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El peregrino

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En la “Gran Enciclopedia Universal de Charles Chaplin” que tengo sobre la mesilla de noche -un tocho que uso de pisapapeles para los otros libros de la somnolencia- se explica que “El Peregrino” fue rodado en un arrebato creativo, casi deprisa y corriendo. Pues bendita prisa, queridos hermanos, y queridas herbabas. 

Chaplin, al parecer, había hecho un último intento por romper su contrato con la First National -el argumento de siempre: que no ganaba suficiente dinero, que le cortaban las alas, que a su alrededor eran todos unos inútiles- pero los dueños le contestaron que todavía les debía un último cortometraje de los nueve contratados. Chaplin ya era don Charles Chaplin en 1918, pero los contratos también eran los contratos y hay que reconocer que en eso, los americanos, siempre han sido gente muy seria y legalista.

“El peregrino” cuenta la historia de un prófugo de la cárcel que se traviste de pastor protestante para huir de la justicia. Y digo “se traviste” porque ponerse ropas de cura también implica un cambio de sexo: en este caso para el no-sexo, o para el sexo de los ángeles. O eso es al menos lo que ellos dicen, porque la rijosidad, como la vida en “Parque Jurásico”, siempre se abre camino.

De hecho, en “El peregrino”, Charlot es descubierto porque la pulsión sexual que siente por Edna Purviance le traiciona el disimulo. La de cosas que han sucedido por debajo de las sotanas a lo largo de los siglos... Para eso las llevaban, claro, no para que los feligreses les distinguieran como pastores del rebaño. Nunca les hizo falta. Recuerdo que de niño, en León, yo jugaba con mi madre a adivinar curas de paisano por la calle, sólo mirándoles la jeta, y acertábamos, o eso creíamos, en nueve de cada diez casos. Es la sublimación del instinto, decía mi madre, que siempre es imperfecta y les vuelve turbia la mirada por una mala combustión de los órganos internos. 




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Día de paga

🌟🌟🌟


En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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Vacaciones (The idle class)

🌟🌟🌟


Leo en la Gran Enciclopedia Universal sobre Charles Chaplin que “Vacaciones” se estrenó en Madrid el 28 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera. Quizá por eso, de motu proprio o a punta de pistola, los distribuidores españoles cambiaron el título original (“The idle class”, la clase ociosa) por este otro que no tiene nada que ver con la lucha de clases y menos todavía con el argumento que luego se ve en la pantalla.

En “The idle class" no hay ningún personaje que trabaje, ni en invierno ni en verano, y por tanto la palabra “vacaciones” carece de sentido: los de la clase ociosa porque viven de las rentas y el vagabundo Charlot porque es un viejo hidalgo que jamás se mancha las manos con ningún oficio conocido. Él vive del gorroneo, de la jeta supina, del pequeño latrocinio al vendedor de perritos calientes. Y aunque es verdad que cuando engaña a un pobre diablo el mito de Charlot se nos va un poco por el sumidero, cuando se aprovecha de esos cabronazos de la alta ociosidad a uno le sale la sonrisa malévola del bolchevique famélico pero todavía no derrotado. 

Los censores que trabajaban para Primo de Rivera -curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir- debieron de detectar en “The idle class” la burla soterrada que Charles Chaplin le dedicaba a las clases pudientes de Estados Unidos, primas hermanas de las clases pudientes que en España sostenían el régimen y reprimían el movimiento obrero repartiendo hostias a mansalva, o bayonetazos, o incluso a tiro limpio cuando era menester. Así que los lameculos disfrazaron el cortometraje de Charlot vistiéndole de sainete ligero y familiar: esos que tú ves no son explotadores que viven de puta madre a costa del sudor ajeno, sino que, ja, ja, son gente honrada que simplemente está de vacaciones y que ha alquilado un palacio con campo de golf y sirvientes con librea para desestresarse del duro trabajo en pro del ciudadano. 

¿Y Charlot?: pues eso, uno que hace charlotadas, gilipolladas, gracietas para que se rían los niños.





