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Parthenope

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Cuando le preguntaron por “Parthenope” en su programa de la SER, Carlos Boyero dijo que no sabría decir si la película era buena o mala porque se había quedado colgado de Celeste Dalla Porta y no había podido atender a otras razones estilísticas o argumentales. “Magnética”, fue la palabra que utilizó para describir a la actriz italiana. Y añadió: “Creo que es la mujer más guapa que he visto en el cine en muchos años”.

Boyero confesó que había pasado dos horas en una nube acrítica y muy poco profesional, pero también recordó que al cine se va a muchas cosas, y una de ellas es a enamorarse. Platónicamente, pero a enamorarse. Francino, a su lado, carraspeaba o callaba como un cartujo. Mientras Boyero se disculpaba de su cuelgue, se hizo un silencio muy tenso porque Francino mantiene una lucha encarnizada por la audiencia de las tardes, y cada vez que su amigo suelta una gracia erótico-festiva le llueven las quejas de las oyentes más guerrilleras. Para muchas oyentes de la SER, Boyero es un cerdo que sigue gozando de impunidad en un medio que se dice moderno y feminista. Según ellas, si ya es grave que un hombre vea una película fijándose en los escotes, más grave es todavía que lo vaya aireando por ahí. 

Pocos días después, los fachas y semifachas de “La Cultureta" le dedicaron todo el programa a la película. Allí se habló largo y tendido de la belleza de Celeste Dalla Porta sin que ni tertulianos ni tertulianas se sintieran avergonzados por pregonarla. Recordaron lo mismo que había dicho Boyero: que “Parthenope” se lo juega todo a la belleza demoledora de su protagonista y es necesario que cualquier debate gire sobre ello. Es lamentable que a veces los fascistas nos den lecciones de libertad. De hecho, la moraleja de la película es profundamente feminista: Parthenope podría comerse el mundo con su belleza y sin embargo prefiere conquistarlo con su inteligencia. Pero claro: las inquisidoras moradas, como los censores del franquismo, sólo se fijan en las tetas.






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Divorcio a la italiana


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Nos reímos mucho, de los italianos, cuando los vemos en las viejas comedias de blanco y negro, porque siempre van como acelerados, gesticulando, hablando ese idioma que lo mismo sirve para el desamor de las óperas que para el humor de los vodeviles. Fueron tiempos duros, los del neorrealismo, porque las ciudades estaban en ruinas, y la gente pasaba hambre, y algunos robaban bicicletas para ir a trabajar. Pero pasado el trago, y reconstruido el mapa, los italianos se encontraron de nuevo con el jolgorio de vivir, y retomaron las comedias donde el enemigo común ya era el mismo de siempre, el de toda la vida bélica o no bélica, fascista o no fascista: la Iglesia sempiterna, fundada por San Pedro en el mismo centro de su geografía, vigilando el mundo moral con el ojo triangular que flota justo en la vertical del Vaticano. El mismo ojo que a muchos kilómetros de distancia, nos acojonó de niños, y nos acomplejó en la adolescencia, pero que luego extirpamos de una patada voladora al descubrir que tras sexo no se abrían los infiernos, ni nos pinchaban el culo desnudo con un tridente…



    Yo tuve un amigo en León que vivía justo debajo de la colina donde estaban los repetidores de televisión, y era, de toda nuestra pandilla, el que peor señal tenía: la Primera le entraba según los días, y la Segunda, que entonces era el UHF, según las ventoleras, porque el efecto de las ondas hertzianas empezaba un poco más allá. Algo así les pasaba a los transalpinos con la Iglesia,  en los tiempos de Divorcio a la italiana, que de vivir tan cerca de sus homilías ya ni las escuchaban, o les llegaban distorsionadas, y podían burlarse de ellas como un feligrés haciendo pedorretas justo debajo del púlpito, donde el cura no le ve. Obsesionados con el sexo como cualquier católico reprimido, los Mastroiannis de la vida se lanzaron a la comedia bufa sobre el matrimonio y el adulterio, y como en la vida real todo era más bien triste y carcelario, en la ficción se les volvía la mente calenturienta, y el humor muy negro. Negrísimo...



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