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La tierra prometida

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Por alguna razón psicológica que desconozco -una incapacidad mía, desde luego, un módulo faltante, una vitamina no presente en mis neuronas- el maniqueísmo, en el cine, siempre me parece forzado y tontorrón. Me saca de la película y la convierte en un folletín de sobremesa. Sólo me creo a los malos muy malos en los cómics, o en la ciencia ficción, o en las pelis para niños. Me parece más verosímil el emperador Palpatine -con toda su maldad reconcentrada y desdentada- que el señorito (de) Schinkel que en “La tierra prometida” se dedica a escaldar siervos, violar criadas y asesinar a los trabajadores que le llevan la contraria.

La vida real está llena de hijos de puta que no tienen nada que envidiar al señorito (de) Schinkel, el dueño de los brezales improductivos de Jutlandia. Una cámara oculta que me enseñara el momento justo en el que Isabel Natividad exclamó “¡A tomar por el culo los viejos!” no me escandalizaría en absoluto. No me llevaría las manos a la cabeza para gritar “¡Cómo es posible!” o gilipolleces humanistas por el estilo. El mundo está lleno de sociópatas y de psicópatas y es mejor aceptarlo como es. Los hay que viven incluso por aquí, en La Pedanía, en la base de la pirámide social, perpetrando sus pequeñas atrocidades del día a día; otros, allá en las alturas donde todos los demás parecemos hormigas pisoteables, dirigen ejércitos o parlamentos y son capaces de tomar decisiones que pueden matar a miles de personas: suprimir un impuesto necesario, recortar un gasto social, transgredir una frontera.

El magistrado (de) Schinkel supongo que está inspirado en algún personajillo real de aquella época: algún aristocráta hijo de puta -¿hay alguno que no lo sea, con excepción del Marqués de Del Bosque?- que en la Dinamarca del siglo XVIII hacía lo que daba la gana con sus siervos. Nada que objetar. Lo leo en un libro y lo subrayo; lo veo en un documental y me lo creo; lo contemplo en “La tierra prometida” -arruinando una función que empezaba cojonudamente con un Mads Mikkelsen imperial- y me desentiendo hasta el bostezo. 





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Un asunto real

🌟🌟🌟🌟

En un momento de la película, la reina Carolina de Dinamarca, lectora clandestina de las obras que publican los ilustrados franceses, y que en su país están prohibidas por el clero, le pregunta a su amante y consejero, el doctor Johann Struensee:

            - ¿Cree usted que la Ilustración nos hará libres de la estupidez y del temor de Dios?
            - Seguro que sí. Sí.

            Dos siglos y medio después, como todos sabemos, el doctor Struensee, que era un hombre tan inteligente como cándido, se carcajea de su propio vaticinio allá en el Cielo de los Justos. La estupidez sigue instalada en el cerebro de los nuevos hombres, y de las nuevas mujeres, y no hay educación o cultura que remedie esta tara de la biología, este renglón torcido de los dioses. La superchería ha resistido todas las vacunas lanzadas en su contra. Muta a mayor velocidad que los virus, y adopta nueva formas con el paso de los siglos, y de las revoluciones. Los astrólogos ahora son psicomagos; los curanderos, homeópatas; los adivinos, economistas. Y los curas, curas, porque estos traductores de lo divino aguantan inmutables, con el mismo discurso y hasta la misma fisonomía, vencedores de todas las guerras, de todas las anticruzadas, de todos los cambios de gobierno que juraron desterrarlos. Lo mismo en Dinamarca que en España, los curas se pasan el legado de la Ilustración por el forro, y se limpian el culo con los escritos de Voltaire y Diderot, mientras mojan los churros en el chocolate y se parten de la risa. Nunca han dejado de entrometerse en las conciencias, en las legislaciones, en las educaciones, confundiendo sus opiniones con la Verdad, su visión del mundo con la Ley, miopes y fanáticos, absurdos y peligrosos. Ecrasez l’infame!

Un asunto real quiere terminar con un mensaje luminoso, esperanzador, como si quisieran convencernos de que algo ha cambiado desde la época del Absolutismo. Pero la realidad es terca de narices.



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