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The Bond (Obligaciones)

🌟🌟🌟


Cuando se declaró la I Guerra Mundial, Charles Chaplin no se alistó en el ejército británico para combatir en las trincheras. Él ya vivía en Estados Unidos y empezaba a ganar mucho dinero con sus cortometrajes. Desconozco cuál era el marco legal entonces vigente, pero me imagino -porque si no hubieran enviado un pelotón para trincarle- que no tenía ninguna obligación de alistarse más allá de demostrar su compromiso con la patria. Y yo, en eso, no voy a criticarle. Si ahora mismo nos propusieran, así, voluntariamente, por amor a la bandera y a la infanta Leonor, ir a pegar tiros a los frentes de Ucrania porque están en juego los valores de la civilización occidental y bla, bla, bla, yo, la verdad, prefería seguir viendo los deportes en Movistar + y pasear a mi perrete por el monte. Me puede el pasotismo, el nihilismo, la pereza, la cobardía... Un poco de todo. Sobre todo el descreimiento proletario: no hay una sola guerra que no tenga su explicación en el beneficio empresarial que extraen cuatro hijos de la gran puta. 

Tres años después, en 1917, Estados Unidos entró en la guerra europea y ahí ya le cayeron hostias dialécticas como hogazas al bueno de don Charles. Él ya era una estrella mundial gracias al personaje de Charlot y el gobierno americano pudo haberle declarado exento por el bien del esfuerzo bélico, confiando en que sus payasadas iban a ser más beneficiosas para la soldadesca que sus disparos. Pero tal cosa no sucedió, y Chaplin, no sabemos si forzado por las críticas o avergonzado de su pasividad, decidió presentarse en la oficina de reclutamiento para ser descartado casi al instante por ser tan bajito y tan poquita cosa en realidad.

La fachosfera mediática -que entonces ya existía- hizo como que Chaplin no se había presentado y siguió atizándole por su falta de compromiso con el país que le daba de comer. Así que Chaplin, aprovechando que tenía que filmar unos cortometrajes por contrato, rodó “The Bond” -una simpática nadería que apenas dura 10’- para animar a la población a comprar bonos de guerra. Y la campaña fue todo un éxito. Chaplin, en la Gran Guerra, jamás tomó una colina, pero sí recaudó una montaña de dinero. 




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Un día de juerga

🌟🌟🌟

Mientras Chaplin rodaba “El chico” y se enredaba con sus perfeccionismos obsesivo-compulsivos, los jefazos de la “First National”, que era la compañía que distribuía sus películas, se impacientaban porque no tenían más mercancía que llevar a las pantallas. Chaplin era un negocio redondo y todo el mundo quería comprarse su chalet con piscina en Beverly Hills o en barrios aledaños. 

(Todo esto, por supuesto, acabo de leerlo en internet).

Chaplin, para cumplir los contratos firmados, rodó este cortometraje que apenas dura 20 minutos y que despachó en apenas una semana usando el mismo elenco de “El chico”: Edna Purviance para interpretar a la esposa y Jackie Coogan para hacer de uno de los chiquillos. Porque “Día de juerga” es un título equívoco que remite a un Charlot borracho o a un Charlot empalmado, la típica comedia del vagabundo rijoso que siembra el caos por California, cuando en realidad se trata de una historieta en la que no aparece ni el personaje Charlot. “Día de juerga” es puro mainstream familiar que podría estrenar perfectamente el Disney Channel si allí le dieran una oportunidad al blanco y negro y a sus mil grises intermedios.

Mientras veía a la familia Chaplin pasar su día de fiesta entre atascos de tráfico y mareos en el mar, yo pensaba en esas mujeres que tienen más o menos mi edad y que también buscan el amor en las redes sociales de Cupido y Asociados. Divorciadas que tuvieron sus críos cuando cumplieron 40 años, o incluso después, y que ahora, ya superados los 50, todavía los sacan a los parques y les aguantan las jatas y los caprichos de preadolescentes. Me admiran, pero al mismo tiempo las veo algo superadas. Me fatigo ante el espectáculo. Ya estoy más para abuelo que para padre. Mis “días de juerga” familiares quedan tan lejos que ya pertenecen a otra vida. Mi hijo es un adulto que ve conmigo los partidos del Madrid y analiza las circunstancias del juego como los comentaristas de la tele. Ya son, desde luego, unas juergas muy distintas a las de este cortometraje.





