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A complete unknown

🌟🌟🌟🌟


Las canciones de Bob Dylan pertenecen a la generación de nuestros padres. Al menos a los padres que soñaban con cambiar el mundo o con tirarse a Fulanita con la pose de cantautor angloparlante. Y la moto haciendo brum-brum en la madrugada. Es el rollo “poeta maldito”, o “gilipollas interesante”, que sigue triunfando entre el mujerío aunque ya sean otros los trovadores.  

El otro día, por ejemplo, Carlos Boyero decía que “A complete unknown” le había tocado el alma a pesar de que le cae muy gordo -como a todos- Timothée Chalamet, y que en un par de momentos se había emocionado porque recordó los sueños de entonces y los polvos de antaño. En cada éxito de Dylan cantado por Chalamet, Boyero invocaba una mujer amada, una fiesta inolvidable o un ideal frustrado. Un esplendor en la hierba de la Casa de Campo o de las praderas de Newport, en Rhode Island, donde al parecer Bob Dylan perpetró su gran herejía electrificada. Un anatema de la hostia para los musicólogos, y casi el tema central de la película, pero una tragedia de importancia muy relativa para los ignorantes. Es como si un día rodaran un biopic sobre Carlo Ancelotti pervirtiendo el 4-3-3 y yo me indignara mucho en la platea mientras otros se encogen de hombros y se distraen con el teléfono. 

Yo, a diferencia de Carlos Boyero y sus coétaneos, transito por la película como el que asiste a un curso de verano. No vengo a recobrar nada, sino a adquirir un poco de cultura. Y a terminar el día con una distracción de los pesares. En “A complete unknown” me mata por un lado la curiosidad cinéfila y por otro la vergüenza de un desconocimiento casi absoluto. Antes de ver la película, Dylan era para mí lo que Serrat sigue siendo -pongamos por caso- para la generación de mi hijo: un completo desconocido del que ha oído hablar a los vejestorios. Un poeta de canciones cursilonas que parecen todas la misma repetida. 

Gracias a la película, yo ya no soltaría tal blasfemia sobre Bob Dylan, pero habría que ver otras cosas sobre el personaje para profundizar en el misterio "A complete unknown", aun siendo estimable, da exactamente lo que promete en el título. 





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Dune: Parte Dos

🌟🌟🌟


Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

🌟🌟🌟🌟


“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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No mires arriba

🌟🌟🌟🌟🌟


La mejor película del año llegó en su penúltimo día, casi cuando ya echábamos el cierre y hacíamos el balance. Es un decir metafórico, claro, un plural mayestático. “No mires arriba” ha sido como el amor maravilloso que ya no se espera; como el billete de 50 euros que aparece en el bolsillo cuando cuelgas el abrigo. El último regalo y el último homenaje. La última risa, y la última cara de tonto. Una fiesta cinéfila de pre-Nochevieja, a falta de cotillón y de vestidos escotados. Y de una cogorza memorable.

“No mires arriba” llegó en realidad el último día, porque eran las once de la noche del día 30 cuando la puse, y las 2 de la mañana del día 31 -interrupciones varias, pero insoslayables- cuando la terminé, desvelado perdido. La película de Adam McKay trata sobre el coronavirus, pero como McKay es un tipo muy inteligente que no quiere ser obvio, ni solaparse con la realidad, ha decidido que la desgracia que acojone a la humanidad sea la llegada de un cometa, uno de esos como montañas que arrasan los planetas y exterminan las especies. Un Galactus mineral. También podría haber sido un cataclismo climático, o una amenaza nuclear, ahora ya menos de moda. Da lo mismo. Lo que McKay buscaba era desnudar a los estúpidos, señalar a los medios, denunciar a los lobbies. Llamar al capitalismo fascista por su nombre: capitalismo fascista. Recordarnos -otra vez, sí- que nos dirigen cuatro psicópatas sonrientes y cuatro sociópatas enfermos. Y que la gente les vota con una sonrisa y con una mano en el corazón. La presidenta ficticia de los Estados Unidos es tal cual Isabel Díaz Ayuso teñida de Cayetana.

McKay tira a dar, a matar, a cercenar incluso. Trata a la gente como lo que es: básicamente poco formada, acientífica, acrítica, manipulable. Cuando el cometa Dibiasky ya es una pedrusco insoslayable sobre las cabezas, un 30% de votantes se declara “negacionista del cometa”, y otro 30% opina que de su caída vamos a salir todos mejores. ¿Les suena?

“No mires arriba” es hiriente, afilada, ocurrente, cachonda, despiadada. Profundamente guerrillera. Es una gozada. No escuchen a sus críticos de cabecera. Ellos ya adelantaron la borrachera de Fin de Año.


