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American Gangster

🌟🌟🌟🌟


Películas de gánsters -y sobre todo de gánsters americanos- ya hemos visto como mil a lo largo de nuestra cinefilia. Y desde hace un par de décadas, otras mil series que siguen al flautista de “Los Soprano”. No exagero mucho si afirmo que ya hemos visto tantos disparos a quemarropa y tantos motherfuckers escupidos a la cara como estrellas brillan en el cielo.

Sobre gánsters -gánsteres suena fatal, por mucho que diga la ortodoxia de la RAE- ya se ha dicho casi todo. Los hemos visto negros, blancos, irlandeses, sicilianos... Japoneses de la Yakuza y chinos de cualquier barrio llamado Chinatown. Mexicanos de la frontera y franceses de Marsella. Los que hay que trafican con drogas, con armas, con mujeres, con diamantes... O con todo a la vez, que son los que viven en las áticos más caros del downtown. Los hay, incluso, que han llegado a ser alcaldes de su pueblo. Aquí, de hecho, tuvimos un gánster de verdad que salía bañándose en un jacuzzi por la tele.

Sobre hampones hemos visto historias reales, historias ficticias e historias ficcionadas. Hemos visto auges y caídas, caídas y auges, listillos que nunca atrapaba la policía y pringados que casi caían en el primer interrogatorio. Hemos visto gánsters que subían a lo más alto aupados en su psicopatía demencial y que luego, inexplicablemente, lo perdían todo por el amor de una mujer. 

A las que hemos visto muy poco, precisamente, es a sus mujeres. Salvo Carmela Soprano y alguna más que ahora no recuerdo, todas las demás están ahí de figurones. Esposas o amantes, unas se limitan a parir y otras a lucir la lencería más exclusiva para su hombre. Y es una pena, porque a mí siempre me han fascinado sus personajes. No paro de pensar en qué piensan cuando descubren que su maromo es un delincuente muy peligroso. Viven como si no les importara, o como si en realidad las  dignificara. Mientras van cayendo las joyas y los abrigos de piel no sienten el peligro de morir en un tiroteo o de ser incriminadas por la policía. Es un rasgo biológico tan arcaico como arriesgado de diseccionar, en estos tiempos correctísimos que corren. Hay tantas formas de prostituirse...




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La teniente O´Neil

🌟

Yo sé que en mi colegio, cuando creen que no atiendo, o que no estoy por las cercanías, mis compañeras me llaman “el teniente O’Neil”. Es por la película, claro, no por mi espíritu militar, porque si la teniente O’Neil es una mujer encerrada en un mundo de hombres, yo, en mi trabajo, soy un hombre infiltrado en un mundo de mujeres. 

Lo mío también es un experimento secreto del gobierno, pero en este caso no del Ministerio de Defensa, sino del Ministerio de Educación. Ahora que las mujeres ya pueden combatir en los comandos más asesinos del ejército, había que recorrer el camino inverso para demostrar que los hombres también podíamos trabajar en centros de Educación Especial sin que nos asustaran los fluidos o los panoramas tremebundos.

Para ser sincero del todo, hay otros dos soldados no gestantes que trabajan en este claustro de profesores -al que llamamos “de profesoras” no por rebeldía gramatical, sino por simple aplastamiento de las matemáticas- pero no los tengo en cuenta porque no hablan mucho de fútbol, o lo hablan del revés, y yo los lunes por la mañana no puedo debatir con ellos las corruptelas de los árbitros o las tonterías irritantes de Vinicius. Mis dos compañeros -uno soldado raso y otro capitán con galones que hizo los cursos de oficial- tampoco hablan de mujeres por lo bajini ni se ríen con los chistes zafios de toda la vida. Ellos son hombres modernos y reformados que ven Eurovisión con sus parejas y saben cocinarles platos muy complicados los domingos al mediodía.

