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Los aitas

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En las películas está de moda reírse de nosotros. De los hombres, digo. Pero es mejor esto que lo otro: tratarnos como violadores en acto o en potencia. Pam dixit y las cineastas más desatadas enarbolaron la bandera.

Borja Cobeaga también se ha subido al tren de la bruja para atizarnos con su escoba. Ahora mismo es lo que vende y hay que alimentar a las familias. Sobre todo si te presta apoyo financiero Movistar +, que es esa plataforma esquizofrénica a la que yo vivo abonado desde tiempos inmemoriales: por un lado miman al hombre con su oferta de fútbol y por otro lado le ponen a parir -precisamente por ver fútbol- en las series más vistas por las mujeres. Es lo que mi abuela llamaba estar con Dios y con el Diablo. 

Cobeaga, al menos, nos atiza un poco de mentira, un poco en plan cachete admonitorio, y no como aquellas brujas de la feria de León que te daban unas hostias de campeonato. El truco de “Los aitas” -el recurso que la convierte en una comedia amable de hombres inútiles pero con buen corazón - consiste en retrotraer nuestra inutilidad y nuestra escasa competencia emocional al año del Señor de 1989. Es decir: recordar la charca primordial de la que venimos. 

En el año 2025 estos hombres de "Los aitas" estarían perseguidos por la ley, pero en 1989 eran el pan nuestro de cada día: viejas masculinidades que nunca bajaban la tapa del váter, no sabían preparar un bocadillo, jamás veían una  competición de gimnasia rítmica y pensaban que si su hijo no jugaba al fútbol es que les había salido maricón perdido. Hombres que hablaban mal de las mujeres que bebían alcohol cuando ellos mismos se pasaban media vida en la tasca y la otra media planeando cómo llegar hasta ella.

De esos hombres venimos y está bien que lo recordemos así, de un modo crítico, pero benigno, porque así eran muchos de nuestros padres y la mayoría no hemos salido traumatizados ni nada que se le parezca.



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20.000 especies de abejas

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Mediada la película, y viendo que esto ya no tenía remedio, le envié un whatsapp al amigo que me la recomendó: “20.000 especies de moscas Tsé-Tsé...”. Él, por fortuna, es medio biólogo, así que me iba a pillar la ironía a la primera. 

Era la hora de la siesta y yo sé que él suele quedarse sobado tras las comidas. Yo mismo acababa de salir del sopor causado por Aitor/Coco/Lucía y su mamá desbordada entre las abejas. Pero pensé: “Que se joda si le despierto. Se lo merece, por haberme recomendado -no una, sino tres veces- este docudrama sobre la disforia de género que a mí, la verdad, ya me olía a castaña pilonga”. 

El amigo me respondió con dos emoticonos de carcajada y luego un silencio sepulcral. Pero yo me conozco estas respuestas: no son más que una tregua, la calma que precede a la tempestad. Me lo imaginé, nada más recibir el mensaje, afilando sus lengua para el próximo lance verbal, cuando nos reencontremos en la caminata o en la cervecería. Tiesas nos las tendremos, con esta historia que apenas daba para un cortometraje y al final duró dos horas que me parecieron eso, veinte mil.

Esa misma tarde -porque últimamente todo se entrecruza de un modo misterioso- yo leía en “La Maldición de Adán”: 

“Una de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres está en el hipotálamo, y su descripción es “subdivisión central del núcleo raíz de la estría terminales”, que llamaremos BST para abreviar. Lo único que nos interesa saber de momento es que el BST es dos veces y media más grande en los hombres que en las mujeres. [...] La asociación entre el BST y la identidad y orientación sexuales se encontró cuando un equipo de científicos holandeses realizó exámenes post mortem de los cerebros de seis transexuales de hombre a mujer, hombres que desde la infancia habían tenido la fuerte sensación de que habían nacido con el sexo equivocado”. 

Quiero decir que no hay que darle muchas vueltas al asunto. Hubiera bastado con que la mamá de Aitor/Coco/Lucía hubiera leído este párrafo para plantárselo en los morros a su familia tan católica: “¡Hostia, que no os enteráis!”. Y fin de la película, y del drama rural. 





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