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The Bear. Temporada 3

🌟🌟🌟


Yo vine a la tercera temporada de “The Bear” empujado por el amor. Lo otro, lo del "Diverxo" de Illinois, me importaba más bien poco.

Yo sólo quería saber si el berzotas de Berzatto había recompuesto su relación con ese ángel del Señor llamado Claire. Porque los ángeles del Cielo, en contra de lo que sostenían los teólogos de Constantinopla, sí tienen sexo y a veces pasan largas temporadas en nuestro planeta. Claire, por ejemplo, bajó de las nubes y se disfrazó de chica de barrio en la segunda temporada de la serie, justo cuando ya estábamos hartos de los fogones y de los perejiles sobre el tartar. Claire fue un puñetero milagro y un remanso de paz en nuestro espíritu. 

Siempre he pensado que a esta serie le falta una raspadura de humor y un gratinado de romanticismo para merecerse todos los premios que le dan.  Hasta que Claire conquistó nuestros corazones -que son de casquería barata pero muy dados a la belleza- “The Bear” era un documental sobre cómo llevar un restaurante que fabricaba michelines y luego se refinó para conseguir una estrella Michelin. 

Claire, tan guapa ella, nos trajo la trama amorosa que es el verdadero leitmotiv de nuestras vidas. Y de nuestras ficciones.

Yo venía a ver un beso de reconciliación en el invierno de Chicago, pero me han vuelto a calcar diez episodios de alta cocina que no me interesaban en absoluto. Hace poco publicaron en el periódico las nuevas estrellas Michelin de los restaurantes españoles y no hice ninguna intención de conocerlas. Nunca pondré el pie en un sitio de esos; pero si algún día voy -arrastrado únicamente por el amor- me pasaré la vida arrepintiéndome del estipendio. De la tontería aburguesada. Donde esté una fabada asturiana como Dios manda que se quiten las colas de langostino con puré de anacardos y raspaduras de cojón de mico por encima. 

No digo que no esté rico: sólo digo que no es más que una demostración de estatus. Un medirse las pollas con las papilas gustativas. No es mi rollo. Claire sí que era mi rollo y me la han escondido todo el rato en la despensa. Malditos sean, los seres sofisticados. 





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The Bear. Temporada 2

🌟🌟🌟


Viendo la segunda temporada de “The Bear” no hacía más que pensar en el colegio donde trabajo. Una risa...

Pero antes de empezar a repartir cera, tengo que decir que yo mismo, en el restaurante de Carmy Berzatto,  no pararía de romper platos, traspapelar pedidos o quemar estofados en el horno. Además de funcionario siempre he sido muy torpe con las manos. Si el pan de mis hijos -es un decir- dependiera de trabajar en su flamante restaurante, sería mejor ir buscándoles una inclusa o un padre sustituto. Yo sería como Coco en aquellos sketches de “Barrio Sésamo" donde hacía de camarero incompetente. Nunca he estado para esos ritmos. Aquí, en el colegio, nadie lo está. Pero yo, al menos, como otros cuantos veteranos de guerra, vengo a trabajar todos los días.

Hay un chiste de Forges en el que se ve a dos tipos en una oficina leyendo el periódico: uno tiene los pies sobre la mesa y el otro no. La pregunta es: ¿cuál de los dos es el funcionario interino y cuál el que tiene plaza fija? El chiste es genial, pero no refleja del todo la realidad de este colegio: aquí serías incapaz de distinguirlos. Aquí el chiste sería: un funcionario siempre escoge los viernes para acompañar a un familiar al médico y otro siempre escoge los lunes para tener unas ligeras molestias en el estómago. El objetivo, en cualquier caso, es convertir todos los fines de semana en puentes de guardar. ¿Cuál es la maestra interina y cuál la que aprobó la oposición? Ya digo: es imposible distinguirlas. Las mañas de la gente más veterana se aprenden cagando leches. Si de pronto nos reconvirtieran en un restaurante como "The Bear" sólo podríamos abrir de martes a jueves por falta de personal.

Al final, por fortuna, aquí no hay que cocinar a los alumnos para luego trocearlos en finas lonchas sobre una base de alcaparras con destilado de melón indonesio.  A veces basta con devolverlos sanos y salvos a sus casas, y para eso sólo se requiere un mínimo de personal cualificado. Ellos, y ellas, son la condición necesaria para que cualquier negocio lucrativo o asistencial mantenga las puertas abiertas y se disimule el despropósito.





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La cosecha de hielo

🌟🌟🌟

Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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