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Al sol

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En 1919, los empleados de la hostelería recibían patadas en el culo para que cumplieran con su trabajo. En algo hemos avanzado. Mil elecciones democráticas después, la lucha obrera alcanzó al menos uno de sus objetivos. El abuelo Karl sonríe satisfecho desde su tumba y yo estoy por sacar la bandera roja a pasear.

Hay un fulano en internet que se ha puesto a contar las patadas que recibe Charlot en el culo y le salen 22. Casi una por minuto de metraje. Insisto en que el empresario moderno, el emprendedor del siglo XXI, ya no trata así a sus empleados. Y solo por eso ya cree merecer un monumento en cada plaza y en cada centro comercial. Y sin embargo ahí están, vilipendiados por los rojos, y despreciados por la misma gente que vive gracias a ellos. Morder la mano que da de comer y todo eso.

Eso sí: Charlot, a pesar de ser un trabajador explotado en aras del turismo, vive en una habitación dentro del hotel que no está nada mal, dada su condición subalterna. Su apartamento tiene una cama, una cómoda y un pequeño baño para asearse. Es verdad que carece de una mesa decente para comer, pero como vive en el mismo hotel aprovecha las dependencias para freírse los huevos y prepararse los cafés. Su habitación, quiero decir, no es un zulo al estilo del siglo XXI anunciado en Idealista: ahora ya no recibes patadas en el culo como él, pero te vas dando coscorrones contra los techos y deshollándote los codos contra las paredes.

“Al sol” es un Chaplin venido a menos. Un desayuno muy proletario de café descafeinado y churros sin azúcar. Leo en internet que su rodaje le pilló en mitad de un divorcio y que además estaba en litigios con la empresa que distribuía sus películas. Chaplin, en eso, era como los futbolistas geniales que salen al césped desganados porque discutieron con la top-model o porque no les pagan lo que quieren por llevar las botas de tal marca. En “Al sol” apenas hay un ramillete de detalles, de ocurrencias que queden para el recuerdo. Un pase filtrado y un control espectacular. Poco más. La ley del mínimo esfuerzo. 




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Armas al hombro

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A Chaplin, en 1914, siendo británico y en edad de merecer, le llovieron las críticas por no alistarse en el ejército en la I Guerra Mundial. Mientras sus compañeros de quinta caían como moscas en las trincheras de Francia, él rodaba sus películas para la Keystone o para la Essanay entre los naranjales de Hollywood. Interpelado por los periodistas, Chaplin adujo compromisos contractuales y añadió: “Soy más útil para mi país rodando películas que arrancan carcajadas y levantan la moral”. 

(No voy a ser yo quien denuncie el cinismo o el oportunismo de tales palabras porque hubiera hecho exactamente lo mismo. ¿Ir a pegar tiros para defender los privilegios de la infanta Leonor o las inversiones en Moldavia del Banco Sabadell?).

Sin embargo, en 1917, cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra europea, Chaplin ya no pudo escaquearse. No alistarse suponía traicionar a dos países a la vez, el natural y el de adopción, así que hizo de tripas corazón y se presentó en las oficinas de reclutamiento. Cuentan que al verle tan canijo y tan poquita cosa, los médicos del ejército se echaron unas carcajadas y le devolvieron a Hollywood con unas palmaditas en la espalda. “Hala, don Charles, a rodar comedias, que buena falta nos hacen, y a triscar con las actrices,..”

Y así, a medio camino entre el alivio y la frustración, Chaplin decidió rodar un largometraje sobre la Gran Guerra que luego, por aquello de los productores y de sus manías de perfeccionista, se quedó en este cortometraje titulado “Armas al hombro”. Te ríes mucho porque hay ocurrencias geniales, pura mitomanía de Charlot, pero también se te hiela la sonrisa cuando recuerdas que en la Gran Guerra combatió su doppelganger nacido en Austria, otro canijo moreno que llevaba el mismo bigotito ridiculón. 

