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Emilia Pérez

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Don Pantuflo Zapatilla, el padre de Zipi y Zape, repetía mucho la palabra “inefable” cuando veía algo tan insólito que no podía definirse. Leyendo los cómics de Bruguera aprendimos varias palabrejas que ya están a punto de extinguirse. La única persona que las utiliza sin parecer ya un cursi o un gilipollas es Javier Pérez Andújar, mi cuate de Sant Adrià, cuando recuerda aquellos tiempos de rodillas siempre desolladas por culpa del fútbol callejero o de la exploración de descampados.

Imaginar a don Pantuflo Zapatilla viendo una película como “Emilia Pérez” puede causar serios cortocircuitos en las neuronas. No es sólo el abismo entre dos ficciones tan alejadas y surrealistas: es también el salto generacional, el tránsito como de siglos o de civilizaciones. Lo mucho que hemos cambiado -y que nos han hecho cambiar- desde que leíamos el “Pulgarcito” con un bollo de pan y una onza de chocolate. 

“Emilia Pérez” es incluso demasiado moderna para los tiempos que corren. Es tan arriesgada, tan loca, tan demencialmente “inefable”, que sólo los años nos dirán si al final era una genialidad maravillosa o una ocurrencia condenada a la risión y a su pase por la CutreCon. Es una película trans, sí, pero más bien trans-histórica, o trans-opiácea, el desafío consciente y provocador a los algoritmos que tiranizan nuestros destinos. Las polémicas wokes o antiwokes no son más que ruido de fondo y despistan la atención.

“Emilia Pérez” hay que verla para creérsela. No hay otra, porque contada pierde mucho. A mí ya me mataba la curiosidad y por eso la descargué en una versión cojonuda pero sin subtítulos. Al cine ni loco, vamos, con esos móviles como Gusiluces y esos bocazas como gascones. Menos mal que el inglés de la película es más bien escaso y macarrónico. La película ni me ha gustado ni me ha disgustado. No sabría decir.  “Emilia Pérez” no juega en esa dicotomía. Es otra cosa... La faena es ponerse ahora a recomendarla: a ver cómo la vendes, cómo la explicas, cómo te la explicas a ti mismo. Es tan rara que a la actriz principal la quieren llevar a los premios como actriz secundaria, y viceversa. Un sindiós. 




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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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