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La vida breve

🌟🌟🌟


Los primeros tres episodios prometían emociones fuertes. Exaltaciones republicanas, incluso, en la paz exiliada de nuestros hogares. Casi me dieron ganas de colocar sobre la tele una banderita de la II República que compré en la Semana Negra de Gijón. Lo que pasa es que su base es muy ancha, y mi tele es muy fina, y al final decidí ponerla justo al lado para recrearme en sus colores. 

En los primeros episodios no quedaba ni un solo Borbón que no fuera un personaje ridículo o un hijo de puta sin miramientos. O un loco de maniatar. Ellos y sus esposas, por supuesto, que a veces pertenecían a otras casas de la realeza. Alguien me había dicho que “Su majestad” –la otra serie presuntamente antimonárquica del momento- se quedaba corta en cuanto a la crítica a sus altezas, y que era aquí, en “La vida breve”, donde podíamos encontrar la carcajada abierta y el escarnio educativo. 

A mí, la verdad, me extrañaba mucho que Movistar +, siempre tan arrimada a los poderosos por aquello de la salud accionarial y del perfil más bien conservador de sus abonados, se atreviera a darle palos a la dinastía que ahora mismo presta sus manos para ser besadas por el populacho, por mucho que Felipe V y Luis I sean reyes relegados en el Museo del Prado. Después de todo no dejan de ser los antepasados de Felipe VI “El Preparao” y de Leonor I “La Almirante”. O almiranta, que ya no sé.

Y así, tal como yo me temía, la serie no tarda mucho en arrepentirse de sus pecados y convertir a Luis I en un rey preocupado por el bienestar de los plebeyos. Casi un socialista que además se interesa por otras religiones, reconoce la plurinacionalidad de su reino y permite que su esposa, la reina Luisa Isabel de Orleans, renuncie a sus deberes de ser madre  y se acueste con las cortesanas más guapas de palacio. El feminismo insertado en una corte real del S. XVIII... El mainstream y tal.

Al final es todo tan ridículo, tan políticamente delirante, que te quedas clavado en la serie ya no por devoción, sino por el puro morbo de la degeneración argumental: ésa que convierte, precisamente, a esos degenerados, en personas respetables que nos aman. 




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La virgen roja

🌟🌟


En “La virgen roja” no entiendo a Najwa Nimri cuando habla. Ni en ésta ni en otras películas de su amplia filmografía. Luego, sin embargo, la veo en “La Revuelta” con David Broncano y se le entiende todo con una claridad meridiana: el continente y el contenido. 

Reconozco que me mola mucho Najwa Nimri: su misterio, su rollo, su voz extraída de las cavernas... Es un enamoramiento catódico que no la cosifica para nada. Pero en el cine -no sé si por su culpa o por culpa del tío que sujeta la jirafa- todo se le queda en un farfulleo del que apenas extraigo una palabra de cada dos. Y claro: me pierdo, y acabo un poco aburrido de la función.

(Cuñado Bis, por cierto, me hubiera llamado misógino por decir “el tío de la jirafa”, dando por supuesto que no puede ser una mujer quien desempeñe ese noble arte de la sonorización. O un trans, o una trans, o un fluido indefinido. No tiene razón: yo simplemente escribo ahorrando caracteres).


En la Enciclopedia Salvat de mi Vastísima Incultura -que fui coleccionando por fascículos en mi desperdiciada juventud- había una entrada dedicada a Hildegart Rodríguez que ahora, gracias a la película, ya puedo arrancar sin vergüenza y trasplantar al Jardín de las Cosas que Sí Conozco. La historia de Hildegart, leída en la Wikipedia y en otros artículos que desarrollan su figura, daba para una película muy distinta a la que aquí nos han endilgado. Una película con mil aristas y mil recovecos. Paula Ortiz, sin embargo, ha querido filmar una película "concienciada" al estilo de Yorgos Lanthimos y le han salido los tres tiros del asesinato por la culata. Llevar las luchas del Ministerio de Igualdad a los tiempos de la II República es como querer encajar el motor de un Maserati en un Ford T de la época.

Y además: a la acriz que hace de Hildegart Rodríguez se le nota mucho que recita sus diálogos. Entre su falta de desparpajo y la ronquera de Najwa Nimri, el experimento pedagógico ha transitado por mi televisor sin dejar ninguna huella revolucionaria. 

¡Viva la II República!, por cierto.



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