Yo sé que ellos hicieron los cursos de Nuevas Masculinidades para sumar puntos en el concurso de traslados y regresar pronto a sus tierras de procedencia, lejos de este valle perdido entre las montañas. Pero ahora, mira tú, han adquirido un poso, una elegancia, una manera de ser y de estar que les aleja del machirulo tradicional y les hace muy populares entre mis compañeras de cuartel. Yo, en cambio, que sólo hago cursillos de informática para cumplir con los sexenios requeridos, sigo siendo el soldado mostrenco que echa de menos una buena palabrota o un buen chiste sobre malentendidos en la cama. Estoy solo, muy solo, en este campamento educativo. 



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Black Rain

🌟🌟🌟


Los japoneses dejaron de ser los malos oficiales de las películas americanas cuando rindieron sus armas en la II Guerra Mundial. Tras la masacre de las bombas atómicas ya no hacía falta llamarles “monos amarillos” ni “perros de la selva”. Los japos quedaron tan acojonados, tan dispuestos a colaborar en la reconstrucción de su propio país bombardeado, que los dueños de Hollywood rápidamente los sustituyeron por los comunistas que trataban de conquistar el mundo con un ejército de cosechadoras y tres cohetes nucleares hechos de cartón piedra en Kazajistán.

Descontando a los nazis sempiternos -porque siempre han sido unos malvados muy telegénicos y propicios a la caricatura- los americanos han ido cambiando su enemigo peliculero en función de sus intereses bélicos o comerciales. Es decir: de sus intereses comerciales. Por las pantallas fueron pasando los campesinos vietnamitas, los fruticultores nicaragüenses y los negros de las universidades californianas hasta que dieron con el filón de los musulmanes que todavía hoy le pone picante a sus producciones. Cuando terminen de laminarlos pondrán a los chinos en su lugar... De hecho, ya los tienen en la recámara, en decenas de guiones que están esperando el plácet de la Casa Blanca para convertirse en los clásicos guerreros del futuro. 

Pero hubo un tiempo, allá por los años 80, en que los japoneses volvieron a ser el enemigo que amenazaba el modo de vida americano. Fue apenas un apunte, un signo de advertencia que duró hasta que el índice Nikkei se volvió inocente e irrelevante. Ya casi no nos acordamos, pero los japoneses aspiraron a ser líderes de la economía mundial por encima de sus vecinos de la China. Los japos llevaron la delantera en el sector tecnológico y durante un tiempo parecieron inalcanzables: relojes, radios, calculadoras, aparatos de vídeo... Cuando yo era chaval todo era “made in Japan” y te salía más barato que lo yanqui.

“Black Rain”, en esencia, cuenta la historia de un policía de Nueva York que llegó un día a Tokio para recordar a esos pichacortas que puestos a pegar hostias los americanos les seguían llevando mucha ventaja y que no se iban a dejar pisotear por los vericuetos económicos de los yenes



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Black Hawk derribado

🌟🌟🌟🌟


Apenas hay tiempo para explicaciones en “Black Hawk derribado”. Mientras salen los títulos de crédito iniciales ya vemos, entre los ventarrones del desierto, a gentes famélicas que vagan como zombies y a guerrilleros armados hasta los dientes que se disputan los territorios. Es el recurso que utiliza Ridley Scott para explicarnos cuál va a ser esta vez el enemigo mortal de los americanos: Mohamed Farrah, el líder sin escrúpulos que mataba de hambre a sus compatriotas incautando la ayuda internacional que llegaba al aeropuerto de Mogadiscio.

Ningún espectador pone en duda la información que se nos aporta sobre el tal Mohamed, más que nada porque sabemos que la película está basada en hechos reales y se sustenta en un reportaje periodístico de la época. Sería fácil desmontar la mentira acudiendo simplemente a la Wikipedia, que nació, justamente, el año de estreno de la película. Lo que pasa es que la Guerra Fría nos dejó a todos con el culo pelado, y sospechamos que cuando los americanos envían a sus muchachos para deponer a un sátrapa es que quieren poner a otro mucho peor en su lugar. Si el tal Aidid se quedaba con los botes de piña y ametrallaba a la pobre gente que acudía a los puntos de reparto, lo más normal es que el candidato de los yanquis se comiera a su propia gente aderezada con azafrán. El caso es garantizar el “libre comercio” y la explotación despiadada de los recursos.

