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Querer

🌟🌟🌟🌟

Sospechaba, al principio, porque las columnistras del diario Público la convirtieron rápidamente en tótem y referencia, que "Querer" iba a ser otra producción del Ministerio de Igualdad donde no hay ningún personaje masculino decente: solo violadores, y maltratadores, y babosos de gimnasio, o, en su defecto, amigotes de esa gentuza incapaz de gestionar civilizadamente su heterosexualidad. Así es como nos imaginan las funcionarias más guerrilleras del ministerio, aunque no, por suerte, las mujeres de la vida real, que precisamente por eso, porque proceden de la realidad y no de las endogamias universitarias, suelen concedernos al menos el beneficio de la duda.  

Pero al final la curiosidad mató al gato. Sobre “Querer” empezaron a llover críticas positivas desde todas las nubes imaginables, e incluso Carlos Boyero, el azote del feminismo almorávide, habló maravillas de la serie en su programa de la SER. Guiado por el gurú, esa misma noche entré en Movistar + y añadí “Querer” a mi lista de favoritos; pero aún tardé dos semanas en verla porque aparecieron “Los años nuevos” y entremedias jugaron los magos del billar en Eurosport.

“Querer” parece una serie pero en realidad son dos. En los tres primeros episodios la serie es compleja y me gana; en el último, se deja llevar por lo fácil y se derrumba. Todos sabemos que el marido perpetró lo que consta en la denuncia. Lo sabe incluso el hijo que lo niega, porque él mismo se ve reflejado y se avergüenza. Pero juzgar a este señoro medieval no es tan simple. De su generación no creo que muchos se salvaran del banquillo. No es justificación, sino simple constatación. Nuestra generación trató de alejarse de sus comportamientos pero la que viene parece alejarse de los nuestros... Es el péndulo fatal.

En el último episodio, Ruiz de Azúa y sus guionistas se asustan de un posible tweet de Irene Montero acusándoles de marear la perdiz y convierten al marido en un ogro desbocado. Verosímil, sí, real como la vida misma, pero finalmente plano. Un malo de manual. Una serie como tantas. 




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Loreak

🌟🌟🌟
Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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