1917
La franquicia
🌟🌟🌟
No sé si habrá sucedido alguna vez en la Iglesia Católica , pero en la Iglesia Laica -que es la nuestra, la única verdadera- se trata de un procedimiento habitual: rebajar un santo a categoría de beato cuando sospechamos que sus milagros fueron más bien producto de la casualidad, o de la inspiración involuntaria de un día irrepetible.
Siendo verdad lo que predicaba san Chiquito de la Calzada -que una mala tarde la tiene cualquiera- no es menos cierto que un buen día también lo tiene cualquiera, y eso no significa tener hilo directo con los dioses. Hasta el más tonto del barrio ha perpetrado alguna vez un milagro alcohólico o sexual digno de no ser tomado por verdadero y sin embargo tan cierto como que existimos y que la certeza anticlerical nos ilumina.
Digo todo esto porque Armando Ianucci -Padre de nuestra iglesia y Evangelista de los descojonos- ahora mismo es un santo que está siendo cuestionado por el Alto Comisionado de la Fe. San Armando subió a los altares al obrar dos milagros consecutivos llamados "The thick of it" y “Veep” que todavía nos dejan perplejos a los creyentes. Algunos teólogos un poco exagerados -entre los que yo me encuentro- sostienen que "Veep", con permiso de Larry David, puede ser la mejor comedia de todos los tiempos, tan corrosiva que cuando abres la carcasa del DVD o pinchas su visionado en el televisor temes que te salte un chorro de ácido a la cara.
Pero ahora, diez años después, san Armando tiembla angustioso en su peana. “La franquicia” es una serie con la que te ríes a ratitos y poco más. No hay tránsitos místicos ni espíritus elevados. A lo sumo, es una ocurrencia. Graciosa. Poco inspirada por el Altísimo. No es mejor ni peor que “Avenue 5”, que ya nos había dejado un poco consternados a los creyentes. Aún no sabemos si san Armando ha perdido sus poderes o se ha juntado con las malas compañías. Seguimos aquí, en el cónclave, discutiéndolo acaloradamente.
El imperio de la luz
🌟🌟
Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley.
Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones.
En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días.
Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse.
Spectre
🌟🌟🌟
En realidad me importan una mierda las películas de James
Bond. Para mí, James Bond es Roger Moore a ritmo de Duran Duran, Roger Moore
contra Tiburón, Roger Moore ligándose a Octopussy y a otras damiselas de la escena internaiconal. (Octopussy, por cierto, aunque pudiera parecerlo por el nombre, no era
una mujer con ocho vaginas que devoraban a los hombres, sino una mujer muy
bella que solo tenía una vagina, como todas las demás, salvo la Virgen María, aunque
eso sí: ardiente y seductora como ninguna).
Para mí James Bond es el Cine Pasaje, la infancia, la
tontería de las pistolas de juguete. Yo veía sus películas en la pantalla
gigantesca del cine, rodeado de amigos, a los que invitaba porque aquello era
mi casa, mi feudo, como un millonario de las películas, pero solo de las
películas. Cuando se estrenaba “la de James Bond”, yo dejaba de ser el repelente
de los sobresalientes y el exaltado de los partidillos para ser Álvaro Rodríguez
de nuevo, my best friend de toda la vida, que por cierto, no sé si puede venir
también Fulano Pérez, el de 5ºA, qué tal te llevas con él... Fueron buenos
tiempos. Los mejores.
Se fue Roger Moore, llegó Timothy Dalton, y para mí se acabó
el mito del doble cero y de las tías en semibolas. Las películas de James Bond
han ido cayendo una detrás de otra, no lo voy a negar, pero siempre a
destiempo, a desgana, más como un homenaje a mi infancia que como una necesidad
de la cinefilia. Son todas iguales. Con Daniel Craig nos prometieron hombres
frágiles y amores verdaderos, pero James sigue siendo tan duro como una piedra,
y tan follarín como toda la vida. Una excitación, sí, pero un muermo para el
espectador.
Mientras vería “Spectre” no dejaba de pensar en una película
que no tiene nada que ver con James Bond. Es “El protegido”, la de Shyamalan,
porque en ella se explicaba que si uno se lleva todas las hostias y sobrevive, hay
alguien que se lleva todas las hostias y se fractura. Es el equilibrio
universal. Del mismo modo -pensaba yo-, para que alguien viva tantas aventuras como
James Bond y folle tanto como él, tiene que haber otro hombre que vea sus
películas los viernes por la noche, en el sofá, sin nada mejor que hacer.
Revolutionary Road
Cuando su marido, el señor Wheeler, sale todas las mañanas a trabajar como un zombi con su sombrero y su maletín, ella, April, mientras limpia los cacharros del desayuno y prepara la comida del mediodía, piensa en un futuro muy diferente del que les aguarda en su barrio residencial. La vida acomodada, rutinaria... y vacía. April Wheeler sueña con una vida en Europa, en París, que es la ciudad del amor, ahora que el suyo se les está marchitando sin remedio. Y eso que todavía son jóvenes, y guapos, y despiertan la envidia en el vecindario de las otras parejas. Algunos, incluso, los desean sexualmente en el secreto... El señor Wheeler, de hecho, se está tirando a una secretaria hechizada por su gran parecido con el actor Leonardo DiCaprio, y April, aunque no lo sabe, y quizá no lo sospecha, es una mujer intuitiva que detecta el olor a podrido en el aire.
Jarhead
Camino a la perdición
American Beauty
Skyfall
Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.