Este paso de Guatemala a Guatepeor se produce en el 95% de las operaciones de la CIA, y es por tanto muy difícil empatizar con la causa de estos muchachos venidos de Alabama o de Wisconsin. Porque casi nunca, es curioso, proceden de California o de Massachussets, sino del Profundo Sur o de las Grandes Llanuras. O del salvaje Texas de los Rangers. Puede que sea una percepción mía y nada más... En todo caso, los chavales son eso, chavales, la carne de cañón que abre camino a las empresas. Una panda de ilusos o de fascinados por la guerra. Si alguien les contara que las armas de los “flacuchos” que derribaron el Black Hawk también son de fabricación americana quizá comprenderían que todo es una broma macabra.



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Gladiator II

🌟🌟


Al terminar la película estuve a punto de entrar en Wikipedia para saber qué emperador romano vino después de Caracalla. Porque “Gladiator II” termina con una supuesta reinstauración de la República que en realidad nunca se produjo. 

Ya tenía el teléfono en la mano cuando de pronto me vi ridículo y desistí. Qué más daba: lo iba a aprender hoy y lo iba a olvidar mañana. Y además: quería despojarme cuanto antes del influjo de la película. No entrar en su juego perverso de realidades y falsedades. Fingir que no la había visto y continuar mi vida como si nada. “Gladiator II” es un espectáculo pensado para otras sensibilidades. A mí también me molan las batallas y los duelos, pero no así, no para esto. 

En uno de sus interminables interludios ya había leído las críticas más crueles y divertidas en internet. Suficiente para mí. Así que cerré la app de la Wikipedia, puse la otra de la radio FM -porque soy un señor mayor que todavía escucha la radio deportiva por las noches- le puse el arnés a mi perrito Eddie y nos fuimos a disfrutar del viento nocturno y de la lluvia refrescante. Y aunque es verdad que todos los caminos llevan a Roma, incluidos estos que recorren La Pedanía, mis caminos mentales rápidamente me llevaron a los goles de Mbappé  y a la crisis profunda de nuestro juego.

“... y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, amén”, decía el Padrenuestro que rezábamos en mi infancia, ya no sé el de ahora. Pero yo caí en la tentación, padre, incluso sabiendo que “Gladiator II” era materia de burla y hasta de escarnio en los foros del Imperio. Pero era domingo, y no había fútbol decente en Movistar, y en la NBA daban un partido entre segundones, y enfrentado al abismo de las horas muertas apareció el diablo para aprovecharse de mi ánimo tristón y de mi ausencia de energías. Y me dijo: 

- “Gladiator II” es una película tan boba y tan tóxica que amenaza con corroerte el disco duro del ordenador si no la sacas pronto de ahí. 

Y tenía más razón que un santo, el puto diablo: verla no ha sido un placer, sino una obligación. Un ver para opinar. Más bien un trabajo y una condena. Un remar de galeotes o un sobrevivir de gladiador.




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Napoleón

🌟🌟🌟🌟

“Napoleón”, si no lo he entendido mal, se parece mucho a “La red social”. Las dos películas cuentan la historia de un fulano que creó un imperio sólo para impresionar a una mujer. Napoleón, uno terrenal para conquistar a Vanessa Kirby, y Mark Zuckerberg, uno digital para convencer a Rooney Mara de que regresara. Nos ha jodido... Yo mismo cabalgué una vez hasta Vladivostok espada en mano, a ver si me nombraban Zar de Todas las Rusias y dejaba impresionada a Natalie Portman. Pero no hubo manera. Donde Napo y Mark triunfaron, yo fracasé. Mi hazaña frustrada salió en la prensa local -la de aquí, y la de Vladivostok- pero como no transcendió al “New York Times” me quedé compuesto y sin emperatriz.

Antes del #Metoo se decía mucho aquello de “ese culo bien vale un imperio”, y no era una simple metáfora. Ha habido hombres a lo largo de la historia que por un buen culo, o por una cara bonita, han reclutado ejércitos para conquistar los campos de Europa o colonizar los ordenadores de la peña informatizada. Si es verdad que Josefina de Beauharnais se parecía un poco a Vanessa Kirby, no me extraña que Napoleón se pasara la vida en campaña solo para merecerla. Puede que él, en el fondo, no fuera un traidor a la República Francesa ni un criminal de guerra engalanado, sino, simplemente, un hombre enamorado. 

