y quiso ser escritor. Dos maldiciones que le partieron por la mitad, como serruchos de la serrería. Antes de tropezar con su destino, Martin era un fucker de manual: un marinero alto, guapo, de ojos como el mar, que en cada desembarco arrancaba suspiros y rompía corazones. Martin tenía una novia en cada puerto, como en la copla. A veces era una amante fija que sabía sus rutas de memoria; otras, una amante ocasional a la que sólo tenía que convocar con la mirada, en la taberna, o en el paseo despreocupado. Una vida de aventuras, de sexo satisfecho, de trabajos sudorosos que limpian la mente de gilipolleces. Una vida que yo mismo hubiera firmado de haber nacido con el fenotipo adecuado, y con la cabeza llena de menos pájaros. Y si no me mareara, incluso, en el autobús que me lleva al centro comercial, que nunca pasa de cincuenta por hora para que las ancianas no se trastabillen.

Pero Martin Eden, ay, como el Adán que vivía tan feliz y de pronto se queda sin costilla, se enamora un día de la bellísima Elena, que también tiene los ojos como el mar. Ella es Elena Orsini, hija de una familia burguesa con fuente de piedra en medio del jardín. Elena siente la llamada del instinto, se siente brutalmente atraída, pero Martin es un analfabeto que apenas sabe juntar cuatro palabras escritas y descifrar una lista de la compra; así que Elena, que está destinada a casarse con un banquero o con un abogado, recela, deshoja la margarita, y aplaza la entrega de su flor hasta que Martin demuestre que puede llegar a ser un gran escritor, con obra publicada y pingües ingresos por su narrativa.

Y ésa es, grosso modo,  la historia -confusa, aburrida, libérrima- que se nos en cuenta en Martin Eden: la del hombre que para ser admirado por la mujer que ama se lanza a la escritura como el pavo se lanza a exhibir su plumaje, o el gorila a golpear su pecho musculoso. La escritura como un modo de significarse y destacar. El arte como un rasgo de selección sexual. El arte como una animalidad muy básica envuelta en delirios de humanismo. El arte, en resumen, para follar.


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