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Día de paga

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En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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Vacaciones (The idle class)

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Leo en la Gran Enciclopedia Universal sobre Charles Chaplin que “Vacaciones” se estrenó en Madrid el 28 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera. Quizá por eso, de motu proprio o a punta de pistola, los distribuidores españoles cambiaron el título original (“The idle class”, la clase ociosa) por este otro que no tiene nada que ver con la lucha de clases y menos todavía con el argumento que luego se ve en la pantalla.

En “The idle class" no hay ningún personaje que trabaje, ni en invierno ni en verano, y por tanto la palabra “vacaciones” carece de sentido: los de la clase ociosa porque viven de las rentas y el vagabundo Charlot porque es un viejo hidalgo que jamás se mancha las manos con ningún oficio conocido. Él vive del gorroneo, de la jeta supina, del pequeño latrocinio al vendedor de perritos calientes. Y aunque es verdad que cuando engaña a un pobre diablo el mito de Charlot se nos va un poco por el sumidero, cuando se aprovecha de esos cabronazos de la alta ociosidad a uno le sale la sonrisa malévola del bolchevique famélico pero todavía no derrotado. 

Los censores que trabajaban para Primo de Rivera -curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir- debieron de detectar en “The idle class” la burla soterrada que Charles Chaplin le dedicaba a las clases pudientes de Estados Unidos, primas hermanas de las clases pudientes que en España sostenían el régimen y reprimían el movimiento obrero repartiendo hostias a mansalva, o bayonetazos, o incluso a tiro limpio cuando era menester. Así que los lameculos disfrazaron el cortometraje de Charlot vistiéndole de sainete ligero y familiar: esos que tú ves no son explotadores que viven de puta madre a costa del sudor ajeno, sino que, ja, ja, son gente honrada que simplemente está de vacaciones y que ha alquilado un palacio con campo de golf y sirvientes con librea para desestresarse del duro trabajo en pro del ciudadano. 

¿Y Charlot?: pues eso, uno que hace charlotadas, gilipolladas, gracietas para que se rían los niños.





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La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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