Yo mismo, el verano pasado, en Los Inválidos, rumiaba estas cosas ante la mismísima tumba del susodicho. Había que estar allí, por supuesto, pero no rendirle homenaje ni pleitesía. Por mucho que el polvo de su sarcófago sea polvo enamorado... Napoleón -como se nos recuerda al final de la película- condujo al matadero a miles de chavales con una edad parecida a la de mi hijo. Es como si ahora nos gobernara, yo qué sé, el amigo de Pablo Motos, Santi Abascal, y se le metiera en la mollera reverdecer las glorias hispanas en Marruecos, y llamara a filas a mi retoño solo para que cuatro hijos de puta se forren abriendo mercados y depredando recursos naturales. Por mucho que el plan inconfesable fuera seducir -por poner un ejemplo- a Cayetana Álvarez de Toledo, a Santi no le íbamos a reír la puñetera gracia.






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La casa Gucci

🌟🌟🌟

El imperio de la moda está construido sobre la plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.

Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.

Y luego está la película de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real, pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.





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El último duelo

🌟🌟🌟🌟


Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente -al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.

Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la cara las maldiciones.

Los hombres de la película son todos deleznables y asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro: la mujer pérfida y doble, inútil o llorona.  En el mainstream de las plataformas ahora toca que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina la  cabeza. “Un violador en potencia”, y a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing de cojones, como cantaban los Scorpions.

¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados. Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...





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Raised by Wolves

 🌟🌟

Ésta ya nos la habían metido doblada más veces: un director de prestigio dirige los primeros episodios de una serie en apariencia espectacular -y encima esta vez era Ridley Scott, y la cosa iba de extraterrestres, y era una locura no empezar al menos la aventura- así que te apuntas, te subes al carro, programas las grabaciones o te confías a la mula,  quieres engancharte pero dudas de si seguir o no porque la cosa a ratos va bien pero a ratos es un disparate, y cuando desaparece el director estelar que sólo era el anzuelo, el truco publicitario, el enganche para los adictos, la serie ya se descubre un truño sin rumbo, un mero rellenar horas y horas con los tópicos habituales. Raised by wolves era la enésima chorrada que esperaba agazapada en la selva de las series, que ya va siendo hora, la verdad, de que la vayan desbrozando, los bulldozers amazónicos de Bolsonaro si hicieran falta, para que podamos ir saliendo de todo esto, los yonquis del asunto, que se nos va la vida en el empeño...





    Y entonces claudicas, mandas la serie a tomar por el culo, y por un lado llega la decepción y la culpa, porque te habías creado unas expectativas muy altas que luego no se cumplieron, como sucede en el amor, o en la lectura, siempre todo tan cutre y tan frustrante, pero por otro lado llega la liberación de las horas, el tiempo libre recuperado, que ya no malgastarás en ese producto sin sustancia, en esa serie sin chicha, pero que tardarás muy poco -ay- en volver a dilapidar en la nueva promesa anunciada a bombo y platillo. También como en el amor, y como en la lectura…

    Raised by wolves -hay que joderse- al final era un remake de La casa de la pradera. Una pareja de colonos y la chavalada que aparecen en una tierra lejana y árida donde les aguardan los peligros de las alimañas y las enfermedades, las cosechas raquíticas y los otros colonos que se disputan las tierras. El mismo melodrama ñoño. En Raised by wolves no aparecen los Ingalls, pero sí una pareja de androides capaces de incubar seres humanos con su energía. Pero, para el caso, patatas.



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Los impostores

🌟🌟🌟

Lo bueno de tener una inteligencia menguada como la mía es que las películas de timadores siempre me sorprenden, incapaz de anticipar la desventura del estafado, o la argucia del estafador. Donde otros espectadores lo ven venir todo, y se aburren moderadamente, y sólo el orgullo de quien acierta los pronósticos los mantiene sentados en el sofá, yo soy como un niño simplón, bobalicón, que aplaude cada vez que el timador se sale con la suya, como un crío en el circo, alelado ante el mago. Disfruto el doble que los demás espectadores, eso sí, pero cuando hago reflexión serena de lo que he visto, me invade una desazón muy poco edificante, que me dura lo que tardo en pergeñar estos escritos.



