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Kid auto races at Venice

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La Venice del título no es la Venecia de Italia, sino la playa de Los Ángeles donde casi un siglo después paseó Hank Moody en “Californication”, bicheando a las patinadoras. 

A principios del siglo XX, en Venice, se celebraba una carrera de coches infantiles como esas que se ven en los magazines de La 1, cuando mandan al repórter Tribulete o la becaria Jamona a cubrir las fiestas patronales de Villaliebres del Conejo: chavales que tunean cualquier artefacto con cuatro ruedas y se lanzan cuesta abajo para tomar un par de curvas viviendo peligrosamente mientras aplauden los lugareños.

Para la Keystone Studios que dirigía Mack Sennett, los estudios de rodaje eran tan anchos como el propio mundo, así que a veces sus directores plantaban la cámara en plena  calle y soltaban a los actores para improvisar cualquier argumento que alcanzara los diez minutos de duración: una disputa, una persecución, cuatro caídas descacharrantes y hala, para casita, a positivar. El cine de los Keystone Studios no era precisamente una cosa intelectual para que analizara el “Cahiers du Cinéma“ de la época, pero daba pingües beneficios y servía como factoría de futuras estrellas de Hollywood.

En el primer cortometraje que rodó para Keystone Studios -el primero, también, de su carrera- Charles Chaplin interpretó a un falso millonario que trataba de ganarse la vida embaucando al personal. Para el segundo, que es éste que nos ocupa, Chaplin improvisó un vestuario compuesto de bombín, bastón, chaleco demasiado pequeño y bombacho demasiado holgado y se plantó en medio de la carrera infantil a tocar los cojones al persoanl, a molestar, a hacer de turista español, mientras el cameraman de la Keystone no paraba de darle a la manivela. Fue el nacimiento de Charlot. Un acontecimiento planetario, que hubiera dicho la bisabuela de Leire Pajín. Y además es verdad. Para mí, al menos, el nacimiento de Charlot fue más importante que el nacimiento de Jesucristo. Ahora mismo, mientras escribo este homenaje, corre el año 110 d. de Ch.




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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La historia del cine: una odisea (libro)

Leo, en la Historia del Cine de Mark Cousins, este curioso pasaje sobre una ocurrencia de Mack Sennett:
“Mack Sennett, un productor de comedias de la etapa del cine mudo, contrataba a un tipo peculiar para que acudiera a sus conferencias con el fin de que dijera tonterías en voz alta. Generalmente era una persona sin demasiadas entendederas, incapaz casi de expresar sus ideas, pero que contaba con una imaginación desbordante. Podía estar callado durante una hora y de repente murmuraba: “Tomemos por ejemplo...”, y entonces todo el mundo callaba para ver qué decía. “Tomemos por ejemplo esta nube...” Gracias a nuestra rara capacidad para asociar unas ideas con otras, las personas del auditorio se quedaban con la imagen de la nube y le encontraban sentido a lo que decía aquel hombre, que venía a ser como un catalizador del subconsciente...”

 Cousins elige este párrafo para explicarnos que el cine, a veces, en sus más revolucionarios logros, acierta de chiripa, asociando ideas o planos  que hacen saltar una chispa neuronal en el espectador, inaugurando un nuevo modo de asociar, y de entender. Pero yo, que voy leyendo el libro con una mala leche cada vez más agria, releo esta broma ingeniosa de Mack Sennett y no dejo de pensar en los embaucadores como Kiarostami, o como Godard, que tanto celebra Cousins en su libro. “Tomemos por ejemplo esa nube...” O ese iraní, o esa parisina. Sigámoslos con la cámara y dejemos transcurrir el rato, a ver qué va saliendo de la “catalización del subconsciente...”




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