Noventa años después de todo esto, Quentin Tarantino rodó una fantasía bélica en la que Adolf Hitler moría antes de tiempo achicharrado en un cine. Pero esto de “Malditos Bastardos” ya lo había inventado Chaplin en “Armas al hombro” haciendo prisionero al káiser de sombrero puntiagudo. Al final era un sueño, sí, pero los sueños cine son, como cantaba Luis Eduardo Aute. 





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Vida de perro

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Yo, con los perretes, soy igual que Isabel I de Inglaterra: si sale uno en la función, ¡obra maestra! Las obras de Shakespeare las podría haber escrito Perico de los Palotes y a ella le hubiera dado lo mismo. Lo importante eran los perretes y sus gracietas. Creo que es la única monarca de la historia a la que respeto de verdad. Bueno, a ella, y a Letizia Ortiz, pero por otras razones más inconfesables. 

Recuerdo que al padre de un amigo mío le pasaba lo mismo con los caballos: si salía uno cabalgando por las praderas de Wyoming para él ya no había discusión: la película era cojonuda. Cualquier western de serie B le parecía mejor que “Ciudadano Kane” o que “Casablanca”, que no eran más que mariconadas con  llantos y  amoríos. Cine para mujeres y para hombres a medio cocinar.

En mi cinefilia, si el perrete no tiene pedigrí y además se comporta como un vivales de los callejones, pues mira: un clásico de la historia del cine. “Scraps”, el perrete de Charlot en "Vida de perro", se parece un huevo a mi Eddie, que dormía a mi lado en el sofá, y eso, quieras o no, crea un vínculo instantáneo con los personajes. Scraps y Eddie son bicolores e inquietos, muy atrevidos cuando no conviene y muy tímidos cuando la situación no lo requiere. Unos tontuelos entrañables... Yo, por mi parte, no soy un vagabundo de lo económico, pero sí un poco trashumante de lo romántico, y eso, la verdad, es un poco la antítesis del personaje de Charlot, que con sus bolsillos vacíos y su peste de varios días sin duchar siempre se camela a la guapa de la película. 

“Vida de perro”, en los tiempos modernos, no hubiera pasado el filtro de la ley Mordaza porque Charlot patea el culo de varios policías de barrio que lo vigilaban. Los maderos de entonces, como los de ahora, siempre están más preocupados en perseguir al pobre que en encarcelar a los causantes de la pobreza. Ya decía  el personaje de Jennifer Jason Leigh en “Fargo” que los agentes de la ley están para defender los muros de la clase dominante y no para otros menesteres que casi rayan con la subversión y con el comunismo. 




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El gran dictador

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Chaplin reconoce en su autobiografía que si hubiera conocido los campos de exterminio nunca hubiera hecho una parodia de Adolf Hitler como ésta que hizo, a medio camino entre la denuncia política y las comedias de Charlot. “El gran dictador” se estrenó en 1940, se empezó a rodar en 1939 y llevaba concebida al menos dos años antes, cuando los judíos que huían de Centroeuropa empezaron a contar quién era aquel personajillo que vociferaba en los noticiarios.

Hitler, en 1939, para la gente desinformada, “sólo” era un tipejo que anexionaba territorios europeos y les daba azotes en el culo a los judíos y a los comunistas. Para muchos era un héroe. Y no hablo solo de los nazis de Alemania: el mismo Chaplin se encontró con muchos problemas cuando propuso satirizar a Hitler en la figura de Astolfo Hinkel. Los empresarios de Estados Unidos adoraban a Hitler porque había metido en vereda a los sindicatos, y, para cargarles de argumentos, la fachosfera mediática de Randolph Hearst jaleaba los progresos económicos que se veían en Alemania. ¿Que la policía arreaba hostias a los judíos que estorbaban y a los comunistas que pedían mejoras laborales? Toma, claro: para eso están las fuerzas del orden. Siempre al servicio de la acumulación de capital, caiga quien caiga, cueste lo que cueste. El que todavía no lo haya entendido es que es más tonto que hecho de encargo. 