    Quizá por eso, porque soy así de impresionable, he pasado un buen rato viendo Los impostores, que es una película de Ridley Scott que yo no sabía ni que existía hasta ayer por la mañana, cuando repasaba su filmografía. Supongo que en su día leí algo, o me dijeron algo, y me pudo más el desánimo que la intención, y con el tiempo olvidé incluso que existía tal película. Cosa rara, tratándose de mí, porque del mismo modo que podría engañarme cualquiera, con cualquier truco barato, luego no olvidaría jamás su jeta, o las palabras exactas que me dijo.

    Los impostores empieza muy bien, flirtea algo más de media hora con la sensiblería, y finalmente remonta el vuelo para alejarse del culebrón de sobremesa. No esperaba menos, en el maestro Ridley Scott. Los impostores no es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero el andamiaje se sostiene, los timos entretienen, e incluso Nicholas Cage, haciendo de Nicholas Cage, tiene un pase y un encanto. Lo que no me termina de cuadrar es el personaje de la cajera sonriente y guapísima, en la que su personaje va depositando poco a poco la esperanza de un futuro mejor. Creo que en realidad es un ángel que bajó del cielo para hacer una sustitución. No pega. Con lo que suelen cuidar los americanos, estas cosas del casting.



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Thelma y Louise

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Gladiator

🌟🌟🌟🌟

Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



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Todo el dinero del mundo


🌟🌟🌟

De niño leí muchas aventuras del tío Gilito en la revista Don Miki, siempre acompañado de su sobrino el pato Donald y de sus sobrinos-nietos Jorgito, Jaimito y Juanito. Pero a pesar de ser un millonetis con extensa y palmípeda parentela, no recuerdo que alguna vez tuviera que pagar unos cuantos millones de dólares por el rescate de algún familiar. Presumo que se quejaría amargamente, que pasaría una noche en vela abrazado a sus monedas relucientes en el silo, y que luego, a la mañana siguiente -porque al final el tío Gilito tenía su pequeño corazoncito- daría su autorización para que unos cuantos camiones salieran cargados en dirección al punto indicado por los Golfos Apandadores, que solían ser los malos de la función.

    En Todo el dinero del mundo, J. Paul Getty  -el hombre más rico del mundo por aquellos días gracias a la crisis del petróleo- también clama al cielo cuando se entera del secuestro de su nieto en Italia: J. Paul Getty III, Getty de su Getty, sangre de su sangre, aunque ya un poco desleída por la molicie vital y por el apellido de la madre. Pero a diferencia del tío Gilito, J. Paul Getty apenas guarda dinero en efectivo en su mansión británica un poco a lo Xanadú, un poco al palacete del señor Burns en Los Simpson -con el que Christopher Plummer guarda un curioso e inquietante parecido físico. Así que decide abrazarse a sus numerosas obras de arte en las que ha invertido gran parte de sus legales e ilegales latrocinios.

    Si el magnate hubiera tenido el corazón del tío Gilito, nos habríamos quedado sin película, y sin hecho real en el que basarla, y yo no estaría aquí intentando salir del atolladero de mi escasa imaginación. El secuestro de J. Paul Getty III se hubiera resuelto como tantos otros nada peliculeros: un pago y una entrega. Y punto pelota. Pero Paul Getty, ensimismado en la belleza de sus posesiones, temeroso de que sus nietos fueran secuestrados uno a uno hasta desangrarle, prefirió quedarse allí, abrazado a sus cuadros y a sus esculturas, impertérrito al sufrimiento y a las exigencias. Un corazón de pedernal, el del abuelete, con el que Ridley Scott ha cincelado una película correcta, entretenida, sin mucho fu y tampoco demasiado fa. Solo para engrosar la filmografía, y para que nosotros pasemos un rato muy entretenido en internet, buscando la true story de esta familia tan rica y tan retorcida. El oxímoron.


