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Gladiator II

🌟🌟


Al terminar la película estuve a punto de entrar en Wikipedia para saber qué emperador romano vino después de Caracalla. Porque “Gladiator II” termina con una supuesta reinstauración de la República que en realidad nunca se produjo. 

Ya tenía el teléfono en la mano cuando de pronto me vi ridículo y desistí. Qué más daba: lo iba a aprender hoy y lo iba a olvidar mañana. Y además: quería despojarme cuanto antes del influjo de la película. No entrar en su juego perverso de realidades y falsedades. Fingir que no la había visto y continuar mi vida como si nada. “Gladiator II” es un espectáculo pensado para otras sensibilidades. A mí también me molan las batallas y los duelos, pero no así, no para esto. 

En uno de sus interminables interludios ya había leído las críticas más crueles y divertidas en internet. Suficiente para mí. Así que cerré la app de la Wikipedia, puse la otra de la radio FM -porque soy un señor mayor que todavía escucha la radio deportiva por las noches- le puse el arnés a mi perrito Eddie y nos fuimos a disfrutar del viento nocturno y de la lluvia refrescante. Y aunque es verdad que todos los caminos llevan a Roma, incluidos estos que recorren La Pedanía, mis caminos mentales rápidamente me llevaron a los goles de Mbappé  y a la crisis profunda de nuestro juego.

“... y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, amén”, decía el Padrenuestro que rezábamos en mi infancia, ya no sé el de ahora. Pero yo caí en la tentación, padre, incluso sabiendo que “Gladiator II” era materia de burla y hasta de escarnio en los foros del Imperio. Pero era domingo, y no había fútbol decente en Movistar, y en la NBA daban un partido entre segundones, y enfrentado al abismo de las horas muertas apareció el diablo para aprovecharse de mi ánimo tristón y de mi ausencia de energías. Y me dijo: 

- “Gladiator II” es una película tan boba y tan tóxica que amenaza con corroerte el disco duro del ordenador si no la sacas pronto de ahí. 

Y tenía más razón que un santo, el puto diablo: verla no ha sido un placer, sino una obligación. Un ver para opinar. Más bien un trabajo y una condena. Un remar de galeotes o un sobrevivir de gladiador.




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Desconocidos

🌟🌟🌟


En los Maristas tuvimos un compañero de clase que también perdió a sus padres con 12 años, y en un accidente de automóvil. como el protagonista de “Desconocidos”. Sucedió en la famosa curva de la N-630 donde luego se mató un médico muy afamado de León. Y no fueron los únicos: la curva tenía un apodo muy tétrico que ahora mismo no recuerdo. Siempre había flores frescas en la cuneta a modo de homenaje. No sé si en Inglaterra también tienen esa costumbre que te pone los huevos de corbata cuando pasas en bicicleta. 

El nombre de mi compañero tampoco lo recuerdo. Es mentira que con la edad recuerdes con más claridad los tiempos escolares. El chaval era bajito, rubio, atildado, con una voz apenas arrugada por las hormonas. Es como si el trauma le hubiera aplazado el desarrollo. Se fue a la universidad como si nunca hubiera pasado por el bachillerato. No jugaba a ningún deporte, no participaba en conversaciones obscenas, no se metía con los curas cuando conseguíamos una distancia de seguridad. Pero tampoco parecía un prosélito de los cristianos, un futuro marista que ya hubieran captado los ojeadores, siempre a la caza de voluntades débiles y de culitos apretados. Nuestro compañero, simplemente, era rarito, amable, muy poco comunicativo. 

Me he pasado todo la película tratando de rescatar su nombre... Me viene Luis, pero no era Luis. Hacía, no sé, treinta y tantos años que no me detenía en su recuerdo. Pero es como si “Desconocidos” narrara un poco su vida de después. Porque, además, estábamos convencidos de que X era gay, o algo gay, “con tendencias”, como decíamos entonces. Eran otros tiempos, sí, pero no tan hirientes como se dice por ahí. Es verdad que usábamos un lenguaje inadecuado, pero por dentro nos daba todo igual. Leyendo “El Jueves” y viendo películas aprendimos, sin que nadie nos enseñara, que allá cada cual con su verga y con sus predilecciones de frotamiento. Es verdad que usábamos mucho la palabra “maricón”, en plan rastrero y ofensivo, pero sólo si el tipo nos caía muy mal. Y éste no era el caso.



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Aftersun

🌟🌟🌟


Aquí, como ya saben los habituales y las habitualas, no se hacen críticas de cine. Aquí se va escribiendo una autobiografía que se desenreda al hilo de las películas y las series. 

Al principio los turistas me preguntaban: “¿Pero al final  la peli es buena o no?”.  Y yo les remitía a la recomendación que viene implícita en las estrellas: una, infumable; dos, fallida; tres, entretenida; cuatro, cojonuda; y cinco, obra maestra. Solo había que contar con los dedos y establecer la asociación. Pero al final casi todos abandonaban. Gente de letras o decepcionados de mi escritura. Ellos, claro está, esperaban una opinión sobre la complejidad del argumento o sobre el metalenguaje fílmico del director, y yo solo podía ofrecerles otra pelusa peluda de mi ombligo.

Acabo de ver “Aftersun”, por ejemplo, y como la película me parece bonita y tal, pero en absoluto la maravilla que habían vendido en el Foro, me pongo a recordar las vacaciones que yo mismo pasaba de niño con mi padre, para nada en Turquía o en Torremolinos. Nosotros, como éramos los epsilones del Mundo Feliz, no teníamos jayeres para tomar esos aviones. Ni a mi padre, que era el que mandaba, le interesaban tales destinos vacacionales. Puestos a viajar, nosotros no teníamos coche, ni íbamos de hoteles, ni disponíamos de alojamiento en casas familiares. Nuestro “aftersun” particular se reducía a cuatro excursiones en agosto a las playas de Gijón. Esos domingos nos levantábamos a las seis de la mañana, nos subíamos al autobús que fletaba la Peña “El Botijo” o la Peña “Los Barriletes”– las parroquias donde mi padre tomaba el carajillo y jugaba al dominó- y aparecíamos en Gijón a las 10 de la mañana para dar paseos por San Lorenzo, mojarnos el culo en el mar, comer una fabada en algún sitio recomendado y luego, ya con la caída del sol, matar las horas hasta el regreso en el Parque de Isabel la Católica, alimentando a los patos. 

De haber tenido una videocámara podríamos haber inmortalizado aquellos vaivenes para hacer una película como ésta, y ver a mi padre –que era un depresivo de otra calaña- jurando en arameo con el sol a su espalda.





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