El mismo Charles Lindberg, el héroe de la aviación, era un nazi de tomo y lomo que intentó dar el salto a la política para convertirse en un líder ario de la nación, tan rubio y tan telegénico -bueno, cinegénico, dada la época. Pero Chaplin no se arredró ante las presiones, que fueron muchas y contumaces. El pequeñajo tenía dinero, influencia y un par de cojones bien puestos. Además, le tocaba mucho los ídems que Hitler -con el que apenas se llevaba cuatro días en la fecha de nacimiento-, le hubiera copiado un bigotillo que había nacido para hacer sonreír y no para subrayar una sonrisa de hiena. Así que se lanzó a la piscina antes que cualquier otro cineasta y el tiempo, desafortunadamente, terminó por darle la razón.





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Kid auto races at Venice

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La Venice del título no es la Venecia de Italia, sino la playa de Los Ángeles donde casi un siglo después paseó Hank Moody en “Californication”, bicheando a las patinadoras. 

A principios del siglo XX, en Venice, se celebraba una carrera de coches infantiles como esas que se ven en los magazines de La 1, cuando mandan al repórter Tribulete o la becaria Jamona a cubrir las fiestas patronales de Villaliebres del Conejo: chavales que tunean cualquier artefacto con cuatro ruedas y se lanzan cuesta abajo para tomar un par de curvas viviendo peligrosamente mientras aplauden los lugareños.

Para la Keystone Studios que dirigía Mack Sennett, los estudios de rodaje eran tan anchos como el propio mundo, así que a veces sus directores plantaban la cámara en plena  calle y soltaban a los actores para improvisar cualquier argumento que alcanzara los diez minutos de duración: una disputa, una persecución, cuatro caídas descacharrantes y hala, para casita, a positivar. El cine de los Keystone Studios no era precisamente una cosa intelectual para que analizara el “Cahiers du Cinéma“ de la época, pero daba pingües beneficios y servía como factoría de futuras estrellas de Hollywood.

En el primer cortometraje que rodó para Keystone Studios -el primero, también, de su carrera- Charles Chaplin interpretó a un falso millonario que trataba de ganarse la vida embaucando al personal. Para el segundo, que es éste que nos ocupa, Chaplin improvisó un vestuario compuesto de bombín, bastón, chaleco demasiado pequeño y bombacho demasiado holgado y se plantó en medio de la carrera infantil a tocar los cojones al persoanl, a molestar, a hacer de turista español, mientras el cameraman de la Keystone no paraba de darle a la manivela. Fue el nacimiento de Charlot. Un acontecimiento planetario, que hubiera dicho la bisabuela de Leire Pajín. Y además es verdad. Para mí, al menos, el nacimiento de Charlot fue más importante que el nacimiento de Jesucristo. Ahora mismo, mientras escribo este homenaje, corre el año 110 d. de Ch.




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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Chaplin

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Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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Charles Chaplin: cortometrajes para la Essanay.

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De no haber sido por el cineasta Mack Sennett -que le descubrió cuando su compañía teatral actuaba en Nueva York- Charles Chaplin habría regresado a Londres con su troupe y la historia del cine se hubiera escrito de otra manera. Una gripe inoportuna o una torcedura de tobillo hubieran asesinado al vagabundo Charlot antes de nacer. Pero Chaplin compareció aquella noche ante su público y Sennett, deslumbrado, le ofreció un contrato para que actuara en las comedias locas que él mismo rodaba en un poblacho entre naranjales llamado Hollywood. 

Es el talento, sí, pero también la suerte.

Chaplin aceptó la oferta de Sennett y se hizo de oro, pero un año después quiso más oro y le entró el prurito de ponerse tras la cámara. En su autobiografía -que es algo así como el Nuevo Testamento escrito por el Hijo de Dios- Chaplin viene a decir que la Keystone era una productora chapucera que infravaloraba su talento y además le regateaba los dineros. Así que terminó su contrato y firmó uno nuevo con la productora Essanay, que manejaban dos tipos llamados Spoor y Anderson. De ahí el nombre de la empresa: S&A= Essanay.