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Hannibal

🌟🌟🌟

Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
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Blade Runner

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Antes de morir, el Nexus 6 se vanagloria de haber visto cosas que los humanos no conocen. Ningún espectador sabe qué son los rayos C, ni dónde queda la puerta de Tannhäuser, pero dichas por el replicante suenan a experiencias bellísimas e irrepetibles. Como si le hablaran de sexo salvaje al adolescente por estrenarse... En solo cuatro años de vida programada, el replicante ya había contemplado las maravillas del Universo. Los humanos de la Tierra, en cambio, sólo habían visto la mugre, la contaminación, la lluvia ácida persistente. Roy, por supuesto, no quería morir, y lamentaba que sus recuerdos se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Pero en su testamento final se adivinaba un poso de orgullo. Él, condenado a la pronta caducidad había vivido intensamente. ¿La vida larga y aburrida de los casados, o la vida corta y excitante de los rockeros? 

Escribía Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

    “Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Las cagan. Estúpidos gilipollas [...] Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir”.


El año 2019 que imaginaron los guionistas de Blade Runner tiene pinta, a dos años vista, de haberse quedado muy corto en algunos avances, y muy largo en otros. A día de hoy, la ingeniería genética aún está dando sus primeros pasos, y los coches de policía no salen volando tras ponerte una multa. Las colonias espaciales son proyectos descomunales aparcados hasta el fin de los tiempos. En Blade Runner, sin embargo, como sucede en muchas películas de ciencia-ficción, no se ve a nadie con teléfono móvil, ni con iPod, y los ordenadores de hogares y oficinas parecen unos cacharros tan lentos como rudimentarios. No parecen existir cosas tan básicas como Internet o como el Whatsapp, que en el año 2017 ya manejan con soltura incluso las ancianas. 

En el sector de las telecomunicaciones, lo más avanzado de Blade Runner parece ser la videollamada, como ya lo era en el 2001 imaginado por Arthur C. Clark.  Menuda caca... Eso ya existía  cuando yo era niño y llamaba al portero automático de mi amigo rico para que bajara a jugar al fútbol. Hace cuarenta años que yo ya me quedaba boquiabierto al descubrir que en aquella comunidad de vecinos habían instalado el ojo vigilante de HAL 9000...




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Alien: Covenant

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Esta saga de los humanos enfrentados a los xenomorfos ya no tiene grandes cosas que contar. No, al menos, en el terreno de la biología, porque según se nos ha desvelado en Alien: Covenant, fue el androide David, metido a doctor Mengele del espacio exterior, insuflado de una megalomanía creadora que eran dos cables pelados de su ciberorganismo, el que creó los huevos que esperaban la llegada de la nave Nostromo en aquel planeta perdido. Habrá que olvidarse, por tanto, de la reina ponedora a la que Ripley chamuscaba con su lanzallamas en Aliens: el regreso. No quisiera uno entrar en debates absurdos sobre si fue primero la gallina alien o el huevo que alumbraba al octópodo. Que sean otros los que aclaren la cuestión en foros más entendidos.



    Sucede, además, para desilusión de este niño grande que siempre ha sido fiel seguidor de la saga -infatigable espectador, y proselitista entre sus allegados- que la fórmula que vertebra las últimas películas ya se repite hasta el bostezo. Si El despertar de la Fuerza nos dejó aliquebrados con la original reconstrucción de la Estrella de la Muerte, Alien: Covenant nos vuelve a dar más de lo mismo. Todo está muy bien hecho, bien rodado, porque hay grandes dineros que sustentan el proyecto y gente muy capaz a ambos lados de las cámaras. La profesionalidad y la eficacia de Ridley Scott y compañía están fuera de discusión. Pero uno tiene la sensación molesta de que en realidad, travestido de naves espaciales y de cascos astronáuticos, le están vendiendo un cine diseñado para adolescentes que anticipan el susto, lo viven con emoción, y en la recomposición del cuerpo y del espíritu aprovechan para pillar cacho en la platea o en el sofá. Y que los adultos, mientras tanto, que ya no tenemos nada a lo que agarrarnos, vapuleados por el trabajo y por la vida, vamos transcurriendo por Alien: Covenant sin que nada de lo que se apuntaba en Prometheus tenga una respuesta satisfactoria. ¿El origen de la humanidad? ¿El castigo de nuestros creadores? ¿El tipo aquél que se suicidaba al inicio de Prometheus para insuflar vida en las aguas? ¿Y quién creó a los creadores? ¿Habrá que desempolvar los viejos argumentos de Santo Tomás de Aquino? ¿Servirá todo esto, al menos, para reavivar las viejas discusiones filosóficas?