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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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Lady Bird

🌟🌟🌟

Tengo que confesar que venía con cierta pereza a la cita con Lady Bird. Porque de adolescentes americanos a punto de entrar en la Universidad, los cinéfilos ya podríamos impartir un máster, una cátedra en la universidad de nuestro terruño. Desde Rebeldes sin causa que no hemos parado. A estos caucásicos de la hamburguesa que lo mismo se las comen que las sirven para ganarse sus primeras perras, los conocemos mejor que a nuestros propios hijos, los españolitos sin futuro. Vemos a un adolescente español en las películas, o en las series infumables, y es como ver a un extraterrestre del que no entendemos ni el lenguaje ni la motivación. Quizá porque ya hemos interiorizado que nuestros retoños serán adolescentes hasta los treinta años, ya ni siquiera mileuristas, ni precariados, sino directamente esclavos de la Nueva Roma de Bruselas, y que tenemos tiempo de sobra para entenderlos y financiarlos. 

    Las chavalas españolas que terminan su bachillerato o su módulo de FP están muy lejos de las inquietudes que animan a Christine, autodenominada Lady Bird en la película porque quiere volar libre como los pájaros. De las inquietudes estudiantiles al menos. Porque los americanos, cuando eligen una universidad para transitar su mocedad, lo hacen sabiendo que su decisión es trascendental, y que de allí saldrán con un título válido, con una formación pertinente, y no como ocurre aquí, que la universidad es casi una excusa para irse de casa, una fiesta de la juventud, un pasatiempo entre cafeterías y botellones que no prepara en absoluto para la vida. Una enfermedad fastidiosa o lúbrica –según las suertes- que hay que pasar en el calendario vacunal de la primera juventud.

    Lo otro que inquieta a Lady Bird en su película –el primer polvo, el primer porro, el primer amigo gay- viene a ser lo mismo en ambas orillas del Atlántico, gracias a Dios. En esto sí que nuestra juventud se ha vuelto moderna y molona, tolerante y ejemplar.  Las nuevas generaciones –no las del PP, sino las otras-, nos dan sopas con honda. En sus cortas vidas han visto y vivido mucho más que nosotros, los canosos y las canosas. Sus vidas están siendo más densas y fructíferas. Nosotros sólo teníamos dos canales en la tele, y pantalones cortos, y la martingala de los curas. Y los tebeos de Mortadelo y Filemón. En Lady Bird, el colegio católico sobrevuela sobre Christine como una molestia nimia, como la cagada de una paloma. 


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Call me by your name

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Yo nunca tuve un amor de verano. Más que nada porque nunca veraneé. No había posibles, ni gente que prestara el apartamento. Mi familia era pobre y algo apestada en el árbol genealógico. La purria del barrio y de los apellidos. Como mucho un veraneo vicario en Verano Azul, enamorado de una Bea inalcanzable que al final se calzaba el rubiales de turno, el tal Javi, de Madrid, con su ejque, y su chulapería.

    Si Nerja ya era un paraíso inalcanzable para el lumpen-proletariado de León, imagínate el veraneo en una casa señorial como ésta donde Elio se hace las pajas, y se tira a la estudiante francesa, y se acuesta con el maromo americano, allá en el paraíso de la Lombardía o de la Toscana, que al final uno no sabe dónde está el drama de esta película, porque al chaval le llueven las ofertas sexuales como a un actor de moda o a un modelo muy cotizado. 

    Nadie se para a pensar -empezando por James Ivory, el gentleman, el oscarizado- que hay gente que ha pasado mucha hambre en la adolescencia, mucha miseria, la hambruna etíope del aspirante sexual. Chavales que nunca nos jalamos una rosca porque no teníamos la suerte, ni el atractivo, ni la posibilidad de un veraneo en la Italia romántica del sol eterno y las ruinas de los antiguos. Que no teníamos ni el consuelo de un melocotón deshuesado al que poder zumbarnos en la intimidad de nuestras alcobas -que nosotros siempre llamamos dormitorios- porque al precio que estaban los melocotones por entonces era un auténtico crimen desperdiciarlos, que mi madre los traía envueltos en paño de oro y si me llega a pillar con uno de ellos ensartado en la polla –que entonces se decía minga- del tortazo que me arrea aparezco donde Elio entrando por la ventana y sorprendiéndole en su verano tórrido y lujurioso.

    Que hijo de puta más quejica y más odioso, el tal Elio… El amor de verano es un asunto de burgueses, y de burgueses guapos además, que son los que llegan, bichean y triunfan como señores, como Julio César en las Galias. Y a mí, qué quieren que les diga, me caen como una patada en el culo. Al resentimiento del bolchevique se suma el resentimiento del hombre feo y apocado. Me sale del alma. Me dan por el culo en un sentido metafórico. Que le jodan al tal Elio. Ni una lágrima, ni una pena, ni una empatía de amante contrariado, ha ensombrecido mi rostro con sus –supuestas- desventuras.

 



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