Para que Chaplin rodara sus cortometrajes al principio le mandaron a un pueblo perdido de California, y luego a Chicago, donde residía oficialmente la compañía. Pero Chaplin se puso farruco y terminó imponiendo su criterio de rodar en el valle donde nunca se ponía el sol, al lado de Los Ángeles. Allí, además, florecían muchachas muy hermosas por los campos... Ese fue su gran primer desencuentro con los productores de la Essanay, antes de quejarse otra vez de que no ganaba el dinero suficiente. Así que al igual que hizo con Sennett, cumplió su contrato de catorce películas a toda pastilla -a un ritmo tan frenético como se suceden las hostias en la pantalla- y en un solo año de rodajes (1915) ya estaba listo para fichar por la Mutual. 

Pero ésa -si encuentro tiempo entre tanto deporte y tanta plataforma- ya será otra historia...





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La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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Un rey en Nueva York

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¿Un rey repudiado por su pueblo que toma las de Villadiego con su espuria fortuna intacta? Joder, cómo me suena el argumento... ¿”Un rey en Abu Dabi”, quizá? No: es “Un rey en Nueva York”, pero jo, cómo se parecen al principio el rey Demérito y el rey Shahdov: los dos casados por conveniencia, los dos campechanos que te cagas, los dos enroscados con señoritas que podrían ser sus hijas o sus nietas... Los dos con unos papeles muy sustanciosos en la maleta que les sirven de salvoconducto: el rey Shahdov no sé que planos de la energía atómica, y el mayor de los Borbones, los putos contratos de la Alta Velocidad con Arabia Saudí. 

(“Un rey que genera inversiones y puestos de trabajo”, nos siguen diciendo los lameculos del Borbón,  conscientes de que ellos mismos le deben el oficio a su regio gobernar. Se trata del Chambelán Blanqueador del Ojete y sus cortesanos ayudantes). 

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre la realidad hispánica y la ficción anglosajona. Porque “Un rey en Nueva York” no es una sátira sobre reyes con la cara muy dura y alargada, sino el ajuste de cuentas que Charles Chaplin le debía a Estados Unidos después de que en 1952 le negaran el visado de regreso. Estados Unidos le dio la pasta y la gloria pero nunca le trató como a un hijo verdadero. Chaplin era demasiado rojo, demasiado rijoso, demasiado británico en el pasaporte que nunca nacionalizó. Mientras sus películas daban pasta nadie se quejó en voz alta; en el momento que Chaplin empezó a flaquear en la taquilla, le confundieron con una perdiz en plena temporada de caza.

“Un rey en Nueva York” es la sátira muy personal de Charles Chaplin contra los EEUU de los años 50. Es la época de la Caza de Brujas, del Terror Rojo, del consumo de masas. De la invasión publicitaria que luego sirvió para crear esa maravilla de serie que es “Mad Men”... Fue la locura colectiva. Yo entiendo e incluso aplaudo al bueno de sir Charles, pero la película no funciona. No te ríes en ningún momento. Ni te emocionas. En 1957, "Un rey en Nueva York" ya era viejuna y algo rancia. Nos recuerda un internauta que sólo tres años después se rodó “El apartamento”. Parecen tragicomedias separadas por 50 años-luz. Casi de galaxias diferentes.





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Candilejas

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Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Tiempos modernos

🌟🌟🌟🌟🌟

El otro día, en internet, buscando el socialismo perdido, encontré a Charlot encabezando una manifestación de obreros que pedían trabajo y justicia salarial. Unos obreros de los del cine mudo, claro, de principios del siglo XX, lectores de Marx o de Bakunin que vestían pantalones de pana, camisas ajadas y viseras de estibadores. Los proletarios del mundo, que entonces marchaban unidos tras el fantasma que recorría Europa y las Américas.