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Prometheus

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Cuando en la tele de mi salón me ponen una nave espacial y unos alienígenas que prometen hostias como panes y misterios como embrujos, entro en un estado mental que podríamos llamar de "racionalidad suspendida". Del mismo modo que los argonautas de la nave Prometheus pasaron meses hibernados a la espera de llegar a su destino, mi mente inquisitiva, en las dos horas que dura la película, se queda como dormida, como pasmada, y de pronto es como si me sustituyera el niño que una vez fui, con las piernas colgando en el sofá, incapaz de ponerle un pero a estas aventuras de seres humanos que buscan el origen de nuestra especie en un planeta muy lejano. Como Darwin a bordo del Beagle, hace dos siglos, pero a mucha más velocidad, y con ordenadores sofisticados en lugar de cuadernos de notas. 

    Mientras la nave Prometheus surca el vacío interestelar y la película Prometheus discurre en el silencio de la noche, yo, infantilizado, me dejo llevar por las olas del mar, y por el balanceo de la trama, y casi termino chupándome el dedo de nocilla y pidiéndole a mamá que abra un poco la ventana para que entre el fresco del anochecer.

    Cuando termina la película, ya recompuesto de nuevo en un señor mayor con barba entrecana, y ojeras por los pesares, vengo a los foros dispuesto a cantar loas y alabanzas. Pero descubro, perplejo, y bastante avergonzado, que soy el único gilí de la galaxia que no ha caído en las incongruencias varias del guion. En los comportamientos inexplicables de los personajes. En las filosofías trascendentales que se quedan huecas, desatadas, como jirones de sabiduría que vuelan sin propósito ni resolución. Leo, entre divertido y acomplejado, los comentarios de quienes no se dejaron engañar, de quienes analizaron la película mientras la vieron y disfrutaron. Y me ruborizo de vergüenza... ¿Soy aquel espectador medio del que hablaba David Simon en sus diatribas contra las audiencias? ¿Un tipo más bien menguado, más bien lento de reflejos, que se traga las historias sin espíritu crítico, abandonado a la molicie mental, al consumo indiscriminado? ¿Un espectador que se da cuenta de los errores de guion -porque tan gilipollas no soy- y los pasa por alto pensando que los guionistas sabrán, y que qué va uno a opinar desde el sofá? ¿O tengo, acaso, la inmensa fortuna de disfrutar como un niño donde otros toman apuntes como maestros adustos y perfeccionistas?




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Alien, el octavo pasajero

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Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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El consejero

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El consejero comienza con una escena de cama que parece suceder en el Cielo que nos aguarda. O que al menos aguarda a los fieles musulmanes de la yihad, con las vírgenes, y la gran orgía de las barbas y los velos, pero que nos han prohibido, ay, por haber nacido en estos pagos, a los que fuimos bautizados como católicos sin dar nuestro consentimiento. 

            Bajo unas sábanas blancas que parecen las nubes angélicas del feliz retozar, Michael Fassbender y Penélope Cruz se lamen los genitales arrancándose gemidos y promesas de amor eternas. No es, desde luego, el video amateur que alguien anónimo sube a los servidores del Youporn. Fassbender es un hombre viril y proporcionado, con pintaza de amante veterano y cumplidor. Y Penélope, como todos sabemos, es una mujer que anega los cuerpos cavernosos con sólo mirarla y verla sonreír. Quiero decir que el sexo inicial de El consejero es un softporn de muy alta calidad, muy bien rodado, casi como un HD de la misma página de Youporn, de esos que llaman Art Erótica o Passion Lovers, un clip muy estimulante que nos deja clavados en el sofá a ver si la cosa se repite. 