Tardé varios segundos en recordar que esa imagen de Charlot pertenecía a “Tiempos modernos”, yo que la tenía por una obra maestra imborrable en el recuerdo. Son cosas de la edad...

La maquinaria capitalista ha reducido la película a un póster que venden en los centros comerciales -ése en el que Charlot se enreda entre las ruedas dentadas de la factoría- y ya hasta los viejos bolcheviques hemos caído en esa simpleza que edulcora las intenciones muy aviesas de la película. A ese fotograma tan descafeinado ha quedado reducida la denuncia de Charles Chaplin, que en realidad es pura dinamita y pura revolución. "Tiempos modernos" es una película subversiva. Comunismo de rock duro. No me extraña que revisando su filmografía terminaran por echarle de Estados Unidos, él que siendo millonario nunca olvidó sus orígenes miserables. Es una película tan moderna -porque la explotación es más o menos la misma- que han querido convertirla en un meme, en un chiste visual. En un póster para las habitaciones como aquella foto del Che Guevara. Menos mal que los cinéfilos zurdos la vemos de vez en cuando para recordar...

A Charlot, en la película, porque el capitalismo es siempre salvaje y no reconoce más autoridad que el beneficio, le dan hostias por todos los lados. Del derecho y del revés. A Charlot le explotan, le malpagan, le encierran en la cárcel cuando protesta. Le confunden con un ladrón, con un vividor, con un parásito social. Los maderos se emplean a fondo con su figura. Todo es como ahora, pero en blanco y negro, y con chistes de por medio.



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La voz de Charlie Chaplin

🌟🌟🌟🌟

El título original es “The real Charlie Chaplin”. El verdadero Charlie Chaplin... Una quimera, encontrar tal cosa. Casi tanto como aquella quimera del oro. 

Pero no hablo solo  de Chaplin, ojo, sino de cualquiera de nosotros. “The real Álvaro”, imaginemos. ¿Quién coño lo sabe? Casi no lo sé ni yo, así que fíjate, como para que elucubren después mis biógrafos y mis biógrafas (sobre todo ellas). ¿Era Álvaro un buen tipo, un mal hombre, un ser codicioso escondido tras su pinta de abandono? Ni leyendo estas entradas se enterarían los pobres, porque en ellas soy yo, pero también Augusto Faroni, el escritor con ínfulas, y también Max, mi antropoide interior, que es un cerdo de cuidado que desmiente mis pintas de jesuita.

Al final del documental se llega a la conclusión -oh, sorpresa- de que nadie conoció al verdadero Charles Chaplin. Quizá solo Oona, su última mujer, que permaneció muda para los restos. Ella llevaba un diario de su vida en común que fue quemando en sus últimos años; y en el humo, y en las cenizas, se fue parte del misterio. Los propios hijos de Chaplin -y son unos cuantos, casi una decena- dicen no haber conocido nunca a su padre. Con ellos solo había silencios o payasadas: ninguna conversación de las que desnudan el alma o al menos dejan verla un poquitín: la pantorrilla, o el inicio del escote.

Lo mismo dicen quienes le trataron de cerca, vamos a llamarles amigos, o conocidos de primera categoría: que Chaplin era un tipo con el que te partías la caja, siempre simpático, ocurrente, un clown de campeonato que se ligaba a las señoritas más guapas de la fiesta. Pero luego, en verdad, un hombre que no soltaba prenda -ni siquiera en su autobiografía, tan pedante como aburrida- y que cuando no estaba de cachondeo se volvía mohíno, o esquivo, o callado, siempre temeroso de que le descubrieran o de que le hicieran daño.

Porque nadie deja de ser el niño que fue, y Chaplin siempre fue el niño pobre de Londres; el hijo de la madre loca y del padre borracho; el huérfano sin estudios que salió adelante haciendo el payaso como nadie. El cómico que como Scarlett O'Hara juró no volver a pasar hambre jamás.