            Embriagado de amor, el personaje de Fassbender, que es el consejero que da título a la película, coge el primer vuelo hacia Ámsterdam para comprar un diamante que valga lo que valen esos orgasmos pletóricos. Un diamante de muchos quilates, purísimo, brillantísimo, pulido hasta la última micra detectable con el monóculo de los joyeros. Porque ella, Penélope, que lo vuelve loco en la cama, y es la envidia de los hombres en los restaurantes, se merece lo más selecto de la pedrería internacional. Pero el diamante, claro está, no lo regalan con las tapas de los yogures, y el consejero, que ejerce de chanchullero para un traficante del Río Grande, se deja enredar en un oscuro negocio para pagarse el caprichito. 

            Empieza bien, y tiene buena pinta, El consejero, pero sólo si le quitas el sonido, porque sus personajes, cuando abren la boca, pierden cualquier verosimilitud, y se convierten en recitadores de textos y prédicas que no vienen a cuento. Mientras follan, o disparan, o conducen los todoterrenos por el desierto, la cosa va bien, pero cuando hablan en las mansiones o en los aeropuertos se vuelven actores de teatro,  profesores de filosofía, curas subidos al púlpito. Parlotean como los personajes de las novelas, y el cine no es una novela. Existe una convención literaria y una convención cinematográfica, y el bueno del guionista las ha mezclado y confundido.  Los pocos diálogos que se entienden tienen sustancia, enjundia, un sentido gris de la existencia que a mí me seduce y me convence. Pero no pegan, no cuelan, están fuera de contexto. Lo del matarife recitando a Machado, o lo del joyero buscando la vida en el fondo de un diamante, da  un poco de cosa, un poco de repelús.




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El reino de los cielos

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Hace unos años, en los cines-restaurantes de nuestra geografía, se estrenó una versión de El reino de los cielos que duraba dos horas y pocos minutos. Incluso los más fanáticos defensores de Ridley Scott salimos decepcionados de aquella proyección. Esperábamos algo épico, grandioso, la gran película que nos aclarase el supremo pifostio de las Cruzadas y sus divertidas consecuencias. Sin embargo, el gran pifostio parecía ser el guión de la película, un enredo de personajes que entraban y salían de la pantalla sin dar muchas explicaciones al espectador. Un enorme lío de reyes, de barones, de guerreros, que lo mismo se batían en duelo que se estampaban sonoros besos de respeto.  Una trama que avanzaba a trompicones, como olvidándose cosas por el camino, como regresando a casa después de una gran resaca en las bodas de Canaán.

     Interpretando a Sibila de Jerusalén salía Eva Green, en la cúspide de su hermosura felina, y eso nos ponía mucho a los románticos enamorados de su estampa, pero su personaje era un dislate tal de emociones y comportamientos que nuestra excitación se marchitaba ante la confusión insufrible de las meninges. "Se le fue la pinza al bueno de Ridley", tuvimos que asumir los forofos.


         Hoy he descubierto, en este Blu Ray que compré hace poco en las rebajas, a un precio desorbitado que sólo pagan los fanáticos y los imbéciles como yo, que El reino de los cielos, en su versión primera y fetén, duraba algo más de tres horas, y que fueron los pérfidos productores y distribuidores, una vez más, los que convencieron a Ridley Scott a punta de pistola, y a fajos de mil dólares, para que cercenara su propia obra y nos la diera de comer regurgitada. Vista ahora, en su versión extendida – o mejor dicho, en su versión no disminuida-, uno entiende lo que entonces no entendió. Se hizo la luz sobre la Tierra Santa gracias a este rayo de color azul que trabaja en silencio dentro del aparato. Ahora, en el Nuevo Testamento, los personajes de El reino de los cielos ya no parecen poseídos por la imbecilidad o por la locura, sino que, pérfidos o caballeros, villanos o bienhechores, dan a entender sus razones y actúan en consecuencia. 

       Eva Green compone un personaje que ahora nos resulta juicioso, valiente, nada frívolo, y eso hace que nuestros amores cavernosos se aneguen de amor y de respeto.





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