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El circo

🌟🌟🌟🌟

Viendo “El circo” he caído en la cuenta de que Charlot siempre se quedaba con la chica más guapa del ecosistema. Al menos al principio de la película, haciendo válido eso de que lo importante es hacerlas reír. Luego, por supuesto, aparecía un galán repeinado y con dinero que se la guindaba sin remedio: el tipo imbatible que al final pone los instintos en su sitio. Es ley de vida y Charlot solía aceptarlo con espíritu deportivo.

Lo incomprensible es lo del principio: que el vagabundo -suponemos que poco aseado y sin un solo centavo para invitar a la cena o a las copas- se quede con la damisela por muy simpático que sea, y por muchas cucamonas que le haga. Pero da igual: nos lo creemos, porque Chaplin lograba eso tan difícil que es la suspensión de la incredulidad. Los espectadores que vemos sus películas cien años después -¡cien años!- seguimos cayendo en sus trampas de ilusionista.

Charles Chaplin era un ególatra pagado de sí mismo. Leer su autobiografía es como leer la autobiografía del hijo de Jesucristo. Pero hay que reconocer que sabía de la vida. Podía jugar con los espectadores pero no se engañaba a sí mismo. Hay un poso de verdad misantrópica incluso en sus comedias más alocadas. Quizá por eso han pasado cien años como si hubieran pasado cien minutos. Su mensaje no ha caducado aunque naciera mudo y en blanco y negro. 

Supongo que su infancia en Londres le desengañó muy pronto de los cuentos de hadas y las tonterías de los románticos. Chaplin, que conoció la vida en crudo, se hizo socialista para remediarla y erotómano para disfrutarla. Me parece de puta madre, claro. Son las dos aspiraciones más altas en la vida. Él, además, gracias a su suerte y a su talento, consiguió ser un socialista sin apreturas y un erotómano sin hambrunas. Un millonario rijoso. Quién pudiera. La vida padre.




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Luces de la ciudad

🌟🌟🌟🌟🌟


Con el final de “Luces de la ciudad” siempre lloro aunque no quiera. Aunque me ponga machito y active los sistemas de seguridad. Con alguien a mi lado podría contenerme, resistirme, aunque siempre habrá un estrangulamiento en la garganta que me traicione, un suspirito cabrón, una lágrima furtiva que me dejará como un tonto sentimental. Pero cuando estoy solo mis sistemas defensivos se derrumban, colapsan ante la emoción incontenible, y al final, mientras me aclaro los ojos y me sorbo los mocos, me quedo en ese extraño limbo que es la vergüenza propia acompañada de un alivio. Qué estúpidos somos los hombres, o al menos algunos hombres.

Da igual que la película sea de 1931, que sea muda, que sea cursi... ¡Aplastemos a los prejuiciosos! Porque Chaplin, eso hay que reconocerlo, en las cosas del amor era un tipo empalagoso. En otros asuntos era una mosca cojonera, un gamberro urbano siempre a la gresca con los ricachones y con los policías que los protegen. Mi héroe... Su salvación eterna consiste en que cuando se ponía cursi no lo escondía, iba a pecho descubierto, y eso nunca produce rechazo en el espectador. Y así, cuando menos te lo esperas, en "Luces de la ciudad" ya estás tú mismo tontorrón, enganchado al melodrama, conteniendo las subidas y bajadas de la respiración, que amenazan con inundarte de fluidos salinos o azucarados. 

Es muy puñetera, “Luces de la ciudad”. No hay quien resista ese final. No sé si son ellos, o la puta música, o esa cara de Charlot de payaso universal... Resbalas una y otra vez en ese romanticismo de gominola. Solo cuando ya han pasado diez minutos -y ya has recogido la cocina, y te has lavado los dientes, y te dispones a dar el último paseo al perrete- comprendes que la exciega no va a caer enamorada de Charlot. Que no habrá happy end. Que esto es un drama del copón. Quizá él confunde el sexo con el amor, pero ella, desde luego, confunde el amor con el dinero. Un minuto antes de descubrir que el vagabundo era su verdadero benefactor, ella estaba burlándose de él a carcajada limpia. No es que sea una hija de puta: es el instinto. 




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